Sabía que padre andaba delicado
de salud en los últimos tiempos, por lo que no supuso una gran
sorpresa la llamada de mi hermana para comunicarme su fallecimiento.
Hacía mucho que me había distanciado de él, desde que mi elección
de estudios alzó entre nosotros un muro de conflictos y reproches,
por lo que tuve que rebuscar en mi interior para determinar qué
sentimiento me provocaba esta pérdida. Lo que finalmente hallé fue
una lánguida melancolía, un leve deseo de que las cosas hubieran
sido diferentes y poco más. Nada que ver con el huracán que me
arrasó por dentro y por fuera cuando murió madre; al fin y al cabo,
siempre había estado más unida a ella.
En cualquier caso, no podía
faltar al funeral: preparé una maleta ligera y puse rumbo al caserón
de mi niñez. Doblar la última curva de la cuesta que descendía
entre mares de olivos, y distinguir el pueblo en el centro del valle,
dejándose acariciar por los últimos rayos del sol de la tarde, y
cruzar el puente de la carretera, sombreado aún por docenas de
chopos que, en esta época del año, lucían sus más bellos tonos
rojos y dorados, y enfilar el camino de entrada, que seguía sin
asfaltar en condiciones, con la gravilla golpeteando los bajos del
coche en alegre bienvenida, y detenerme en la plazuela, bajo el olmo
centenario abrazado por la hiedra, y contemplar la fachada de piedra
y adobe, con los postigos de madera pintada de verde y la enorme
puerta tachonada que resguarda el patio. Y sentirme niña otra vez, y
desear correr a la cocina a abrazar a madre y, mientras ella me besa
en la cabeza, robarle por detrás una rosquilla recién hecha, a
sabiendas de que se ha dado cuenta pero no me reñirá. Todo eso se
me agolpó en el pecho y me cerró la garganta, y tuve que parpadear
a toda prisa para evitar que unas lágrimas delatoras se me escapasen
a traición.
Bajé del vehículo aparentando
una calma que no sentía, cruzando los dedos para que nadie oyese los
retumbos que me brotaban con fuerza detrás del esternón. Cuando se
abrió la puerta y una silueta femenina se recortó contra la
penumbra del portal, tuve que contenerme para no llamar a madre, y me
apresuré a abrazar a mi hermana, que escondió la rojez de sus ojos
en mi hombro como yo escondí mi turbación en el suyo.
“Anda, pasa” me dijo,
tomándome de la mano y guiándome entre la marabunta de familiares y
paisanos que abarrotaban la casa. A la mayoría de ellos hacía años
que no los veía, a muchos no los recordaba más que en una vaga
nebulosa, y a unos cuantos ni siquiera los reconocía. A mi paso se
derramaban los murmullos: “es la hija mayor, la que se fue a la
capital”; “estaban peleados, hacía tiempo que no se hablaban”;
“no pisaba la casa desde que murió su madre”; “ni se ha
molestado en ponerse de luto, qué falta de respeto”. Era cierto,
no había caído en la cuenta de que la gente del pueblo sigue
manteniendo las formas con una rigidez que yo había abandonado con
alivio, como quien se desprende de una piel vieja y rancia.
Mi hermana me apretaba la mano a
intervalos, según un código morse privado que yo debía haber
olvidado, si es que alguna vez lo habíamos tenido. Su mirada, que se
empeñaba en cruzarse con la mía, me lanzaba de cuando en cuando
destellos de: “tú, ni caso, ya sabes cómo son”. En otro momento
quizás me habría sentido molesta o incluso herida, pero ese día
tenía la cabeza en otro sitio y la maravillosa sensación de que
todo aquel chismorreo me resbalaba como el agua bajo la ducha.
El trámite de presentar mis
respetos a padre fue breve y aséptico. Aquel rostro consumido me
resultaba mucho menos evocador que la fotografía enmarcada que había
visto, fugazmente, sobre la mesita del salón. Sus rasgos severos,
afilados, sus ojos duros y las marcadas arrugas de la ancha frente
habían permanecido, sin mi permiso, en las sombras de mis recuerdos.
De súbito, empezaron a agobiarme aquellas manos que invadían mi
hombro, aquellas palabras de consuelo que me raspaban los oídos,
aquellas miradas que me escrutaban en busca de unos sentimientos que
yo no estaba dispuesta a compartir. Salí huyendo del cuarto.
Mi hermana no tardó ni cinco
minutos en encontrarme, en el refugio más obvio: el dormitorio que
ocupaba de niña, sentada sobre la colcha de cuadros verdes y
amarillos que cubría la cama, los hombros caídos, las manos
entrelazadas sobre las rodillas, los ojos clavados en la alfombrilla
desde la que me sonreía, algo desvaído, el dibujo de un gato. Se
sentó junto a mí y se limitó a rodearme con su brazo en un
silencio que duró una eternidad, aunque las agujas del reloj de la
cómoda sólo dieran unos pocos pasos.
“Papá dejó algo para ti” me
dijo, con su voz suave más suave que nunca.
Se levantó y sacó del armario
un cofrecillo de madera que reconocí de inmediato: el juego de
ajedrez de padre. Lo dejó en mi regazo y salió sigilosamente,
cerrando la puerta al bullicio de la planta baja y abandonándome a
mis pensamientos.
Deslicé los dedos por la
superficie de cuadros blancos y negros. Era una caja taraceada que
contenía en su interior todas las piezas del juego talladas a mano.
Las volqué sobre la cama para abrir por completo el estuche, cuyas
dos mitades encajaron a la perfección formando el tablero. Mis
dedos, en un alarde de independencia, colocaron las piezas, una a
una, en sus lugares correspondientes. Cuando el tablero estuvo listo
para iniciar la partida, la voz de padre resonó en algún lugar de
mi cerebro: “El ajedrez es como montar en bicicleta, nunca se
olvida”. Sonreí y avancé, con un ligero empujoncito, el peón de
rey blanco.
Fue padre quien me enseñó a
jugar, con ese mismo ajedrez. De niña, cenaba a toda prisa y
acumulaba los platos sucios en el fregadero, en precario montón,
para despejar cuanto antes la mesa y poder disputar la partida de
rigor. Él no tenía piedad: afirmaba que no me haría ningún favor
dejándome ganar, así que me vencía noche tras noche, certero e
implacable, si bien los lances cada vez iban durando un poco más, a
la par que se acentuaba en sus ojos aquel brillo que, quería yo
pensar, indicaba su satisfacción con mis progresos. La primera vez
que su rey negro rodó por el tablero, mis quince años no pudieron
contener un grito alborozado; él se limitó a fruncir los labios -no
sé si reprimiendo su disgusto por haber perdido o su orgullo porque
yo hubiera ganado- mientras guardaba las piezas en el interior de la
caja con su inalterable parsimonia.
Cuando me marché, a pesar de las
duras palabras que intercambiamos -dolorosas saetas que aún me
escuecen en el alma-, lo primero que hice nada más instalarme fue
comprar un pequeño juego de ajedrez magnético, guardado en una
primorosa cajita que cabía en mi mochila. Lo llevaba conmigo a todas
partes. En cualquier rato libre de que disponía, sacaba el estuche y
me dedicaba a practicar las jugadas que había estudiado con él o a
plantearme retos a mí misma o incluso a desafiar a otros compañeros
interesados en el juego. Llegué a inscribirme en algún torneo
universitario, en el que quedó patente mi limitado nivel y todo lo
que aún me quedaba por aprender; a falta tanto de maestro como de
tiempo, lo fui abandonando hasta arrumbar la cajita en el fondo de
algún armario olvidado.
Supongo que la muerte de madre y
la frialdad con la que me recibió en aquella terrible ocasión
contribuyó a que la brecha que nos separaba se hiciera aún más
profunda, a pesar de los bienintencionados esfuerzos de mi hermana,
que siempre se las arreglaba para incluir un “papá te manda
recuerdos” en nuestras asiduas conversaciones telefónicas, sin que
yo entrase al trapo ni una sola vez, convencida de que era cosa suya
y no de él. Desde entonces, no volvimos a cruzar una palabra, ni una
letra, ni una mirada. Y ahora que no tenía remedio, como suele
ocurrir, me arrepentía profundamente de no haberle visitado, de no
haber hecho las paces con él antes del fatal desenlace.
Cuando el surco de una lágrima
se abrió paso por mi mejilla, suspiré profundamente y traté de
atraparla con el dorso de la mano. Demasiado tarde: al no hallar la
rebelde gota entre mis dedos, bajé la vista para localizar su rastro
sobre el tablero. Y allí, junto al diminuto charquito, estaba el
peón de rey negro, frente a frente con mi peón blanco. Parpadeé,
atónita. ¿Cuándo había movido yo aquella pieza? ¿Tan distraída
estaba regodeándome en mi autocompasión que ni siquiera me había
dado cuenta? Y tenía que ser eso, porque cualquier otra posibilidad
se me antojaba de todo punto inverosímil. Sin embargo... una
singular inquietud me retorcía las entrañas. Saqué mi peón de
alfil, en mudo ofrecimiento, y dejé con sumo cuidado el tablero
sobre la cama para ir hasta la ventana a apartar las cortinas: la
noche había caído hacía un buen rato y las mortecinas farolas de
las esquinas seguían siendo insuficientes para iluminar las callejas
de aquel pueblo que se resistía a entrar de lleno en el progreso.
Un tímido rayo de luna cruzó el
cristal. Seguí con la vista sus invisibles dedos hasta aquel peón
negro que se había comido a mi peón blanco, el cual reposaba ahora,
tumbado e inútil, sobre la colcha. Volví en dos zancadas y, tras
encender la lamparita de la mesilla, hice saltar mi caballo a la
posición adecuada, sabiendo que aquel Gambito era una de las jugadas
favoritas de padre. Casi podía visualizar la sonrisa ufana en su
rostro mientras me veía sudar, a la espera de su siguiente
movimiento. Clavé los ojos en el peón del caballo enemigo,
aguardando su salida con la respiración agitada y las manos
temblorosas. Nada. La pieza seguía inmóvil en su casilla y, como
ella, todas las demás.
“¿Qué esperabas, idiota?”
me recriminé, dejando caer los hombros, que tenía en involuntaria
tensión. “¿Acaso ahora crees en fantasmas?”
Sacudí la cabeza y alargué la
mano para guardar el juego, pero un súbito impulso me hizo cerrar un
instante los ojos. Al volver a abrirlos, allí estaba el peón negro,
protegiendo a su compañero. Entusiasmada, sin querer plantearme
ninguna opción racional, simplemente dejándome llevar, me arrellané
sobre la cama y seguí jugando, cerrando los ojos durante unos
segundos tras cada movimiento, atacando y defendiéndome, avanzando y
retrocediendo, arriesgando cada vez más, desplegando todos los
conocimientos que recordaba y los que no, también.
Estaba a un paso de la victoria o
de la derrota cuando cometí un error. Fui consciente de ello
demasiado tarde, cuando mis dedos habían perdido ya el contacto con
la madera de la dama blanca, que había quedado en una situación
insostenible, amenazada por la torre negra superviviente.
Desalentada, dejé caer los párpados, esperando encontrar, al volver
a abrirlos, a mi rey derribado sobre el tablero en señal del
inexorable jaque mate. Pero no. En lugar de comer mi dama con su
torre, las negras habían situado estratégicamente su alfil en
defensa de su rey, impidiendo que yo lo ejecutase pero perdonando la
vida al mío.
Mis ojos se llenaron de lágrimas:
ese movimiento dejaba la partida en tablas, sin ninguna duda.
¿Significaba aquello que me había perdonado o que era él quien
requería mi perdón? Daba igual, en ese instante me sentí en paz
con el universo por primera vez en mucho tiempo y habría jurado que
los labios de madre me besaban en la cabeza, aun sin rosquillas que
robar a sus espaldas, feliz porque hubiéramos acabado, al fin, con
aquella estúpida desavenencia.
Me tendí en la cama, sin
siquiera desvestirme, rodeando con mis brazos el juego de ajedrez y
acariciando el rey negro entre mis dedos. Me hice el firme propósito
de pedirle a mi hermana, antes de irme, la fotografía de padre que
estaba sobre la mesita del salón. Ya era hora de que hiciera
compañía a la de madre, que me sonreía a diario desde la cómoda
de mi dormitorio.
Ganador del III Concurso de Relatos "Enroque Corto" del Club de Ajedrez Enroque Corto Sahaldau (Puente Genil, Córdoba), enero 2025