Cuando vio aquella inquietante marca de nacimiento tras la oreja de Samuel, el cura lo declaró maldito y lo encerró en una caja de madera sellada. Su única abertura era un ventanuco enrejado, por el cual el muchacho veía el afligido rostro de su madre al llevarle la ración diaria de alimento.
Una tarde, se coló entre los barrotes un pajarillo, en cuya diminuta cabeza Samuel reconoció los ojos maternos. Al día siguiente, la caja estaba vacía y no había rastro de Samuel ni de su madre.
Desde entonces, resuenan en la noche los trinos de cristal de un par de ruiseñores.
Finalista en el I Concurso de Microrrelatos Círculo de Fantasía (agosto 2022)
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