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jueves, 15 de junio de 2023

LA LINTERNA MÁGICA

Cuando tenía siete años, mi padre me llevó con él al cine.

Ya había ido otras veces, claro, a ver películas de dibujos animados con mi madre. Menudo apuro pasaba cuando a ella se le escapaba el lagrimón ante las dificultades que solían acontecerles a los protagonistas cada dos por tres. Aún recuerdo lo mal que lo pasó, la pobre, cuando los cazadores mataron a la madre de Bambi. Al encenderse las luces tuve que mirar para otro lado y hacerme el despistado, para que ella no se percatase de lo abochornado que me sentía por sus ojos hinchados y enrojecidos.

Pero esta vez fue diferente. Muy diferente.

La tarde era lluviosa y, a lo largo de la estrecha acera, serpenteaba una enorme fila de gente con paraguas y chubasqueros, bullendo de impaciencia. La cola arrancaba de la taquilla, en la que una mujerona que apenas cabía en el reducido cubículo se afanaba organizando sus bártulos sin quitar ojo a las manecillas del reloj, que corrían raudas hacia las cinco en punto.

Mi padre la saludó con la mano al pasar y, esquivando la entrada principal, rodeamos el edificio para franquear una puertecilla lateral que nos condujo, a través de un oscuro pasillo con cierto tufillo a moho, hasta un cuarto amueblado tan sólo con una silla y un armario. Allí, mi padre se quitó la gabardina, que colgó pulcramente en una percha, y se enfundó sobre la camisa blanca una elegante chaqueta de color burdeos con botones de latón dorado. Se sacudió someramente los restos de lluvia de los bajos de los pantalones -”bueno, no se nota mucho”, masculló para sí- y se ciñó al cuello una pajarita del mismo tono que la chaqueta. De un cajón del armario surgió una linterna roja y plata, que encendió y apagó con gesto solemne, mirándome de reojo para ver qué efecto me causaba.

Yo estaba boquiabierto. Nunca había visto a mi padre tan elegante y la fabulosa linterna me tenía fascinado. A una señal suya, troté en pos de sus largas zancadas rumbo a la sala.

Quédate aquí quietecito y en silencio”, me conminó, indicándome el asiento más trasero y esquinado de todos. “Esta zona no suele ocuparse salvo en días de estreno importante, porque la pantalla se ve un poco justa”. Con poco esfuerzo, pude localizar una columna que rozaba el borde del inmenso rectángulo blanco, mordiéndole apenas unos centímetros, lo suficiente sin embargo para que un cinéfilo exigente prefiriese cualquier otra ubicación. Me arrellané pues en aquella butaca y me dediqué a seguir con la mirada las evoluciones de mi padre por la sala.

Se había alejado de mí con pasos veloces tras consultar su reloj de pulsera. Y, apenas había alcanzado las grandes puertas dobles que daban acceso desde el vestíbulo, éstas se abrieron y una riada de gente se desplegó por los angostos pasillos en busca de sus localidades. Mi padre les tomaba las entradas y, tras un brevísimo vistazo, les conducía sin vacilación hasta sus asientos. Luego volvía a la puerta, donde le esperaba ansioso otro grupito, y repetía el proceso. En cada viaje, su mano se extendía fugazmente hacia el espectador para devolverle sus billetes y después hacía una rápida visita al bolsillo de su chaqueta. Y así, una y otra vez, la sala se fue llenando paulatinamente.

Desde mi posición sólo alcanzaba a ver un mar de cabezas que oscilaban sobre el borde de los asientos, como dotadas de vida propia, un mar rumoroso que se aquietó mágicamente en el instante en que se apagaron las luces de la sala y sólo quedó iluminada la enorme pantalla. Sobre el lienzo blanco empezaron a desgranarse series de imágenes, unas detrás de otras, pero yo no les prestaba atención, ocupado como me hallaba en vigilar las maniobras de la diminuta luciérnaga que iba y venía, zarandeándose al compás de los pasos de mi padre.

Aquellas rutilantes expediciones se fueron reduciendo con el transcurso de los minutos hasta cesar por completo. Poco después, el haz luminoso enfocado hacia el suelo se dirigió hacia mí y mi padre se dejó caer en la butaca contigua que, cumpliendo su predicción, había quedado desocupada igual que la mía. Apagó la linterna pero, incluso en la penumbra, pude distinguir su sonrisa benévola al ponerla entre mis manos. Sostuve su peso, extasiado, y acaricié con reverencia su superficie metálica, fría y suave bajo las yemas de mis dedos.

En ese momento decidí que yo también sería acomodador, tendría una linterna idéntica a aquella, y el bolsillo de mi chaqueta tintinearía con las monedas de las propinas.

El correr de los años y mis consiguientes estudios, muy dispares tanto en atractivo como en resultados, fueron llevándome por otros derroteros y, cuando alcancé la edad en la que podría haber dado el vertiginoso salto hacia la independencia y la linterna soñada, aquel oficio había desaparecido del mapa de las salas de cine.

No obstante, el recuerdo de aquella tarde compartida con mi padre, plasmado para siempre en la foto que nos hizo la taquillera al terminar la sesión -él aún erguido y orgulloso con su uniforme, yo aún con la luminaria maravillosa aferrada con fuerza en la mano- y que ha decorado mi mesilla de noche durante todos estos años, me impulsó a tomar una dirección muy diferente a las matemáticas que me recomendaban mis profesores y para las que yo estaba, según decían, extraordinariamente dotado.

Así, me zambullí de pleno en el mundo de la Imagen y el Sonido, y en lugar de transportar físicamente al público a través de la sala hasta sus asientos, crucé al otro lado de la frontera marcada por la pantalla para dedicarme a llevarlos en volandas de uno a otro mundo fantástico, donde la imaginación es la mejor linterna.

Y en todos mis estrenos, el asiento más trasero y esquinado de todos queda siempre vacío, por si mi padre consigue engatusar a San Pedro y pasarse un ratito a ver la película.

Ganador de marzo del X Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat (marzo 2022)

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