sábado, 15 de febrero de 2025

LA HABITACIÓN ROSA

La escalera terminaba abruptamente frente a una puerta de color rosa. El hombre del traje gris, en precario equilibrio sobre los dos últimos peldaños, pegó a ella la oreja y contuvo el aliento. Del otro lado no llegaba ningún sonido, ningún movimiento.

Empuñó el picaporte y lo hizo girar despacio, estremeciéndose con el chirrido que arañaba el pesado silencio. Cuando la rendija fue lo bastante grande, introdujo por ella la cabeza para echar un vistazo. El acre olor le asaltó antes de que sus ojos se posaran sobre el montón de cadáveres que abarrotaban la alfombra, una alfombra del mismo tono rosado que la puerta, las cortinas, la colcha de la cama, la pintura de las paredes.

Soltó el picaporte, pero la puerta osciló con fuerza hacia él, haciéndole trastabillar y rodar escaleras abajo. Cuando al fin se detuvo, vio horrorizado que estaba tendido en lo alto de la pila de cuerpos, con los miembros paralizados y la garganta obstruida. Así pues, no pudo avisar al hombre del traje gris que, en ese mismo instante, asomaba la cabeza por la puerta rosa.

Publicado en la web "EstaNocheTeCuento.com" (Tema: "Escaleras") febrero 2025

viernes, 14 de febrero de 2025

IMPORTANCIA RELATIVA

Corrí a mi armario en busca de una camisa limpia: llegaba tarde al trabajo y mi hija de cinco años acababa de estampar su taza de chocolate en mi inmaculada pechera blanca. La niña me siguió, sin parar de repetir que lo sentía. “Si quieres, puedes usar mi vestido favorito, mami”, dijo con vocecilla llorosa. Detuve mi carrera de inmediato. La miré, le agradecí el ofrecimiento con una sonrisa y llamé a mi jefe para informarle de que me tomaba el día libre para ir con mi hija al Zoo.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, febrero 2025)


lunes, 27 de enero de 2025

LAS MANOS DE MI ABUELA

Mira esas manos arrugadas,

dedos gruesos, manchas pardas,

palmas leves como palomas blancas.


Esas manos que arrullan,

esas manos que cuidan,

que sostienen las tuyas

bajo el azar de la vida.


Esas manos que envuelven croquetas,

hornean pasteles o cuajan tortillas,

lo mismo que sanan una herida abierta

o trocan en alivio la peor pesadilla.


Esas manos que en tu niñez volaban,

pintando cuentos al caer la noche,

que reían contigo y contigo lloraban,

sin hacer nunca un solo reproche.


Son las manos de mi abuela,

que cantan cuando el río suena.

Son las manos de mi madre,

que danzan cuando el fuego arde.


Son mis manos, amor mío,

que al llegar la madrugada

te resguardarán del frío.


Y son tus manos, mi amor,

que a la niña de tus ojos

le brindarán su calor.

 

4º puesto en el XVIII Certamen Literario Nacional de Poesía de la Federación Local del Mayor de Castellón (enero 2025)

EL AGUA TAMBIÉN SIRVE

- Julián, despierta. -Pilar sacudió ligeramente a su marido-. Es la hora de tus pastillas.

El hombre parpadeó, momentáneamente confundido, para luego sonreír a su esposa con calidez y tomar entre las suyas la mano posada en su hombro. Pilar sonrió a su vez al sentir en su palma el cosquilleo de aquel beso suave que se repitió en la muñeca y luego comenzó a reptar por el brazo.

- ¡Julián! -lo regañó con voz firme aunque sin apartar la mano-. ¡Las pastillas!

El hombre compuso ese gesto pícaro que sabía irresistible para ella y le guiñó un ojo por encima de las gafas de lectura, que se le habían resbalado hasta media nariz, confiriéndole un aspecto de chiquillo desaliñado y travieso. Pilar meneó la cabeza tratando sin demasiado éxito de ocultar su regocijo y dio por terminada la inocente fechoría al extenderle el pastillero.

Julián suspiró, le soltó la mano a regañadientes y tomó la cajita, abriendo la tapa correspondiente al casillero del miércoles: dos grajeas azules y una cápsula blanca rodaban de un lado para otro en su cuadrado mundo de plástico, intentando escapar de aquellos dedos gruesos que apenas cabían en el reducido compartimento. No lo lograron: segundos después hacían submarinismo por el tracto digestivo del anciano. Pilar asintió, conforme, y tragó a su vez el comprimido rosado para su tensión.

- Listo. Hoy tenemos una sorpresa para cenar, así que date un paseo por el jardín.

Julián enarcó las cejas y la miró, inquisitivo, pero ella se limitó a hacer un mohín y un gesto invitador con el brazo hacia las cristaleras que comunicaban el salón con la terraza. El hombre gruñó para sus adentros: sus viejos huesos no soportaban bien el relente del invierno y el jardín, aunque pequeño, estaba muy húmedo por las tardes. Se levantó despacio del sillón de orejas donde había dormitado un buen rato con un libro entre las manos y, cuando ya empuñaba el picaporte, sugirió:

- ¿Y si me voy a ver la televisión al dormitorio?

Pilar aceptó el cambio con la condición de que no asomara la nariz hasta que ella le avisara y, cuando Julián desapareció tras la puerta del cuarto y se oyó a todo volumen el inconfundible sonido de una película del oeste -disparos, cascos de caballos y gritos apaches-, empezó los preparativos para esa cena especial.

Aunque era posible que su esposo no lo recordase -antaño nunca se olvidaba de las fechas importantes, pero en los últimos tiempos su memoria se había oxidado un tanto-, ese día hacía cincuenta años que les habían entregado las llaves de su casita. El hogar donde habían sido tan felices, donde habían criado a sus tres hijos, donde sus nietos les alegraban el corazón con sus frecuentes visitas y donde respiraban en paz cuando los adorables y ruidosos chiquillos partían de nuevo.

Parándose a escuchar cada vez que variaba el soniquete del televisor -ahora seguían los disparos pero con motores de fondo, seguramente de una persecución de coches, quizás una película policíaca-, se apresuró a despejar la mesita frente al sofá de su labor de ganchillo, el periódico de su marido, los libros de lectura de ambos y el tablero del parchís, y engalanarla con un vistoso mantel floreado rematado con encaje que utilizaba en contadas ocasiones.

Dobló con esmero las servilletas a juego, colocó encima los cubiertos, dispuso un par de copas frente a los platos de los domingos, y se detuvo de nuevo a escuchar: una potente voz de mujer entonaba ahora una conocida aria de ópera. Hizo varios viajes a la cocina y al terminar contempló satisfecha las apetitosas viandas repartidas por la mesita: finas lonchas de jamón y de lomo, tapitas de queso, canapés de salmón, tartaletas de ensaladilla y, como colofón, una bandeja de diminutos pasteles, de esos que se comen de un solo bocado, los favoritos de ambos.

Abrió la boca para llamar a su marido pero, antes de llegar a articular ningún sonido, la televisión enmudeció y un leve chirrido de picaporte anunció que el susodicho se había hartado de saltar de canal en canal en busca de un programa entretenido. A toda prisa, Pilar hizo desaparecer su delantal bajo unos cojines y colocó tras sus orejas unos rizos rebeldes que se escapaban de su corta melena. Carraspeó y entrelazó las manos, muy compuesta, esperando ver entrar a Julián en el salón, pero las manecillas del reloj corrían y no aparecía nadie. Finalmente, salió al pasillo y le encontró asomando la cabeza por la puerta entreabierta del dormitorio.

- ¿Ya? -casi chilló el hombre, con actitud expectante.

Pilar se echó a reír y con un gesto le animó a reunirse con ella, aunque en el último momento le pidió que cerrase los ojos: quería darle una sorpresa. Le guió hasta la entrada del salón y, con un suave toque en el brazo, le autorizó a mirar.

Julián abrió con cautela los párpados. Mientras jugaba con los botones del mando del televisor, había estado devanándose los sesos, intentando adivinar cuál podía ser la efeméride de ese día. Sabía que no era su aniversario hasta dos meses después y los cumpleaños de ambos ya habían pasado. Al ver los manjares que su mujer había dispuesto frente a la chimenea encendida, una chispa prendió en su cerebro. La miró y Pilar se emocionó al ver relucir las lágrimas en sus ojos pardos, reflejo del brillo que humedecía los suyos propios.

- ¿Recuerdas aquella tarde? -susurró ella con voz ronca, colgándose de su brazo mientras caminaban juntos hacia la mesita.

- Por supuesto -respondió él, inclinando la cabeza apenas para depositar un beso en los labios de su esposa-. Nos acababan de dar las llaves y aún no teníamos ningún mueble, pero lo celebramos con un picnic por todo lo alto.

Pilar rió, recordando.

Con un montón de periódicos viejos y un par de tablones abandonados por los obreros habían encendido una alegre fogata. Frente a ella habían extendido la manta escocesa que siempre llevaban en el coche y, sentados en el suelo del salón desierto, habían compartido entre risas excitadas un bocadillo de mortadela.

- No nos llegaba para jamón ni pasteles en aquella época -evocó Pilar, meneando la cabeza-. Todo el dinero había ido a parar a la casa.

- Ni falta que hacía: aquel bocadillo me supo a gloria.

Rieron juntos, como cincuenta años atrás, y Pilar se ruborizó al recordar cómo la pasión de Julián le quitó el frío cuando se extinguió la lumbre.

- Por ti -dijo Julián, alzando su copa.

- Por nosotros -respondió Pilar, imitándole.

- Y por nuestro hogar -remachó él.

Y apuraron de un trago el clarete -un lujo prohibido por el médico pero en fin, un día es un día-, replicando el mismo brindis de cincuenta años atrás, si bien en aquella ocasión, a falta de vino, lo hicieron con vasos de plástico llenos de agua del grifo.

2º puesto en el XVIII Certamen Literario Nacional de Narrativa de la Federación Local del Mayor de Castellón (enero 2025)

jueves, 16 de enero de 2025

TABLAS

Sabía que padre andaba delicado de salud en los últimos tiempos, por lo que no supuso una gran sorpresa la llamada de mi hermana para comunicarme su fallecimiento. Hacía mucho que me había distanciado de él, desde que mi elección de estudios alzó entre nosotros un muro de conflictos y reproches, por lo que tuve que rebuscar en mi interior para determinar qué sentimiento me provocaba esta pérdida. Lo que finalmente hallé fue una lánguida melancolía, un leve deseo de que las cosas hubieran sido diferentes y poco más. Nada que ver con el huracán que me arrasó por dentro y por fuera cuando murió madre; al fin y al cabo, siempre había estado más unida a ella.

En cualquier caso, no podía faltar al funeral: preparé una maleta ligera y puse rumbo al caserón de mi niñez. Doblar la última curva de la cuesta que descendía entre mares de olivos, y distinguir el pueblo en el centro del valle, dejándose acariciar por los últimos rayos del sol de la tarde, y cruzar el puente de la carretera, sombreado aún por docenas de chopos que, en esta época del año, lucían sus más bellos tonos rojos y dorados, y enfilar el camino de entrada, que seguía sin asfaltar en condiciones, con la gravilla golpeteando los bajos del coche en alegre bienvenida, y detenerme en la plazuela, bajo el olmo centenario abrazado por la hiedra, y contemplar la fachada de piedra y adobe, con los postigos de madera pintada de verde y la enorme puerta tachonada que resguarda el patio. Y sentirme niña otra vez, y desear correr a la cocina a abrazar a madre y, mientras ella me besa en la cabeza, robarle por detrás una rosquilla recién hecha, a sabiendas de que se ha dado cuenta pero no me reñirá. Todo eso se me agolpó en el pecho y me cerró la garganta, y tuve que parpadear a toda prisa para evitar que unas lágrimas delatoras se me escapasen a traición.

Bajé del vehículo aparentando una calma que no sentía, cruzando los dedos para que nadie oyese los retumbos que me brotaban con fuerza detrás del esternón. Cuando se abrió la puerta y una silueta femenina se recortó contra la penumbra del portal, tuve que contenerme para no llamar a madre, y me apresuré a abrazar a mi hermana, que escondió la rojez de sus ojos en mi hombro como yo escondí mi turbación en el suyo.

“Anda, pasa” me dijo, tomándome de la mano y guiándome entre la marabunta de familiares y paisanos que abarrotaban la casa. A la mayoría de ellos hacía años que no los veía, a muchos no los recordaba más que en una vaga nebulosa, y a unos cuantos ni siquiera los reconocía. A mi paso se derramaban los murmullos: “es la hija mayor, la que se fue a la capital”; “estaban peleados, hacía tiempo que no se hablaban”; “no pisaba la casa desde que murió su madre”; “ni se ha molestado en ponerse de luto, qué falta de respeto”. Era cierto, no había caído en la cuenta de que la gente del pueblo sigue manteniendo las formas con una rigidez que yo había abandonado con alivio, como quien se desprende de una piel vieja y rancia.

Mi hermana me apretaba la mano a intervalos, según un código morse privado que yo debía haber olvidado, si es que alguna vez lo habíamos tenido. Su mirada, que se empeñaba en cruzarse con la mía, me lanzaba de cuando en cuando destellos de: “tú, ni caso, ya sabes cómo son”. En otro momento quizás me habría sentido molesta o incluso herida, pero ese día tenía la cabeza en otro sitio y la maravillosa sensación de que todo aquel chismorreo me resbalaba como el agua bajo la ducha.

El trámite de presentar mis respetos a padre fue breve y aséptico. Aquel rostro consumido me resultaba mucho menos evocador que la fotografía enmarcada que había visto, fugazmente, sobre la mesita del salón. Sus rasgos severos, afilados, sus ojos duros y las marcadas arrugas de la ancha frente habían permanecido, sin mi permiso, en las sombras de mis recuerdos. De súbito, empezaron a agobiarme aquellas manos que invadían mi hombro, aquellas palabras de consuelo que me raspaban los oídos, aquellas miradas que me escrutaban en busca de unos sentimientos que yo no estaba dispuesta a compartir. Salí huyendo del cuarto.

Mi hermana no tardó ni cinco minutos en encontrarme, en el refugio más obvio: el dormitorio que ocupaba de niña, sentada sobre la colcha de cuadros verdes y amarillos que cubría la cama, los hombros caídos, las manos entrelazadas sobre las rodillas, los ojos clavados en la alfombrilla desde la que me sonreía, algo desvaído, el dibujo de un gato. Se sentó junto a mí y se limitó a rodearme con su brazo en un silencio que duró una eternidad, aunque las agujas del reloj de la cómoda sólo dieran unos pocos pasos.

“Papá dejó algo para ti” me dijo, con su voz suave más suave que nunca.

Se levantó y sacó del armario un cofrecillo de madera que reconocí de inmediato: el juego de ajedrez de padre. Lo dejó en mi regazo y salió sigilosamente, cerrando la puerta al bullicio de la planta baja y abandonándome a mis pensamientos.

Deslicé los dedos por la superficie de cuadros blancos y negros. Era una caja taraceada que contenía en su interior todas las piezas del juego talladas a mano. Las volqué sobre la cama para abrir por completo el estuche, cuyas dos mitades encajaron a la perfección formando el tablero. Mis dedos, en un alarde de independencia, colocaron las piezas, una a una, en sus lugares correspondientes. Cuando el tablero estuvo listo para iniciar la partida, la voz de padre resonó en algún lugar de mi cerebro: “El ajedrez es como montar en bicicleta, nunca se olvida”. Sonreí y avancé, con un ligero empujoncito, el peón de rey blanco.

Fue padre quien me enseñó a jugar, con ese mismo ajedrez. De niña, cenaba a toda prisa y acumulaba los platos sucios en el fregadero, en precario montón, para despejar cuanto antes la mesa y poder disputar la partida de rigor. Él no tenía piedad: afirmaba que no me haría ningún favor dejándome ganar, así que me vencía noche tras noche, certero e implacable, si bien los lances cada vez iban durando un poco más, a la par que se acentuaba en sus ojos aquel brillo que, quería yo pensar, indicaba su satisfacción con mis progresos. La primera vez que su rey negro rodó por el tablero, mis quince años no pudieron contener un grito alborozado; él se limitó a fruncir los labios -no sé si reprimiendo su disgusto por haber perdido o su orgullo porque yo hubiera ganado- mientras guardaba las piezas en el interior de la caja con su inalterable parsimonia.

Cuando me marché, a pesar de las duras palabras que intercambiamos -dolorosas saetas que aún me escuecen en el alma-, lo primero que hice nada más instalarme fue comprar un pequeño juego de ajedrez magnético, guardado en una primorosa cajita que cabía en mi mochila. Lo llevaba conmigo a todas partes. En cualquier rato libre de que disponía, sacaba el estuche y me dedicaba a practicar las jugadas que había estudiado con él o a plantearme retos a mí misma o incluso a desafiar a otros compañeros interesados en el juego. Llegué a inscribirme en algún torneo universitario, en el que quedó patente mi limitado nivel y todo lo que aún me quedaba por aprender; a falta tanto de maestro como de tiempo, lo fui abandonando hasta arrumbar la cajita en el fondo de algún armario olvidado.

Supongo que la muerte de madre y la frialdad con la que me recibió en aquella terrible ocasión contribuyó a que la brecha que nos separaba se hiciera aún más profunda, a pesar de los bienintencionados esfuerzos de mi hermana, que siempre se las arreglaba para incluir un “papá te manda recuerdos” en nuestras asiduas conversaciones telefónicas, sin que yo entrase al trapo ni una sola vez, convencida de que era cosa suya y no de él. Desde entonces, no volvimos a cruzar una palabra, ni una letra, ni una mirada. Y ahora que no tenía remedio, como suele ocurrir, me arrepentía profundamente de no haberle visitado, de no haber hecho las paces con él antes del fatal desenlace.

Cuando el surco de una lágrima se abrió paso por mi mejilla, suspiré profundamente y traté de atraparla con el dorso de la mano. Demasiado tarde: al no hallar la rebelde gota entre mis dedos, bajé la vista para localizar su rastro sobre el tablero. Y allí, junto al diminuto charquito, estaba el peón de rey negro, frente a frente con mi peón blanco. Parpadeé, atónita. ¿Cuándo había movido yo aquella pieza? ¿Tan distraída estaba regodeándome en mi autocompasión que ni siquiera me había dado cuenta? Y tenía que ser eso, porque cualquier otra posibilidad se me antojaba de todo punto inverosímil. Sin embargo... una singular inquietud me retorcía las entrañas. Saqué mi peón de alfil, en mudo ofrecimiento, y dejé con sumo cuidado el tablero sobre la cama para ir hasta la ventana a apartar las cortinas: la noche había caído hacía un buen rato y las mortecinas farolas de las esquinas seguían siendo insuficientes para iluminar las callejas de aquel pueblo que se resistía a entrar de lleno en el progreso.

Un tímido rayo de luna cruzó el cristal. Seguí con la vista sus invisibles dedos hasta aquel peón negro que se había comido a mi peón blanco, el cual reposaba ahora, tumbado e inútil, sobre la colcha. Volví en dos zancadas y, tras encender la lamparita de la mesilla, hice saltar mi caballo a la posición adecuada, sabiendo que aquel Gambito era una de las jugadas favoritas de padre. Casi podía visualizar la sonrisa ufana en su rostro mientras me veía sudar, a la espera de su siguiente movimiento. Clavé los ojos en el peón del caballo enemigo, aguardando su salida con la respiración agitada y las manos temblorosas. Nada. La pieza seguía inmóvil en su casilla y, como ella, todas las demás.

“¿Qué esperabas, idiota?” me recriminé, dejando caer los hombros, que tenía en involuntaria tensión. “¿Acaso ahora crees en fantasmas?”

Sacudí la cabeza y alargué la mano para guardar el juego, pero un súbito impulso me hizo cerrar un instante los ojos. Al volver a abrirlos, allí estaba el peón negro, protegiendo a su compañero. Entusiasmada, sin querer plantearme ninguna opción racional, simplemente dejándome llevar, me arrellané sobre la cama y seguí jugando, cerrando los ojos durante unos segundos tras cada movimiento, atacando y defendiéndome, avanzando y retrocediendo, arriesgando cada vez más, desplegando todos los conocimientos que recordaba y los que no, también.

Estaba a un paso de la victoria o de la derrota cuando cometí un error. Fui consciente de ello demasiado tarde, cuando mis dedos habían perdido ya el contacto con la madera de la dama blanca, que había quedado en una situación insostenible, amenazada por la torre negra superviviente. Desalentada, dejé caer los párpados, esperando encontrar, al volver a abrirlos, a mi rey derribado sobre el tablero en señal del inexorable jaque mate. Pero no. En lugar de comer mi dama con su torre, las negras habían situado estratégicamente su alfil en defensa de su rey, impidiendo que yo lo ejecutase pero perdonando la vida al mío.

Mis ojos se llenaron de lágrimas: ese movimiento dejaba la partida en tablas, sin ninguna duda. ¿Significaba aquello que me había perdonado o que era él quien requería mi perdón? Daba igual, en ese instante me sentí en paz con el universo por primera vez en mucho tiempo y habría jurado que los labios de madre me besaban en la cabeza, aun sin rosquillas que robar a sus espaldas, feliz porque hubiéramos acabado, al fin, con aquella estúpida desavenencia.

Me tendí en la cama, sin siquiera desvestirme, rodeando con mis brazos el juego de ajedrez y acariciando el rey negro entre mis dedos. Me hice el firme propósito de pedirle a mi hermana, antes de irme, la fotografía de padre que estaba sobre la mesita del salón. Ya era hora de que hiciera compañía a la de madre, que me sonreía a diario desde la cómoda de mi dormitorio.

Ganador del III Concurso de Relatos "Enroque Corto" del Club de Ajedrez Enroque Corto Sahaldau (Puente Genil, Córdoba), enero 2025

viernes, 10 de enero de 2025

EL ELEGIDO

Los mensajes no paraban de llegar a mi buzón. Prometían una mansión en las Caimán, un yate en el Caribe, un billete de lotería premiado. Y no me costaría ningún dinero, solo debía responder “SÍ” a uno de ellos. Pero no acababa de decidirme. Hasta el día en que mi vecino recogió uno que se me había caído al suelo: respondió y le llovieron los millones. Yo los había quemado todos y esperé, ansioso, a que llegase el siguiente. Pero la Fortuna no volvió a llamar a mi puerta.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, enero 2025)

 

martes, 7 de enero de 2025

CAZA Y CAPTURA

El velero no hacía el menor ruido al deslizarse sobre las aguas calmas de medianoche frente a las costas de Rincón de la Victoria. Donde se juntan ambas amuras, lucía imponente Noctiluca con su capa de satén dorado cubriendo su corpachón, flagelo al viento, fosforesciendo en tonos azules y verdosos contra la luna menguante. A popa, un Hipocampo sostenía con firmeza el timón, guiando la nave paralela al litoral. Con una extrusión seguida de un complicado contorsionismo, un Cefalópodo con gorra de capitán se escurrió a través del ojo de buey de su camarote y aterrizó en cubierta. Uno de sus tentáculos lanzó al agua, de improviso, un afilado arpón. Se oyó un chapoteo, un gemido, y el grito triunfante de Noctiluca: ya tenían mascarón de proa. El Hipocampo, cabizbajo, sintiéndose algo zonzo, apartó la vista para que nadie adivinase que estaba enamorado de aquella Sirena.

Publicado en el libro recopilatorio del VIII Concurso de Microrrelatos del Círculo Cultural Bezmiliana (Rincón de la Victoria, Málaga), enero 2024

sábado, 4 de enero de 2025

TRABAJO DE INGENIERÍA

Miguelito llevaba ya un buen rato quieto. Demasiado rato y demasiado quieto, en opinión de su padre, que le echaba un vistazo de reojo de vez en cuando, con la desconfianza propia de quien conoce bien a su retoño. Con sólo cinco años, el muchachito era un espíritu travieso y bullicioso, poco dado a aficiones tranquilas como la lectura, el dibujo o los puzzles, con los que su hermana mayor, a su edad, solía estar entretenida durante horas . Miguelito, en cambio, era más propenso a saltar sobre el sofá enarbolando un sable pirata imaginario, o a encaramarse a la mesa del salón en implacable persecución de una mosca, o incluso a lanzar globos de agua por la ventana, con el consiguiente y comprensible disgusto de los transeúntes que acertaban a pasar por debajo.

En esta ocasión, el niño permanecía sentado en el suelo con las piernas cruzadas, sin quitarle ojo al equipo de música, fascinado por aquellas rayitas luminosas que subían y bajaban, incansables. Le había preguntado mil veces a su padre cómo funcionaba el aparato y quién movía aquellas lucecitas, llegando incluso a cavilar si allí dentro se habrían metido un montón de señores vestidos de pingüino, con instrumentos y todo, como los de la orquesta que fueron a ver en Navidad, pero en pequeñito.

El padre contenía la risa y movía la cabeza. Le hablaba de circuitos, transistores, cables y válvulas, pero el niño no escuchaba: era mucho más divertido imaginarse a esos hombrecillos diminutos tocando el piano, el violín y la flauta, que prestar atención a aquella jerga incomprensible.

La madre, que aparentaba estar absorta en la lectura de una gruesa novela, también tenía serias dificultades para reprimir su hilaridad ante aquellos peculiares intercambios de palabras -que no de ideas- entre ambos. Finalmente, dejó el libro a un lado y, mascullando una excusa ininteligible, desapareció durante varias horas en el desván. Al regresar, con los ojos brillantes y una traviesa sonrisa, llevaba entre sus brazos una antigua radio de su abuela, que depositó con mimo sobre la mesa de comedor mientras llamaba la atención de Miguelito.

El chiquillo contempló ceñudo el aparato: una gran caja de madera, una ventana llena de números con una línea vertical de color rojo, y un enorme botón redondo en el centro. Eso era todo. Hizo una mueca, contrariado: eran mucho más interesantes las lucecitas danzarinas y, ya se daba la vuelta para regresar con su padre y el moderno equipo de música, cuando la madre alzó la cubierta trasera y le instó a mirar en el interior.

Miguelito abrió muy grandes los ojos, que se encendieron con esas chispitas de ilusión que sólo tienen los niños, y dio palmas ruidosamente, riendo con deleite. El padre, intrigado, se acercó a mirar también y elevó las cejas, sorprendido por el detalle y la variedad de los muñequitos de plastilina cubiertos con diminutos trocitos de tela negra, que interpretaban con una variopinta colección de instrumentos -no todos reconocibles- una melodía carente de sonido pero colmada de fantasía.

Años después, Miguelito -ahora el ingeniero de telecomunicaciones Miguel- aún conserva aquella radio, junto a la que su madre le sigue sonriendo desde un marco de plata.

Finalista en los Premios Literarios Constantí 2024 (enero 2025)

miércoles, 1 de enero de 2025

EL BISABUELO PINTOR

Harto ya de retratar ciudades moribundas, campos marchitos, pueblos desiertos, me instalé en la playa para probar suerte con una marina. Tras horas de mezclar colores, derrochar pinceladas y revisar con ojo crítico lo que tenía ante mí, quedé al fin satisfecho con el resultado: el cielo plomizo se cernía sobre un mar espeso que apenas chapoteaba, negruzco, en una orilla de arena gruesa sembrada de plásticos; un delfín flotaba en una esquina, preso en redes, y mi imaginación había añadido en primer plano una sirena de cola opaca y rizos algosos.

Corrí a casa con el lienzo, a buscar en el desván algún trapo para cubrirlo, y el que elegí reveló una acuarela pintada -según constaba en la firma- por mi bisabuelo. Abrumado, contemplé aquel cuadro idéntico al mío y, sin embargo, tan distinto: el cielo luminoso, el mar bravío, la arena blanca salpicada de conchas... su delfín saltaba, casi sonriente, en un arco perfecto, y su sirena tenía escamas brillantes y cabellera dorada. En ese instante, tomé dos importantes decisiones para ambos cuadros: colgar el del bisabuelo en el salón y, pese a ser tres de agosto, encender la chimenea para el mío.

Finalista mensual en el XI Certamen de Microrrelatos Javier Tomeo. Publicado en la revista "Compromiso y Cultura" nº 121 (Asociación Literaria y Artística Poiesis), enero 2025

jueves, 19 de diciembre de 2024

LA HERENCIA DEL FLAUTISTA

En las playas de Rincón de la Victoria cundió el desasosiego. Todos acudían al borde del mar con la esperanza de que la noticia no fuera más que una broma de mal gusto, pero no: se acercaba desde más allá de las nubes a una velocidad vertiginosa. Con un brusco frenazo, el árbol amerizó y sus frutas se bajaron para nadar hacia la orilla con unos bracitos delgados como ramitas, con los cuales se aferraron a las piernas de aquellas buenas gentes mientras chillaban con voces agudas: “¡mami! ¡papi! ¡abuela!...”

Los aludidos meneaban la cabeza, espantados, y huían de aquellos extraños seres en los que no reconocían rasgo familiar alguno, dejando tras de sí un caótico reguero de mondas y zumo. Sigue siendo un misterio el por qué de la singular transformación, pero nunca volvieron a saber de sus retoños, como en un moderno Hamelín.

Finalista del mes en el IX Concurso de Microrrelatos del Círculo Cultural Bezmiliana (Rincón de la Victoria, Málaga), noviembre 2024