“Los mansos heredarán la Tierra”, había dicho alguien hacía siglos. ¡Menudo iluminado! Sergio dudaba de que, a estas alturas, todavía quedase algún manso sobre la faz del planeta: daba la impresión de que andaban enzarzados todos contra todos en conflictos y guerras que no iban a llevar a ninguna parte más que a la total extinción de la vida humana. La mayoría de las ciudades, antaño orgullosos centros de progreso, cultura y refinamiento, yacían ahora medio enterradas en el olvido de su propia desolación, cubiertas de polvo y cenizas, el esqueleto en ruinas de una pujante civilización con grandes deseos de desvanecerse en la nada.
Un agudo zumbido -sabía de sobra lo que era y llevaba días conteniendo el temor de escucharlo- se acercó con rapidez y, en un suspiro, pasó sobre su cabeza. Sergio corrió a la ventana y, mientras veía surgir en el grisáceo horizonte el temido hongo letal y sentía acercarse, definitiva e inexorable, la onda expansiva, un movimiento inesperado en la calle llamó su atención. Sus ojos se posaron en una numerosa tribu de mansos conejos que desaparecía a toda prisa en lo más hondo de su más honda madriguera.
Sergio aún tuvo tiempo de sonreír: sí que habría herencia, después de todo.
Ganador del I Certamen Philobiblion de Microrrelato (U.A.M.), abril 2024
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