sábado, 16 de noviembre de 2024

HORA DE MERENDAR

La tarde sesteaba tranquila bajo un sol de justicia, discurriendo las horas tan mansamente como las aguas del río que bañaba las tierras anejas al pueblo. Las nubecillas blancas que tiznaban de cuando en cuando el límpido azul resultaban insuficientes, en cualquier caso, para atenuar el implacable calor del mes de agosto.

En el interior de la casa solariega, resguardada del horno exterior por sólidas contraventanas de madera, los niños correteaban incansables por el patio, persiguiéndose y chillando, esquivando macetas y taburetes, salpicándose unos a otros con el agua de la fuente central cuando se arriesgaban a abandonar la fresca sombra de los soportales.

La abuela los observaba por el rabillo del ojo, sin detener en ningún momento el vertiginoso ritmo de sus agujas -eran muchas las bufandas a tejer para tanto nieto antes de que llegasen los fríos-, disimulando a duras penas la sonrisa benevolente que pugnaba por asomar a sus labios. No podía dejar que los chiquillos la pillasen sonriendo, no si pretendía regañarles con éxito la próxima vez que el abuelo se asomase a la ventana del piso alto pidiendo silencio para dormir la siesta en paz. Ah, ahí estaba, mucho iba tardando ya: la contraventana de madera golpeó violentamente contra la pared y una cabeza de canas despeinadas y expresión furibunda hizo su aparición.

- ¿Es que es imposible tener un poco de paz en esta casa? -vociferó.

- Niños... -amonestó blandamente la abuela.

Los pequeños, parcialmente empapados, se acercaron a la carrera y la rodearon.

- Ya no es hora de dormir, abuela -protestó el mayor.

- Y tenemos hambre -gimoteó otro.

- ¡A merendar! -exclamó una de las niñas, palmoteando entusiasmada.

El coro de voces se elevó de nuevo, sumándose unánime a la petición. La abuela alzó la vista hacia la ventana abierta.

- ¿Has oído, Ignacio? Anda, baja aquí y corta un poco de jamón.

En la habitación se oyeron refunfuños roncos y luego unos pasos pesados descendieron la escalera.

- Id a lavaros las manos, niños.

La tropa voló hacia el cuarto de baño entre gritos y empujones, risas y carreras a ver quién llegaba antes, mientras la abuela hacía a un lado la labor y se reunía con su marido en la cocina. El abuelo había levantado la bolsa de tela que cubría la jamonera y, con habilidad y paciencia, iba cortando lonchas finísimas de la jugosa pata bien curada. De cuando en cuando, alguna desaparecía entre sus dientes, sabedor de que aquellos diablillos devorarían hasta la última migaja. Cuando la abuela se acercó para llevarse el plato lleno, le acercó a los labios el último trozo, más corto y más grueso, como sabía que a ella le gustaba. La sonrisa y el guiño de la mujer fueron su recompensa.

Puesto de nuevo el saco en su lugar, bien limpio el afilado cuchillo, y ya sin rastro de grasa en las manos, el hombre salió al patio para contemplar al grupo de bulliciosas criaturas que daban buena cuenta del plato de jamón, las rebanadas de pan de pueblo cubiertas de espesa miel, y la jarra de limonada bien fría de la que, como de costumbre, su esposa le había reservado un vaso.

Mientras saboreaba el helado refresco, calculaba mentalmente cuántos días faltaban aún para que finalizasen las vacaciones escolares, sus hijos vinieran a llevarse a los chiquillos, y la calma volviese a reinar en la casa, por fin. Dio otro sorbo a la bebida para poder ocultar su sonrisa detrás del vaso, consciente de que al día siguiente de su partida ya los estaría echando de menos.

- Voy a cortar más jamón -masculló, girando en redondo antes de que los pequeñuelos pudieran sorprender en su rostro algún atisbo de ternura: con que mangoneasen a su abuela ya era suficiente.

Finalista de la VIII edición del Concurso de Relatos "Cuarto y Mitad" (Biblioteca Municipal Mario Vargas Llosa de Madrid y Mercado Barceló), noviembre 2024

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