El coche avanzaba dando tumbos por
la amplia avenida. La muchacha se mordía nerviosamente el labio
inferior mientras trataba de controlar el juego de pies entre
embrague y acelerador. Nada, no había manera: por más que lo
intentaba no conseguía que aquel cacharro dejase de sacudirse y
avanzase con suavidad, ni siquiera durante cinco minutos.
A su lado, el profesor hacía
esfuerzos desesperados para contener la risa sabiendo que, si soltaba
la carcajada que le aleteaba en la garganta, minaría de forma
irremediable la ya de por sí penosa autoestima de su alumna.
Un súbito acelerón desgarró la
calma del crepúsculo otoñal y una bandada de palomas que picoteaban
migajas sobre la acera salieron volando al oír el amenazador rugido.
La chica levantó de golpe el pie del embrague al percatarse de que
el coche no respondía, y entonces la respuesta les pegó a ambos la
espalda contra el asiento. Fue el profesor el que clavó el pie en su
pedal de freno, justo delante de la autoescuela. Fin de la clase.
Los dos ocupantes del vehículo
abrieron sus respectivas portezuelas y salieron al aire aún tibio de
la tarde con evidente alivio.
- No te preocupes -consoló el
profesor a la joven con una sonrisa amable y una palmadita en el
hombro-, sólo llevas tres clases, es normal que te cueste un poco
controlar el coche. Pero lo conseguirás, ya verás como dentro de
unos días te ríes al recordar esta tarde.
La chica le devolvió la sonrisa,
aunque sin demasiada convicción. En ese instante las ganas que tenía
no eran precisamente de reír, sino más bien todo lo contrario. Echó
una mirada de envidia al chaval que se acercaba con paso seguro desde
la puerta de la autoescuela: sabía que había empezado al mismo
tiempo que ella, pero ya había visto el día anterior cómo sacaba
el coche sin calarlo y subía la cuesta sin un sólo trompicón.
Había oído comentar que su padre tenía una finca a las afueras
donde le dejaba conducir su propio coche: claro, así cualquiera, ya
estaba resabiado, como los toros de lidia.
El muchacho le dirigió una mueca
burlona antes de instalarse en el asiento del conductor y, sin un
solo fallo, arrancar el coche y salir disparado por la avenida. La
chica deseó fervientemente que el profesor le echase un buen
rapapolvo por aquel alarde en su honor, tan obviamente destinado a
mortificarla.
En el interior del coche, en efecto,
el instructor sermoneaba a su nuevo alumno, afeándole su conducta
hacia su compañera y prohibiéndole, en adelante, arrancar de forma
tan impetuosa.
- Ni siquiera has mirado por el
retrovisor -le riñó mientras estaban detenidos en un paso de cebra,
esperando a que cruzase una señora con su carrito de la compra-. Y
eso, en un examen, es un suspenso como una catedral.
El chaval se encogió de hombros,
con gesto despectivo.
- Mi padre conoce a un examinador,
ya se encargará él de que me lo asignen y de que me apruebe. Lo
tengo chupado.
El profesor enrojeció, furioso.
Conocía de oídas al padre de aquel gallito de pelea y sabía que,
en efecto, tenía poder y contactos suficientes para hacer eso y más.
Y no le parecía bien.
- Pero no podrás aprobar hasta que
YO te presente a examen -recalcó bien el “yo”, apretando los
dientes-. Y YO no te voy a presentar a examen hasta que me parezca
bien cómo conduces. Y ahora mismo me parece fatal así que, o
cambias de actitud, o no te doy más clases hasta el año que viene.
El joven apretó los labios con
fuerza: ahora era él quien estaba furioso.
- Pues entonces le diré a mi padre
que contacte con los tipos que lo están buscando y ya veremos lo que
dura en la autoescuela.
De inmediato, se arrepintió de sus
palabras. Miró de reojo al profesor y vio su cara lívida, sus puños
apretados, su cuerpo tenso.
Esta vez se la
cargaba, seguro. Su padre estaba hablando por teléfono cuando él
pasó por delante de la puerta abierta de su despacho y había cedido
a la tentación de pararse a escuchar: a menudo le oía decir que la
información es poder y estaba deseoso de seguir sus pasos, aun a
sabiendas de que no eran unos pasos demasiado rectos.
- ¿Qué sabes
tú de mí, niñato?
El tono helado de su voz estremeció
al chico hasta los cimientos. ¿Qué había sido del profesor amable
y simpático? Esto cada vez le gustaba menos.
- Nada -balbuceó, sintiendo un
repentino ardor en la boca del estómago-. Sólo oí decir que
alguien lo está buscando. Nada más. En serio, no sé nada.
Parecía a punto de echarse a
llorar. El instructor hizo un esfuerzo por relajarse y ensayó una
media sonrisa que no le quedó demasiado convincente.
- Seguramente es un error -sugirió
con voz controlada.
- Sí, claro, seguro que es eso -se
apresuró a aceptar el chaval, visiblemente aliviado.
El resto de la clase transcurrió
sin incidentes: el muchacho condujo lo más suave y prudentemente que
pudo, y el profesor se limitó a hacer ocasionales observaciones en
un tono neutro y sereno. Al regresar al punto de partida el chico se
escabulló de inmediato, sin empeñarse en aparcar el auto, como el
día anterior. El hombre permaneció unos minutos sentado en silencio
en el interior del coche, cavilando.
¿Sería cierto que el padre de
aquel galopín conocía su verdadera identidad? ¿Se habría puesto
en contacto con quienes, en efecto, lo buscaban? Si era así, tenía
que actuar de inmediato o estaba perdido.
Por suerte, ésa había sido la
última clase de la jornada: buscó un sitio para aparcar el vehículo
y se dirigió a buen paso hacia su casa. Rebuscó en el altillo del
armario del dormitorio, detrás de unas cajas de zapatos, hasta
localizar su objetivo: una cartera de cuero marrón bastante
abultada. Al tirar de una cadena que colgaba de su cuello, apareció
una pequeña llave con la que abrió la cerradura que protegía de
ojos curiosos el contenido de la cartera. Metió la mano en su
interior, apartando varios pasaportes, fajos de billetes y carpetas
con documentos, y cuando la sacó de nuevo empuñaba con firmeza una
pistola semiautomática. Comprobó el cargador y el seguro, y la
acomodó a su espalda, bien sujeta en la cintura del pantalón y
oculta bajo la chaqueta.
La tarde siguiente, cuando la
muchacha apareció puntualmente para su clase de conducir, se
encontró con una mujercita menuda y sonriente que le informó de que
el profesor habitual había tenido que ausentarse por problemas
familiares, y de que ella iba a sustituirlo. Unos cuantos trompicones
más tarde, se llevó otra sorpresa cuando la nueva instructora la
guió en el proceso de aparcar el coche frente a la autoescuela, ya
que su clase -le dijo- era la última del día. Al preguntar por el
joven que debía practicar a continuación, la mujer se limitó a
encogerse de hombros con una mueca de absoluta ignorancia. La chica
supuso que habría cambiado de horario y se le aligeró el ánimo al
pensar que ya no tendría que aguantar más sus majaderías.
El rugido de un avión volando sobre
su cabeza, invisible al otro lado de las tupidas nubes, le hizo
añorar las vacaciones de verano que había pasado con sus abuelos en
Mallorca. Mientras, en el interior de ese avión, rumbo a otro país,
a otro empleo, a otra identidad, dormitaba un hombre. Un hombre que
podía ser amable y divertido pero también frío e implacable, como
lo demostraba la sangrienta escena que, en esos mismos momentos,
traía de cabeza a la policía en una finca de las afueras.
Segundo Premio en el I Certamen de Relato Corto "Ramón de Campoamor", organizado por la Asociación Cultural Orihuela Costa (enero 2023)