Bostezo. Me desperezo. Vuelvo a
bostezar. Dormito otro rato y me desperezo de nuevo, con otro par de
bostezos. Esto es aburridísimo.
Desde que me arrumbaron sin
miramiento alguno en este desván polvoriento, no levanto cabeza.
Estamos casi siempre a oscuras: en los días más despejados apenas
consigue filtrarse un delgado hilo de sol a través del sucio
ventanuco que se pega al techo en una esquina, supongo que tratando
de captar algo más de luz. El resto del tiempo no vemos
absolutamente nada, ni siquiera unos a otros, así que nos distraemos
contando historias. Cada uno cuenta retazos de su vida pasada, antes
de quedar relegados al olvido, etiquetados como “trastos viejos”.
El enorme baúl de recia madera que
reposa, flemático, junto a la puerta, con sus hebillas de metal que
han perdido el brillo y hoy lucen herrumbrosas, abre de par en par su
pesada tapa para que los trajes de época que contiene puedan
respirar un poco de aire fresco. “Este olor a naftalina es
insoportable”, protesta una pamela de paja adornada con un airoso
lazo rosado, y aprovecha la repentina libertad para desplegar su ala
y ejecutar un vuelo rasante, levantando una densa polvareda del suelo
de madera que lleva lustros sin barrerse. Los ropajes de los
antepasados familiares van saliendo poco a poco del arcón, con más
mesura y menos bríos, y se acomodan en una vieja silla de enea
desfondada, un taburete en precario equilibrio sobre tres patas, un
banco de hierro forjado al que le falta un brazo, o una mecedora de
mimbre que chirría, lastimera, en cuanto empieza a balancearse.
Un sofá de terciopelo raído, que
en otro tiempo fue granate, se esponja orgulloso al ser elegido por
una distinguida casaca de brocado y un vestido de muselina de un
indefinido color pastel para pelar la pava sobre sus aún mullidos
cojines. Con el entusiasmo, se le salta un muelle y debe añadir,
compungido, un agujero más a su ya extenso catálogo de
desperfectos. Sus ocupantes restan importancia al incidente y le
consuelan acariciando con suavidad su tapizado mientras la pamela,
que sigue haciendo de las suyas, pasa rozando el respaldo y, con el
extremo colgante de su lazo, le alborota todos los encajes del cuello
al vestido. Éste protesta indignado y sacude en el aire la gasa de
sus mangas con gesto amenazante.
Los últimos en brotar del baúl,
como setas, son los zapatos. Elegantes botines de piel, finas
sandalias adornadas con cuentas de colores, altas botas militares y
bailarinas sin pareja se desperdigan por doquier como una riada
alegre y parlanchina. Un par de tacones dorados, a uno de los cuales
le falta el tacón, prefieren quedarse en el fondo del cofre, ahora
casi vacío: están enfrascados en una partida de mus con unos
vivarachos zapatos de fiesta de charol negro algo deslucidos, y las
apuestas están al rojo vivo. En la penumbra de este nublado
atardecer, emito un suspiro -quizá me ha salido en exceso
melodramático, pero la ocasión lo merece- al ver asomar sobre el
borde del baúl a un escarpín forrado de seda china con bordados en
hilo de plata. Su pareja le sigue a corta distancia, aunque el porte
de ambos es muy desigual: orgulloso por demás el primero, altanero
podría incluso decirse, mientras su compañero avanza tímidamente,
siempre un paso por detrás, la puntera gacha, sin cruzar con nadie
la mirada. Cualquiera pensaría que son de distinta talla, tan
encogido se muestra éste frente al rotundo empaque de aquél.
¿Y a qué viene mi teatral
suspiro?, os preguntaréis. Ciertamente, si aguardáis un momento lo
podréis averiguar por vosotros mismos. Este escarpín adolece de una
soberbia sin igual, presumiendo incansable de haber pertenecido a un
Rey de Francia. A todos nos mira por encima del hombro y no deja de
anunciar su inminente marcha de este “cochambroso averno”, según
sus propias palabras, pero el caso es que lleva aquí una eternidad,
como la mayoría de nosotros, y por el variopinto calzado que se va
incorporando con cuentagotas a nuestra peculiar comunidad, no tiene
visos de que la moda vaya a rescatarlo de aquí a una fecha cercana.
Sin embargo, le soportamos porque
narra unas historias fabulosas. Sospechamos que se las inventa sobre
la marcha y que ninguna de ellas ha sucedido en realidad, al menos no
tal y como él las cuenta, pero hay que reconocerle el mérito de la
enorme imaginación que despliega para situar escenarios, describir
personajes, detallar ambientes y situaciones, y en definitiva,
construir un relato tan entretenido que nos tiene a todos pendientes
de cada una de sus palabras. Sin ir más lejos, hay una mesita
taraceada que tan sólo cuenta con algunos arañazos en sus patas
labradas y que, con un poco de barniz y una buena limpieza, haría un
excelente papel en el mejor de los salones de la mansión. Según
nuestro singular escarpín, este mueblecillo en cuestión es el único
digno de sostener su augusta suela puesto que arribó a nuestras
costas procedente de un bajel morisco; en él viajaba un príncipe
sarraceno que la tenía en gran estima y que, al percatarse de que la
marea arrastraba su barco hacia los acantilados, prefirió dejarla
flotando a la deriva antes que ver cómo se hacía añicos entre las
aguzadas rocas.
Aquí es donde el vetusto espejo con
marco dorado de la bisabuela, a falta de ojos que poner en blanco,
nubla por completo su superficie en muda protesta por semejante
retahíla de disparates. Para empezar, nuestra casa no está situada
en la costa, por lo que difícilmente podría haber llegado la mesita
hasta ella desde un barco. Por otro lado, si la marea empujaba el
navío hacia las rocas -acantilados tampoco hay en los alrededores,
hizo notar cierto día un viejo aparato de vídeo muy versado en
geografía- la mesita debería haber seguido el mismo camino puesto
que, que se sepa, carecía de remos y de habilidades natatorias.
Finalmente, alguien sugiere entre murmullos que, de haber permanecido
en el agua tanto tiempo como se supone, su madera se habría
hinchado, quedando deformada e inservible. Sospecho que ese “alguien”
es un aparador estilo imperio que, según nos contó él mismo en una
ocasión, estaba siendo trasladado en un carro sin techo cuando
estalló una formidable tormenta; desde entonces es incapaz de cerrar
sus puertas en condiciones, el pobre.
Aun así, cuando el escarpín trepa
a la mesita -que reluce de orgullo en las sombras por ser el centro
de atención, aunque sea en segundo plano-, el silencio se adueña
del desván. Hasta el anticuado reloj de pie que, de cuando en
cuando, tiene el antojo de echar a balancear su péndulo y hacer
sonar el carrillón a las y veintes y a las menos diez, enmudece por
completo y coloca sus agujas en posición horizontal porque, según
dice, así escucha mejor. Y, en esa atmósfera de expectación, el
escarpín va hilvanando sus cuentos poco a poco, como quien desenreda
una madeja de lana con sumo cuidado para no formar nudos.
Algunas veces, los protagonistas son
los propios compañeros de encierro, que ven cómo su vida da un
inesperado giro y pasa de anodina o vulgar a aventurera o romántica
o incluso épica. Así, un juego de tazas de café desportilladas
puede haber salvado la vida a un anciano atacado por una manada de
lobos, perdiendo la jarrita de la leche el asa en el lance. Una ajada
maleta de piel puede haber dado la vuelta al mundo en pos de un
neceser de cuero, secuestrado por una malvada madre de familia. Y esa
bicicleta que yace medio desmontada en el rincón más apartado puede
haber sido, en sus años mozos, la campeona de la más dura etapa de
montaña del Giro de Italia.
Otras veces, sus relatos se refieren
a hechos fantásticos o imposibles, aunque él insiste en que son
completamente verídicos, y lo cierto es que a todos nos resulta
indiferente: contenemos la respiración hasta llegar al final feliz
-siempre feliz, eso sí, cosa que le agradecemos inmensamente- y
entonces, un suspiro general barre las sombras y el polvo y las
telarañas, y por un instante, nadie recuerda -o a nadie le importa-
el monótono retiro forzoso en el que vivimos.
Esta mañana, algo cambia en la
casa. Se oyen ruidos extraños y voces distintas a las habituales, y
también risas. ¡Risas! Hacía años que semejante sonido no
rebotaba por estas venerables paredes. Aguzando el oído, todos
estamos de acuerdo en que parecen carcajadas infantiles. Niños...
¡cuántos recuerdos, qué añoranza despierta en mí esa palabra! La
expectación aumenta por momentos cuando las voces -y las risas,
también las risas- ascienden por las escaleras. Un piso, dos, el
alargado pasillo, el último tramo de peldaños, esos que, a falta de
tránsito frecuente, crujen con cada paso. Y, de pronto, se abre la
puerta y un par de deliciosas criaturas irrumpen en nuestro mausoleo.
Nadie osa moverse lo más mínimo
mientras las dos muchachitas lo revuelven todo entre chillidos de
sorpresa y exclamaciones de alegría cada vez que tropiezan con algún
objeto que llama su atención. Al cabo, encuentran el arcón de las
ropas antiguas y entre las dos consiguen alzar la tapa para extraer
los tesoros que guarda en su interior. “¡Este, y este, y este
también”, van diciendo ante cada traje, apilándolos en confuso
montón sobre el gastado sofá. La pamela de paja, que apenas puede
contener el temblor de excitación que la invade, acaba adornando la
cabeza de la más pequeña, y Dios sabe lo que le habrá costado no
lanzar al viento su lazo de color rosa acompañado de un sonoro
“¡hurra!”. Entonces, la más mayor -apenas dos o tres años de
diferencia deben separarlas, no más- se incorpora sujetando algo
entre las manos con cuidado, me atrevería a decir que con
reverencia.
¡Es nuestro escarpín cuentista! Su
hermana -debe serlo, el parecido es asombroso- se inclina a su vez y,
a base de rebuscar, localiza el segundo zapato que, curiosamente,
posee ahora el mismo porte regio de su pareja. Un espantado murmullo
recorre la estancia, si bien las pequeñas no se percatan, absortas
como están con su descubrimiento. “¡Se lo llevan! ¿Qué va a ser
de nosotros? ¡Moriremos de aburrimiento!”, es el sentir general.
Y, en efecto, olvidadas sobre el sofá el resto de prendas, las niñas
corren escaleras abajo con los escarpines y la pamela, al grito
entusiasmado de: “¡Mamá, mamá, es perfecto! ¡Va a ser el mejor
disfraz de toda la escuela!”.
Un golpe de viento procedente de no
se sabe dónde nos vuelve a enclaustrar con un sonoro portazo,
poniendo fin con una nube de polvo al breve y accidentado interludio.
Los vestidos se levantan y se sacuden para recuperar la dignidad
perdida; el reloj de pared la emprende a campanillazos, en indignado
abucheo; el espejo de la bisabuela, considerando insuficiente nublar
su cristal, lo vuelve por completo opaco; y la mesita taraceada ha
perdido la verticalidad y yace derribada en el suelo, nadie sabe si a
causa del torbellino que acaba de arrasarnos o por iniciativa propia,
en señal de duelo por el camarada perdido.
Durante todo el día persiste el
inusitado revuelo en las plantas inferiores pero, al filo del
atardecer, cuando la luz oblicua que apenas logra traspasar el sucio
cristal del ventanuco empieza a apagarse, se oye el rumor de un
automóvil que se aleja y el acostumbrado manto del silencio vuelve a
caer sobre la casona. Un silencio que ahora se nos antoja más
pesado, más denso, casi irrespirable. Porque somos conscientes de
que la engolada voz del escarpín bordado en plata no volverá a
transportarnos a sus mundos imaginarios, no volverá a llenar
nuestras horas desterrando el tedio al que esta vida insulsa nos
condena.
Ah, pero no hay que rendirse, me
digo a mí mismo, irguiéndome muy tieso sobre el escritorio de bambú
apoyado sobre cuatro tacos de madera porque alguien le serró las
patas en un lejano pasado. Susurro muy cerca de sus cajoncitos y
éstos comienzan a abrirse y cerrarse sin orden ni concierto hasta
que, en uno de ellos, encuentro algo que puede servir para mi
propósito: un diario de desgastadas tapas de cuero que se abre para
mí, ofreciéndome sus amarillentas hojas en blanco. Reúno los
últimos restos de la tinta que queda en mi delgado cuerpo y acometo
con valentía la ingente tarea de transcribir los cuentos que el
escarpín nos regaló durante tantas tardes de asueto forzoso.
Aunque tenga que inventarme yo mismo
nuevas historias.
Finalista en el X Certamen de Narrativa "Allende Sierra" (abril 2025)