Tengo
la boca seca y no consigo dominar el temblor de mis manos. Hace
apenas unas horas, su lengua recorría mi piel, nuestros pies se
enredaban bajo las sábanas, los gemidos de mi boca morían en la
suya. Y ahora, sus ojos vidriosos atraen a los míos como un imán.
El color morado de su rostro, las marcas rojizas en el cuello, esa
postura quebrada que le hace parecer un juguete roto.
El
reloj me recuerda con malos modos que mi avión me espera. Los
nervios me cierran el estómago y el cerebro. Si llamo a la policía
no me dejarán marchar y, si me voy sin más, creerán que lo hice
yo.
Finalmente,
aunque con cierta premura, consigo llegar a tiempo al autobús que me
conducirá hasta el aeropuerto. Como esperaba, reina el caos en el
grupo: alguien ha olvidado el sombrero, otro alguien no encuentra el
pasaporte, y un alguien más desastroso que los demás está
convencido de haber perdido al niño hasta que lo ve al otro lado de
una de las ventanillas.
Al
bajar, ya en la terminal, el caos se reproduce, se amplía incluso.
Yo me apresuro hacia la puerta de embarque sin mirar atrás. La
maleta que quedará huérfana en el vientre del autobús no lleva
ninguna etiqueta, lo más probable es que el conductor la deposite en
objetos perdidos, y espero estar ya sobrevolando el océano para
cuando el hedor comience a filtrarse por sus costuras.
Publicado en la Revista Digital de Valencia Escribe nº 14 (junio 2025)