miércoles, 30 de abril de 2025

NO ES TAN FÁCIL

-¿Estás seguro, mi buen Sancho?

Alonso mira con desconfianza la máquina que exhala densas columnas de humo negro.

-Que sí, mi señor. Que ya está bien de tanto trajín: nos merecemos un cambio de aires.

Arroja un grueso libro a una papelera cercana, donde cae sobre los restos de un plátano pasado, y trepa por la escalerilla, instando a su compañero a seguirle.

Recorren el tren escudriñando cada compartimento, pero ninguno parece satisfacer a Sancho: espadachines con sombreros emplumados en plena escaramuza; un submarino perseguido por un calamar gigante; un enorme caballo de madera vomitando guerreros armados hasta los dientes; chavales con túnicas negras lanzándose rayos con palitos; una ciudad ardiendo hasta los cimientos.

-¿Tan difícil es hallar un sitio tranquilo? -rezonga.

Cuando ya comienza a desesperar, encuentran un departamento ocupado por dos mujeres jugando a las cartas. Sancho pregunta si pueden acompañarlas.

-Por supuesto -responde la más galana-. Ella es Teresa y a mí podéis llamarme Dulcinea. ¿Sabéis jugar a la brisca?

Ambos asienten, se acomodan y comienzan una partida. Alonso mira arrobado a la dama, Sancho intercambia sonrisas con la amiga. Y, en un rincón, un grueso ejemplar de “El Quijote” exhala cierto tufillo a plátano pasado.

Publicado en la web "EstaNocheTeCuento.com" (Tema: "Quijoterías"), abril 2025

martes, 29 de abril de 2025

EN EL DESVÁN

Bostezo. Me desperezo. Vuelvo a bostezar. Dormito otro rato y me desperezo de nuevo, con otro par de bostezos. Esto es aburridísimo.

Desde que me arrumbaron sin miramiento alguno en este desván polvoriento, no levanto cabeza. Estamos casi siempre a oscuras: en los días más despejados apenas consigue filtrarse un delgado hilo de sol a través del sucio ventanuco que se pega al techo en una esquina, supongo que tratando de captar algo más de luz. El resto del tiempo no vemos absolutamente nada, ni siquiera unos a otros, así que nos distraemos contando historias. Cada uno cuenta retazos de su vida pasada, antes de quedar relegados al olvido, etiquetados como “trastos viejos”.

El enorme baúl de recia madera que reposa, flemático, junto a la puerta, con sus hebillas de metal que han perdido el brillo y hoy lucen herrumbrosas, abre de par en par su pesada tapa para que los trajes de época que contiene puedan respirar un poco de aire fresco. “Este olor a naftalina es insoportable”, protesta una pamela de paja adornada con un airoso lazo rosado, y aprovecha la repentina libertad para desplegar su ala y ejecutar un vuelo rasante, levantando una densa polvareda del suelo de madera que lleva lustros sin barrerse. Los ropajes de los antepasados familiares van saliendo poco a poco del arcón, con más mesura y menos bríos, y se acomodan en una vieja silla de enea desfondada, un taburete en precario equilibrio sobre tres patas, un banco de hierro forjado al que le falta un brazo, o una mecedora de mimbre que chirría, lastimera, en cuanto empieza a balancearse.

Un sofá de terciopelo raído, que en otro tiempo fue granate, se esponja orgulloso al ser elegido por una distinguida casaca de brocado y un vestido de muselina de un indefinido color pastel para pelar la pava sobre sus aún mullidos cojines. Con el entusiasmo, se le salta un muelle y debe añadir, compungido, un agujero más a su ya extenso catálogo de desperfectos. Sus ocupantes restan importancia al incidente y le consuelan acariciando con suavidad su tapizado mientras la pamela, que sigue haciendo de las suyas, pasa rozando el respaldo y, con el extremo colgante de su lazo, le alborota todos los encajes del cuello al vestido. Éste protesta indignado y sacude en el aire la gasa de sus mangas con gesto amenazante.

Los últimos en brotar del baúl, como setas, son los zapatos. Elegantes botines de piel, finas sandalias adornadas con cuentas de colores, altas botas militares y bailarinas sin pareja se desperdigan por doquier como una riada alegre y parlanchina. Un par de tacones dorados, a uno de los cuales le falta el tacón, prefieren quedarse en el fondo del cofre, ahora casi vacío: están enfrascados en una partida de mus con unos vivarachos zapatos de fiesta de charol negro algo deslucidos, y las apuestas están al rojo vivo. En la penumbra de este nublado atardecer, emito un suspiro -quizá me ha salido en exceso melodramático, pero la ocasión lo merece- al ver asomar sobre el borde del baúl a un escarpín forrado de seda china con bordados en hilo de plata. Su pareja le sigue a corta distancia, aunque el porte de ambos es muy desigual: orgulloso por demás el primero, altanero podría incluso decirse, mientras su compañero avanza tímidamente, siempre un paso por detrás, la puntera gacha, sin cruzar con nadie la mirada. Cualquiera pensaría que son de distinta talla, tan encogido se muestra éste frente al rotundo empaque de aquél.

¿Y a qué viene mi teatral suspiro?, os preguntaréis. Ciertamente, si aguardáis un momento lo podréis averiguar por vosotros mismos. Este escarpín adolece de una soberbia sin igual, presumiendo incansable de haber pertenecido a un Rey de Francia. A todos nos mira por encima del hombro y no deja de anunciar su inminente marcha de este “cochambroso averno”, según sus propias palabras, pero el caso es que lleva aquí una eternidad, como la mayoría de nosotros, y por el variopinto calzado que se va incorporando con cuentagotas a nuestra peculiar comunidad, no tiene visos de que la moda vaya a rescatarlo de aquí a una fecha cercana.

Sin embargo, le soportamos porque narra unas historias fabulosas. Sospechamos que se las inventa sobre la marcha y que ninguna de ellas ha sucedido en realidad, al menos no tal y como él las cuenta, pero hay que reconocerle el mérito de la enorme imaginación que despliega para situar escenarios, describir personajes, detallar ambientes y situaciones, y en definitiva, construir un relato tan entretenido que nos tiene a todos pendientes de cada una de sus palabras. Sin ir más lejos, hay una mesita taraceada que tan sólo cuenta con algunos arañazos en sus patas labradas y que, con un poco de barniz y una buena limpieza, haría un excelente papel en el mejor de los salones de la mansión. Según nuestro singular escarpín, este mueblecillo en cuestión es el único digno de sostener su augusta suela puesto que arribó a nuestras costas procedente de un bajel morisco; en él viajaba un príncipe sarraceno que la tenía en gran estima y que, al percatarse de que la marea arrastraba su barco hacia los acantilados, prefirió dejarla flotando a la deriva antes que ver cómo se hacía añicos entre las aguzadas rocas.

Aquí es donde el vetusto espejo con marco dorado de la bisabuela, a falta de ojos que poner en blanco, nubla por completo su superficie en muda protesta por semejante retahíla de disparates. Para empezar, nuestra casa no está situada en la costa, por lo que difícilmente podría haber llegado la mesita hasta ella desde un barco. Por otro lado, si la marea empujaba el navío hacia las rocas -acantilados tampoco hay en los alrededores, hizo notar cierto día un viejo aparato de vídeo muy versado en geografía- la mesita debería haber seguido el mismo camino puesto que, que se sepa, carecía de remos y de habilidades natatorias. Finalmente, alguien sugiere entre murmullos que, de haber permanecido en el agua tanto tiempo como se supone, su madera se habría hinchado, quedando deformada e inservible. Sospecho que ese “alguien” es un aparador estilo imperio que, según nos contó él mismo en una ocasión, estaba siendo trasladado en un carro sin techo cuando estalló una formidable tormenta; desde entonces es incapaz de cerrar sus puertas en condiciones, el pobre.

Aun así, cuando el escarpín trepa a la mesita -que reluce de orgullo en las sombras por ser el centro de atención, aunque sea en segundo plano-, el silencio se adueña del desván. Hasta el anticuado reloj de pie que, de cuando en cuando, tiene el antojo de echar a balancear su péndulo y hacer sonar el carrillón a las y veintes y a las menos diez, enmudece por completo y coloca sus agujas en posición horizontal porque, según dice, así escucha mejor. Y, en esa atmósfera de expectación, el escarpín va hilvanando sus cuentos poco a poco, como quien desenreda una madeja de lana con sumo cuidado para no formar nudos.

Algunas veces, los protagonistas son los propios compañeros de encierro, que ven cómo su vida da un inesperado giro y pasa de anodina o vulgar a aventurera o romántica o incluso épica. Así, un juego de tazas de café desportilladas puede haber salvado la vida a un anciano atacado por una manada de lobos, perdiendo la jarrita de la leche el asa en el lance. Una ajada maleta de piel puede haber dado la vuelta al mundo en pos de un neceser de cuero, secuestrado por una malvada madre de familia. Y esa bicicleta que yace medio desmontada en el rincón más apartado puede haber sido, en sus años mozos, la campeona de la más dura etapa de montaña del Giro de Italia.

Otras veces, sus relatos se refieren a hechos fantásticos o imposibles, aunque él insiste en que son completamente verídicos, y lo cierto es que a todos nos resulta indiferente: contenemos la respiración hasta llegar al final feliz -siempre feliz, eso sí, cosa que le agradecemos inmensamente- y entonces, un suspiro general barre las sombras y el polvo y las telarañas, y por un instante, nadie recuerda -o a nadie le importa- el monótono retiro forzoso en el que vivimos.


Esta mañana, algo cambia en la casa. Se oyen ruidos extraños y voces distintas a las habituales, y también risas. ¡Risas! Hacía años que semejante sonido no rebotaba por estas venerables paredes. Aguzando el oído, todos estamos de acuerdo en que parecen carcajadas infantiles. Niños... ¡cuántos recuerdos, qué añoranza despierta en mí esa palabra! La expectación aumenta por momentos cuando las voces -y las risas, también las risas- ascienden por las escaleras. Un piso, dos, el alargado pasillo, el último tramo de peldaños, esos que, a falta de tránsito frecuente, crujen con cada paso. Y, de pronto, se abre la puerta y un par de deliciosas criaturas irrumpen en nuestro mausoleo.

Nadie osa moverse lo más mínimo mientras las dos muchachitas lo revuelven todo entre chillidos de sorpresa y exclamaciones de alegría cada vez que tropiezan con algún objeto que llama su atención. Al cabo, encuentran el arcón de las ropas antiguas y entre las dos consiguen alzar la tapa para extraer los tesoros que guarda en su interior. “¡Este, y este, y este también”, van diciendo ante cada traje, apilándolos en confuso montón sobre el gastado sofá. La pamela de paja, que apenas puede contener el temblor de excitación que la invade, acaba adornando la cabeza de la más pequeña, y Dios sabe lo que le habrá costado no lanzar al viento su lazo de color rosa acompañado de un sonoro “¡hurra!”. Entonces, la más mayor -apenas dos o tres años de diferencia deben separarlas, no más- se incorpora sujetando algo entre las manos con cuidado, me atrevería a decir que con reverencia.

¡Es nuestro escarpín cuentista! Su hermana -debe serlo, el parecido es asombroso- se inclina a su vez y, a base de rebuscar, localiza el segundo zapato que, curiosamente, posee ahora el mismo porte regio de su pareja. Un espantado murmullo recorre la estancia, si bien las pequeñas no se percatan, absortas como están con su descubrimiento. “¡Se lo llevan! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Moriremos de aburrimiento!”, es el sentir general. Y, en efecto, olvidadas sobre el sofá el resto de prendas, las niñas corren escaleras abajo con los escarpines y la pamela, al grito entusiasmado de: “¡Mamá, mamá, es perfecto! ¡Va a ser el mejor disfraz de toda la escuela!”.

Un golpe de viento procedente de no se sabe dónde nos vuelve a enclaustrar con un sonoro portazo, poniendo fin con una nube de polvo al breve y accidentado interludio. Los vestidos se levantan y se sacuden para recuperar la dignidad perdida; el reloj de pared la emprende a campanillazos, en indignado abucheo; el espejo de la bisabuela, considerando insuficiente nublar su cristal, lo vuelve por completo opaco; y la mesita taraceada ha perdido la verticalidad y yace derribada en el suelo, nadie sabe si a causa del torbellino que acaba de arrasarnos o por iniciativa propia, en señal de duelo por el camarada perdido.

Durante todo el día persiste el inusitado revuelo en las plantas inferiores pero, al filo del atardecer, cuando la luz oblicua que apenas logra traspasar el sucio cristal del ventanuco empieza a apagarse, se oye el rumor de un automóvil que se aleja y el acostumbrado manto del silencio vuelve a caer sobre la casona. Un silencio que ahora se nos antoja más pesado, más denso, casi irrespirable. Porque somos conscientes de que la engolada voz del escarpín bordado en plata no volverá a transportarnos a sus mundos imaginarios, no volverá a llenar nuestras horas desterrando el tedio al que esta vida insulsa nos condena.

Ah, pero no hay que rendirse, me digo a mí mismo, irguiéndome muy tieso sobre el escritorio de bambú apoyado sobre cuatro tacos de madera porque alguien le serró las patas en un lejano pasado. Susurro muy cerca de sus cajoncitos y éstos comienzan a abrirse y cerrarse sin orden ni concierto hasta que, en uno de ellos, encuentro algo que puede servir para mi propósito: un diario de desgastadas tapas de cuero que se abre para mí, ofreciéndome sus amarillentas hojas en blanco. Reúno los últimos restos de la tinta que queda en mi delgado cuerpo y acometo con valentía la ingente tarea de transcribir los cuentos que el escarpín nos regaló durante tantas tardes de asueto forzoso.

Aunque tenga que inventarme yo mismo nuevas historias.

Finalista en el X Certamen de Narrativa "Allende Sierra" (abril 2025)


sábado, 26 de abril de 2025

LA NAVAJA DE OCKHAM

En el barrio se decía que a Mari Puri se la había llevado un fantasma.

Los viejos de la taberna comentaban a voces, entre envite a chica y órdago a grande, entre botellín y carajillo, que se lo había buscado ella solita, por andar por esas calles de Dios a horas tan tardías y con faldas tan cortas. Las vecinas murmuraban en la misa de diez, mientras se santiguaban y reprendían con la mirada a los monaguillos que se hurgaban la nariz, que había sido cosa del demonio, que siempre la había rondado por ser tan descarada.

Yo sabía que en casa de Mari Puri no había fantasmas ni demonios, sólo un marido celoso y posesivo, pero no podía ir a la comisaría a pedir que desenterrasen el cuerpo del sótano: el jefe de policía no vería con buenos ojos esa intromisión en su hogar.

Ganador del V Concurso de Relatos "Maribel Redondo" de la Asociación Vecinal "La Unidad de Villaverde Este", en la categoría de microrrelato (Villaverde, Madrid), abril 2025

viernes, 25 de abril de 2025

LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO

Si alguna vez vienes a mi barrio, procura esquivar esa calle. Sí, esa callejuela de aspecto inofensivo, la que sale perpendicular a la avenida principal por la que circulan montones de coches haciendo todo el ruido del mundo, y montones de personas mirándose los pies, sin atender a lo que les rodea, fijo el pensamiento en llegar lo antes posible a su destino para abordar el siguiente asunto del día, y así uno tras otro, van cerrando temas, liquidando cuentas pendientes, corriendo hacia otro objetivo que tampoco se tomarán el tiempo de disfrutar.

Eso sí, ninguno de ellos girará en la esquina de la antigua zapatería, hoy con los cierres echados y llenos de grafitis, los escaparates empapelados por dentro, y un sobrio cartel que informa a los transeúntes de que los buenos tiempos no volverán. Ninguno de ellos encauzará sus pasos hacia las aceras de esa callejuela, sucias y con las baldosas desparejadas, tan estrechas que casi hay que caminar por ellas haciendo equilibrios para no caer a la calzada. Ninguno de ellos se adentrará en las sombras que los edificios que la flanquean arrojan sobre su asfalto, creando monstruos que bailan, mudos, a la tenue luz de las escasas farolas que aún conservan más o menos intacta su bombilla.

Si te asomas desde la otra esquina, la de la elegante perfumería cuya fachada, llena de coquetos y carísimos envases, reluce volcada por completo hacia la avenida principal, con el escaparate que da a la callejuela cegado con estanterías repletas de aromas florales para enmascarar los fétidos olores que emanan, entre siniestros vapores, de la alcantarilla situada unos pasos más allá, podrás comprobar que todas las ventanas de las viviendas que hacia ella miran están selladas, ni un hilo de luz se filtra por las persianas, ni una sola cabeza hace acto de presencia, ni el más leve sonido interrumpe el silencio reinante, pesado, denso, oscuro.

Y todo por un detalle que, a simple vista, puede parecer insignificante. Un detalle que un observador casual pasaría seguramente por alto si recorriese -que no lo hará- esa callejuela. Un detalle de aspecto tan inocente que ni siquiera un perro vagabundo o un gato sin hogar recelarían de él, si acaso decidieran -cosa harto improbable- deambular por sus inmediaciones. ¿Y qué es?, me preguntarás, intrigado porque sigo negándome a pronunciar siquiera el nombre de la calleja.

Pues nada más y nada menos que un charco. ¿Te ríes? No es un charco cualquiera, te lo aseguro. De color negruzco, a tono con la mugre que lo circunda, tiene un aire de lo más inofensivo, cualquiera diría que es poco profundo, ya que se puede atisbar el fondo bajo la líquida superficie. Pero atrévete a lanzar una piedra en su interior y verás cómo la engulle con un murmullo sordo, una especie de regüeldo satisfecho de glotonería impenitente. Si vas un paso más allá y arrojas un bicho muerto -no te digo un pobre pajarillo, qué lástima, por Dios, pensaba más bien en algo asqueroso como una oruga o, incluso, una cucaracha-, el sonido será más fuerte y duradero, virando hacia el eco de una risa macabra. Y si ese eventual pajarillo -desde luego, los hay imprudentes- acierta a posarse en sus lindes para calmar la sed, el apacible espejo se retorcerá sobre sí mismo para formar un remolino que lo atrapará y, en pocos segundos, no quedará del animalito más que alguna pluma suelta, perdida en la mortal refriega. Entonces sí, podrás escuchar con toda claridad unas lúgubres carcajadas mezcladas con los agónicos gorgoritos del ave y, cuando se haga el silencio, un sonoro y cavernoso eructo que te pondrá los pelos como escarpias.

¿No me crees? Precisamente por eso no quiero confesarte el nombre de la travesía donde se encuentra ese fenómeno maligno, no sea que te pique la curiosidad y vayas a investigar, con el riesgo de acabar tus días en sus fauces. ¿Que sabes a qué calle me refiero? Quizá te he dado demasiadas pistas. ¡Por favor, no vayas, no entres allí con tu coche, no lo pisotees con las ruedas, no esparzas ese agua infecta a diestro y siniestro, no te pongas en peligro!

Ha sido inútil. Desde la esquina de la perfumería, arropado por las luces del escaparate, con ambos pies bien plantados en la acera de la avenida principal, he presenciado cómo has embestido con tu vehículo ese maldito charco, cómo las aguas han emulado al Mar Rojo de los tiempos antiguos, cómo tú y tu coche habéis desaparecido de la faz de la tierra. Ni un solo testigo ha escuchado tu grito aterrado, ni ha advertido el salpicoteo de tus manos tratando de escapar, ni ha sentido un escalofrío cuando todo ha vuelto a quedar en engañosa calma.

Con una sonrisa macabra temblando en las comisuras de mis labios, acallando el eructo que sube por mi garganta, doy media vuelta para ir en busca de otro incauto al que engatusar con misterios urbanos, mientras las luces de la perfumería dibujan en la acera, sobre mi sombra, el contorno de unos cuernos y un largo rabo.

Ganador del V Concurso de Relatos "Maribel Redondo" de la Asociación Vecinal "La Unidad de Villaverde Este", en la categoría de relato breve (Villaverde, Madrid), abril 2025

miércoles, 23 de abril de 2025

SE VAN A ENTERAR

Sonaba el teléfono y he oído el timbre mientras flotaba, ingrávido, en la bañera. Me dejaba acunar por las olas, que lamían dulcemente las costas de porcelana de aquel océano rectangular, y la cascada del grifo, a mi espalda, acariciaba con su suave murmullo mis oídos. Por contra, la aguda insistencia de esos dos molestos soniquetes me resultaba enervante. Con un formidable bramido de furia, me puse en pie, tridente en mano, decidido a acallarlos a ambos para siempre, y salí de la bañera dejando tras de mí un reguero de peces, pulpos y corales.

Finalista en el XII Concurso de Microrrelatos de la Universidad Popular Miguel Delibes (Alcobendas, Madrid), abril 2025


domingo, 20 de abril de 2025

DECISIÓN IRREVOCABLE

El inspector de Hacienda jubilado trepó con dificultad por la montaña, hasta alcanzar el risco donde solía subir con ella para contemplar la puesta de sol, antes de que aquella intempestiva ceguera le confinase a los mezquinos límites de su jardín. Respiró profundo el aire fresco del atardecer, aguzó el oído para captar el murmullo del arroyo que serpenteaba algunos metros más abajo, y elevó los ojos vacíos al cielo, dedicándole a su mujer una dulce sonrisa. “Se acabó la espera, mi amor, esta noche volveremos a estar juntos”.

Publicado en la web de la ONG Cinco Palabras (abril 2025)

 

sábado, 12 de abril de 2025

LA CONTADORA DE CUENTOS

A la caída de la tarde, todos los pilluelos que rondan por el puerto dejan lo que estaban haciendo, ya fuese ayudar a sus mayores a remendar redes o pescar cangrejos entre las rocas o hacer navegar barquitos de madera, y se aglutinan en un punto concreto, alrededor del tercer amarradero del cuarto muelle empezando por la izquierda. Allí forman un apretado corrillo, al que se suma discretamente y procurando quedar en segundo plano un número nada despreciable de adultos, que va creciendo un poquito más cada día que pasa.

Las caritas expectantes, los ojillos brillantes, las boquitas abiertas con avidez, las manitas prestas para aplaudir. Así es el público que cada tarde aguarda con impaciencia mal contenida a que la anciana descienda por la pasarela del “Siete Océanos” y aparque su silla de ruedas eléctrica junto al noray de costumbre. La mujer finge ignorar el interés que despierta y se acomoda con toda calma una abrigada manta azul marino en torno a las piernas, de las que no asoma siquiera la punta de los zapatos. Luego, se ciñe sobre los hombros un chal de lana azul celeste, antes de alzar las pestañas para mostrar unos cautivadores ojos de un azul tan vivo como las olas del mar bajo el sol de mediodía. Con ellos sobrevuela la concurrencia en busca, tal vez, de un amor de juventud, de un marinero con su nombre tatuado en el antebrazo, del capitán de un navío mercante que regresa de lejanas tierras tras una prolongada ausencia. Escrutado el último rostro, un suspiro escapa de sus labios -de decepción, suponen todos, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta- justo antes de comenzar a narrar la historia de ese día.

Porque cada día cuenta una historia distinta. Puede ser breve como la vida de una mariposa efímera o larga como una noche de verano. Puede ser alegre como el tintineo de unos cascabeles o triste como una Navidad sin villancicos. Puede ser un cuento de piratas intrépidos o de tigres en busca de sus rayas o de madres e hijos o de monstruos marinos comedores de naranjas. Cada día es una sorpresa y hasta el último momento nadie sabe si el relato acabará bien o mal o todo lo contrario; algunos sospechan que ni siquiera ella misma lo sabe, que va tejiendo las palabras no con el hilo de la memoria sino con el de la fantasía y que, según sea el humor con que se haya levantado de la siesta, los protagonistas perecerán sin remedio en el interior de un volcán en erupción o comerán perdices con los dedos de los pies. Pero ese pequeño detalle no molesta a nadie, al contrario, los continuos giros del argumento provocan en la audiencia ya suspiros de deleite, ya gritos de espanto, ya francas risotadas o incluso alguna lagrimita en los corazones más sensibles. Y tras el punto final, irremediablemente, una sonora ovación hace temblar la línea del horizonte y todas las farolas del puerto titilan por un instante, sumándose al sentir general.

La anciana insinúa una media sonrisa y agradece con un leve cabeceo la atención prestada. Aguarda inmóvil mientras la chiquillería -y los satélites- van desfilando por el muelle y se internan en la oscuridad de la noche, dejando tras ellos el eco de sus entusiastas comentarios. Entonces, cuando sólo quedan en el pantalán un par de grillos despistados y alguna luciérnaga que ha llegado tarde a la función, la contadora de cuentos pone en marcha su silla de ruedas y, con un zumbido, asciende de nuevo por la pasarela del “Siete Océanos”. En su camarote, en un armario cerrado con llave, guarda un montón de libros, muy viejos y manoseados, con las páginas desprendidas del lomo de tanto uso. La anciana elige varios, selecciona algunas de las hojas sueltas y las mezcla, pasando con rapidez la vista sobre el resultado, que no se parece a ninguna historia jamás contada y que le servirá de inspiración para la siguiente noche.

Después, dirige la silla hacia la plataforma de popa. Con dedos hábiles, olvidada la artritis, deshace el moño que sujetaba su larga cabellera para que la luna tiña sus rizos de plata bruñida. El chal y la manta caen al suelo en confuso montón de azules matices, dejando al descubierto una piel sin arrugas y unas brillantes escamas nacaradas. Un ágil salto para salvar la borda, un mínimo chapoteo en las negras aguas, un tenue resplandor sumergiéndose veloz hacia las profundidades. Allí aguardan expectantes leviatanes y ballenas, hipocampos y tritones, calamares gigantes, serpientes marinas y medusas, para que la contadora de cuentos vuelva a desgranar sus historias, sin prisas, sin pausas, sin aplausos esta vez, tan sólo montones de burbujas como sartas de ingrávidas perlas flotando hacia la superficie, dibujando su camino diario de ida y vuelta para llevar noticias de un mundo al otro, aunque nadie las crea, aunque todos piensen que no son más que fábulas inventadas por una vieja sirena.

Finalista del III Certamen de Relato "Literaria Kalean" (Cuzcurrita del Río Tirón, La Rioja), abril 2025


viernes, 4 de abril de 2025

PLACERES CLANDESTINOS

Mientras me como una mandarina evoco pasteles de crema, tartas de fresa y nata, pirámides de profiteroles regados con chocolate, helados de todos los gustos y colores. Experimento cierto vacío cuando la acidez de la fruta pone un doloroso contrapunto a la dulce sinfonía. Y es que, desde que el médico me prohibió el azúcar, sueño con ella en todas sus formas conocidas, y en las desconocidas también. Estoy por decirle que me prohíba la fruta, seguro que entonces la disfrutaré más.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, abril 2025)


miércoles, 26 de marzo de 2025

EL RECLAMO

Parecía tan inocente, allí plantado en medio del campo, rebosante de especies vegetales, que enseguida sospechamos de él. ¿Sería un artefacto alienígena, destinado a abducir al pobre individuo que se le aproximase? ¿O tal vez una puerta al Averno, donde el mismísimo Satanás aguardaba a los incautos que osasen asomar la cabeza? Al final, tras mucho discutir, llegamos a la conclusión de que no era más que el deshecho de algún desaprensivo con aversión a los puntos limpios o de algún gamberro reprimido que se soltaba la melena de cuando en cuando, y nos alejamos tranquilamente hacia el borde del acantilado para comernos nuestros bocadillos mirando el mar, sin prestar oídos a los siseos contrariados de aquellas plantas, que acababan de quedarse sin merienda.

Para "Los viernes creativos" de Ana Vidal (El Bic Naranja) sobre la foto de Elena López García (21 marzo 2025)


martes, 25 de marzo de 2025

INDULGENCIA ES MI SEGUNDO NOMBRE

Últimamente te has acostumbrado a hablarme mientras me ducho, a sabiendas de que el estruendo del grifo ahogará tus palabras. Así, puedes confesarme tranquilamente todos tus pecadillos y recibirme al salir con la conciencia tan limpia como mi piel. La gente murmura a nuestras espaldas cuando paseamos cogidos de la mano, igual que cuando éramos novios: dicen que estoy ciego además de sordo. No saben que ando sobrado tanto de vista como de oído pero, más que nada, de paciencia.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, marzo 2025)