El inspector Morales conducía
despacio por la carretera de la costa. Le habían avisado a horas
intempestivas y con prisas, como solía ser habitual. Ya estaba
acostumbrado y no se quejaba, aunque no dejaba de causarle cierta
sorpresa que, después de tantos años, le siguiera incomodando. No
era tanto el destemplado timbre del teléfono o la sensación de
vacío que, de pronto, atenazaba su estómago, ni siquiera tener que
vestirse en un vuelo y salir de estampida con el coche. Lo que más
le molestaba era saber que su mujer se hacía la dormida para que él
no leyera en sus dulces ojos la angustia que siempre le producían
esas salidas fuera de turno, desde que un niñato con mono y sin seso
le pegase un tiro en un callejón, una madrugada cinco años atrás.
Morales suspiró y la cicatriz de
aquella bala pareció arderle de nuevo en las costillas, como cuando
derrapaba en camilla por los pasillos del hospital, medio
inconsciente y encharcado en su propia sangre, con las ideas
deshilachándose en su cabeza a medida que los latidos que le
retumbaban en los oídos se le antojaban cada vez más dispersos. Dio
un resoplido para ahuyentar aquellos desagradables recuerdos y se
concentró en las curvas de la carretera, que viraban y reviraban en
la espesa negrura. “A ver si sobreviví a aquella bala para
despeñarme ahora por un acantilado”, sonrió para sí, socarrón.
Por fin, los destellos azules de los
coches patrulla se hicieron visibles en la distancia. El inspector
enfiló el acceso que llevaba hasta ellos y detuvo su vehículo en
una explanada de tierra, a pocos metros del borde del acantilado. Uno
de los agentes de uniforme acudió a recibirle.
- ¿Qué hay, Velasco?
- Tenemos un cadáver, señor, allá
abajo. Va a estar difícil.
Morales hizo una mueca. “Ni que
alguna vez fuera fácil”.
Se acercó al precipicio con
cautela, mirando bien dónde ponía los pies, y estiró el cuello
para asomarse por encima del borde. El cuerpo sin vida yacía sobre
las rocas, en una posición grotescamente retorcida, empapado por las
olas. La larga cabellera rubia entremezclaba sus hebras con los
jirones de espuma que chocaban sin cesar contra los peñascos,
imprimiéndole un limitado movimiento de vaivén. El vestido blanco
destacaba en la oscuridad como la luz de un faro en noche de
tormenta.
- ¿Quién la encontró?
Por toda respuesta, el sargento
Velasco señaló con la cabeza hacia los coches patrulla, donde un
hombre alto vestido con chándal gris conversaba con un par de
agentes.
- Estaba corriendo.
Morales alzó las cejas y parpadeó,
sorprendido.
- ¿A estas horas?
- Dice que lo hace a menudo, al
parecer sufre de insomnio.
- ¿Y por qué se asomó al
acantilado?
El sargento se encogió de hombros.
No había oído más que un par de frases sueltas mientras ayudaba a
acordonar la zona, detalles no sabía.
El inspector asintió en silencio y
se dirigió hacia el grupo. El hombre de paisano estaba visiblemente
alterado, se retorcía las manos convulsivamente y no dejaba de
cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Su rostro se
mostraba desencajado y su frente se arrugaba con inquietud. “Lo
normal en estos casos, la visión de la muerte siempre impresiona”,
pensó Morales.
Los agentes le saludaron con un
gesto y un murmullo, y se retiraron discretamente. Sabían de sobra
que a su jefe le gustaba hablar con los testigos en persona, nada de
relatos de segunda mano, así que al pobre diablo le tocaba volver a
contar toda la historia de principio a fin.
- Me han dicho que fue usted quien
la encontró.
El hombre asintió con cierta
rigidez.
- ¿Qué hacía aquí, a estas horas
de la noche?
- Ya les dije a sus compañeros...
- Pues ahora me lo dice a mí -le
soltó a bocajarro.
El tipo se quedó de una pieza.
Morales contuvo una mueca de disgusto consigo mismo: la frase le
había salido más áspera de lo que pretendía. Suavizó todo lo que
pudo el tono antes de proseguir:
- Si no le importa repetirlo...
El hombre cabeceó, resignado.
- Cuando no puedo dormir salgo a
correr, es lo único que me ayuda. Y esta zona es una de mis
favoritas.
- ¿Y qué le impulsó a mirar
abajo?
El tipo se encogió de hombros.
- La verdad es que no lo sé...
-balbuceó. Había dejado quietas las manos durante unos instantes,
pero ahora volvía a retorcérselas-. Me detuve a respirar un poco
después de la subida -señaló la fuerte pendiente que llegaba hasta
allí y que, unos metros más adelante, comenzaba a descender-. Me
acerqué al borde y... no hay una razón, sólo... la vi allí.
- ¿Y qué hizo?
El hombre parpadeó, como si le
sorprendiera la pregunta.
- Llamé a Emergencias.
- ¿Llevaba el móvil encima?
- Mi mujer insiste en que lo lleve
siempre que salgo. Ya sabe cómo son...
El inspector suspiró. “Qué me va
a contar a mí”.
- Sí, claro. ¿Y a su mujer, la
llamó también?
- ¿Para qué? -el hombre pareció
sorprendido en primera instancia, luego un tanto a la defensiva-.
¿Para que se preocupe? Mejor que siga durmiendo, ella no pinta nada
aquí.
“Demasiada vehemencia”, pensó
Morales. “Habrá que hablar con ella”.
Mientras tanto, se habían montado
unos potentes focos que habían permitido el descenso por el
acantilado de un equipo de rescate, y el cadáver de una hermosa
joven reposaba ya sobre una lona, en tierra firme. Morales se acercó
a echar un vistazo antes de que lo cubrieran con una segunda lona, a
la espera de que llegara el juez para trasladarlo al depósito. Las
rocas no lo habían tratado bien, presentaba numerosos cortes y
magulladuras, aunque no había pasado tanto tiempo en el agua como
para resultar irreconocible. El inspector notó cómo lo invadía un
profundo malestar al pensar en unos padres, un novio, una amiga,
puesto cualquiera de ellos en el amargo trance de escrutar aquellas
facciones sin vida para darles un nombre. Inspiró hondo y exhaló el
aire muy despacio. Con su experiencia, ya debería estar acostumbrado
a estas escenas y, sin embargo, seguían afectándole.
Dirigió un gesto al agente que
aguardaba, tela en mano, y se giró hacia el hombre del chándal
gris. Demasiado rápido: Morales sorprendió un destello en sus ojos.
¿Furia, rabia, dolor? ¿Una mezcla de todo ello, quizá? Apartó la
mirada enseguida pero la sombra de la duda ya había echado raíces
en la suspicaz mente del policía.
- ¿Cree...? -el tipo no sabía cómo
formular la pregunta-. Supongo que fue un accidente, ¿no? ¿Usted
qué opina?
Morales chasqueó la lengua. Aquel
individuo le gustaba cada vez menos.
- Es pronto para saberlo -contestó,
lacónico-. Habrá que esperar a la autopsia.
Dejó transcurrir unos segundos
tensos, vibrantes en el aire que ya empezaba a oler a madrugada,
antes de lanzar su ataque.
- ¿La conocía?
El tipo abrió mucho los ojos. Negó
con la cabeza. Se retorció las manos una vez más y luego hizo un
esfuerzo consciente por separarlas, embutiéndolas en los bolsillos
del chándal.
- No la había visto nunca.
Una vez más, demasiado énfasis. Y
demasiado rotundo. ¿Cómo podía estar tan seguro, desde aquella
distancia, con tan escasa luz, si apenas le había dirigido un breve
vistazo?
El inspector asintió, dando un giro
radical a su actitud. Le sonrió afablemente y le dio unas palmaditas
en el brazo para tranquilizarle.
- Ha sido una noche muy larga, será
mejor que intente dormir un rato.
El hombre vaciló.
- ¿Puedo irme, entonces?
- Claro, aquí ya no puede hacer
nada. ¿Le ha dejado sus datos a alguno de los agentes? Tendrá que
firmar una declaración.
- Sí, sí, por supuesto.
- De acuerdo. Gracias por su
colaboración. ¡Velasco! Lleva al señor... eh...
- Sanz. Joaquín Sanz.
- Lleva al señor Sanz a su casa.
Y, dándole la espalda, Morales se
desentendió de él. El tipo vaciló de nuevo, sólo un instante,
antes de seguir al agente hasta uno de los coches patrulla. Se
arrellanó en el asiento trasero y su nerviosismo pareció esfumarse
por completo, ajeno a la aguda mirada que el inspector Morales
mantenía clavada en su persona.
Unos días más tarde, el inspector
contemplaba el despliegue de declaraciones, pulcramente ordenadas en
montoncitos, que cubría casi por completo la superficie de su
escritorio. Echando mano de su reconocida paciencia y de una buena
dosis de sentido común, había ido encajando las piezas del puzzle
que representaba aquella muerte y creía haberlo completado a su
entera satisfacción. Eso sí, era consciente de que ningún juez que
se preciase iba a admitir el caso a trámite, dada la absoluta y
exasperante carencia de pruebas. Sólo tenía eso: declaraciones.
Del tipo del chándal, que alegaba
no conocer de nada a la víctima. De la señora Sanz, que afirmaba
que su marido mantenía una relación con la muchacha y que le había
amenazado con el divorcio si no volvía al redil de inmediato. Del
consejero financiero de Sanz, que aseguraba que su empresa se
encontraba en “situación delicada” y que, sin el dinero que le
inyectaba regularmente su mujer, no tardaría en irse a pique. De una
vecina trasnochadora, que le había visto salir a correr una hora
antes de su llamada a Emergencias, cuando el trayecto hasta el
acantilado no llevaba más de treinta minutos andando. De la madre de
la joven, a quien ella había confesado que estaba muy enamorada pero
que, por el momento, debía ser discreta porque había “asuntos que
arreglar”.
Morales suspiró. Todo indicaba que
Sanz se había reunido con la chica en el acantilado. ¿Intentó
cortar con ella, discutieron y la empujó en un acceso de furia? ¿O
fue una caída accidental, como resultado de la pelea? Incluso era
posible que el hombre la hubiera citado allí con la intención
premeditada de quitársela de encima de manera expeditiva y
terminante. En cualquiera de los casos, no había ninguna prueba
física ni forense que le relacionase con la muerte de la muchacha.
Su única esperanza residía en hacerle confesar.
Morales suspiró de nuevo. Aquella
parte no solía ser agradable, enfrentarse a quien ha mudado de mero
testigo a sospechoso evidente, tratando de ponerle nervioso para que
se delatase. Por eso no cargaba a ningún subordinado con esa penosa
tarea: siempre se ocupaba él mismo. Lo cual no significaba que
disfrutase con ella.
La silla chirrió con desgana al
apartarse del escritorio. El perchero parecía resistirse a soltar su
chaqueta. Y para colmo de males había empezado a llover, una lluvia
fina y persistente, de esa que parece una nadería y termina
calándote hasta los huesos. Y sus huesos no estaban ya, a esas
alturas, para humedades, así que agarró el paraguas y salió de su
despacho arrastrando los pies, consciente de las miradas comprensivas
que esquivaban la suya para no incomodarle.
Había telefoneado a casa de los
Sanz y hablado con la esposa. No, su marido no se encontraba allí.
Exactamente, había salido a correr. Sí, sabía por dónde: los días
lluviosos siempre tomaba el camino del acantilado.
Perfecto. Morales cogió el coche y
condujo de nuevo por la carretera de la costa, cuya visibilidad no
era mucho mejor bajo la lluvia que en plena noche. “Tengo que venir
por aquí un día soleado, seguro que el paisaje es precioso”.
Instintivamente subió hasta el
punto exacto donde habían rescatado el cadáver y aparcó el
vehículo en la misma explanada de la vez anterior. Bajo el paraguas,
caminó hasta el borde del acantilado y observó las olas
estrellarse, con furia desatada, contra la pared rocosa. El
formidable rugido de las aguas revueltas llenaba sus oídos,
aislándolo de todo cuanto le rodeaba, por lo que dio un respingo
cuando una mano se posó sobre su hombro.
- ¡Inspector! ¿Qué está haciendo
aquí? No habrá otro cuerpo allá abajo, ¿verdad?
Morales inspiró hondo para
recobrarse del sobresalto y enfocó la mirada sobre el tipo, con su
eterno chándal gris brillante por la llovizna y los húmedos
cabellos pegoteados sobre la frente. Sintió el impulso involuntario
de extender su paraguas para cobijarlo, pero no deseaba semejante
proximidad entre ambos.
- No -respondió, sucinto-. Hoy no.
Un breve carraspeo antes de encarar
al tipo por las bravas.
- Lo sé todo.
El hombre enarcó las cejas y
parpadeó, con genuina sorpresa dibujada en su rostro salpicado de
diminutas gotitas. Morales hizo una mueca: incluso a sus oídos, la
frase había sonado a película de serie B.
- ¿Qué es lo que sabe... o cree
saber, inspector? -preguntó Sanz con voz engañosamente suave.
- No se haga el listo. Tenía usted
una aventura con la chica pero, ante las amenazas de su mujer,
decidió cortar por lo sano. ¿Fue un accidente o lo tenía planeado?
El tipo sonreía apaciblemente,
inmune al parecer a los goterones de lluvia que iban arreciando por
momentos.
- Vamos, inspector, no sea absurdo.
En esa situación, uno le extiende a la chica un suculento cheque, no
la despeña.
Morales rechinó los dientes.
“Menuda sangre fría tiene el cabrón”. Una repentina lucidez le
dijo que no iba a sacar nada en limpio de aquella entrevista, si
acaso un buen dolor de cabeza.
- Todavía no sé cómo, pero
encontraré la forma de hacerle pagar por esto -masculló, con los
ojos entornados relampagueando de ira contenida.
El empujón le tomó por sorpresa.
Trastabilló, sintió que el terreno desaparecía bajo sus pies y,
mientras el vacío absorbía su cuerpo, sólo acertó a pensar “o
quizá no...”, antes de que las rocas hicieran trizas sus últimos
jirones de consciencia.
Finalista en el X Concurso de Relato Bruma Negra (Plentzia), junio 2022