jueves, 26 de junio de 2025

UNA NUEVA RAZA

Ser una princesa sin castillo no es agradable. Vivir enclaustrada en Londres, en una casa victoriana pegada a otra casa victoriana idéntica a la casa victoriana que está pegada al otro lado, tampoco. Y si, además, el padre de esa princesa le ha puesto una guardia -únicamente con la sana intención de protegerla, por supuesto- que no la deja ni a sol ni a sombra, con el resultado de no poder dar un solo paso en libertad fuera de la dichosa casa victoriana, peor que peor.

Así pues, la princesa se aburre soberanamente. Pasa la mayor parte del día acodada en el balcón de su dormitorio, mirando a la gente que circula por la calle. Gente muy elegante, eso es cierto, su padre no iba a escoger una casa victoriana cualquiera para encerrar a su hija -siempre por su bien, por supuesto-, sino que ha elegido un barrio distinguido donde la crema y nata de la alta sociedad pasea montada a caballo o en carruaje por las lindes de un bonito parque cercano, dando toda la envidia del mundo y un poco más a la princesa, que lo tiene absolutamente vedado -solo por su seguridad, por supuesto-.

La princesa está harta de tanto “por supuesto”, está harta de la refinada decoración de su refinado dormitorio, y aún más de la refinada doncella que, cada mañana, le cepilla el cabello alzando hacia el techo su respingona nariz, como si esa tarea le repugnase profundamente. El rictus desagradable que jamás abandona su boca provoca en la princesa una absoluta aversión hacia ella, hasta tal punto que esta mañana echa la llave de su cuarto y le prohibe la entrada a la mujer que, tras aporrear la puerta un buen rato, se aleja por el corredor voceando que se va a quejar a su señor padre porque no es posible que una princesa vaya a vestirse sola.

La princesa suspira y coge de su guardarropa un vestido liviano y cómodo, nada de los complicados faldones y corsés que a la doncella le gusta endosarle -total, ¿para qué?, si no la ve nadie- y sujeta su hermosa cabellera con un simple lazo. Por primera vez en días, una sonrisa francamente divertida ilumina sus ojos: ¿qué diría su padre si la viera así ataviada? Él siempre tan regio, tan digno, tan preocupado por protegerla que la está matando de tedio. ¡Cómo añora su castillo en el campo, las correrías con su hermano pequeño, los dragones!

Ah, los dragones... Es perfectamente consciente de que ese es el verdadero motivo por el cual su padre la ha desterrado a Londres, para alejarla de aquellos “peligrosos monstruos” como él los califica, y que en realidad no son más que pobres criaturas condenadas a achicharrar, uno tras otro, a todos los caballeros que se presentan a las puertas de su cueva con el loable propósito de acabar con la bestia. O, al menos, eso es lo que creen ellos, lo que todo el mundo cree, en realidad: lo que unas cuantas mentiras basadas en el miedo han propagado a lo largo de los siglos.

Pero la princesa conoce lo que esconde el corazón de esos pobres seres: leyó el pavor y la impotencia en los ojos de una cría de dragón con la que tropezó en el bosque durante una de sus excursiones, y que cada vez que estornudaba se abrasaba una pata o la barriga o la cola. Y ahí fue donde tuvo la inspiración de preparar una pócima a base de extractos de plantas, leche y miel que solucionara el problema de la criatura por el sencillo procedimiento de apagar su fuego. La cría de dragón se tomó el brebaje sin rechistar y, por primera vez, pudo abrir la boca sin provocar un incendio a su alrededor. La princesa era consciente de que acababa de privarle de su mejor defensa ante los caballeros que, sin ninguna duda, irían a darle caza, pero se la veía tan feliz...

Pronto se corrió la voz y los dragones hacían cola en el bosque que rodeaba el castillo de la princesa para que les liberase de su maldición, hasta que llegó a oídos de su padre, que -por supuesto- consideró muy poco digna semejante ocupación, y la empaquetó en un carruaje con destino a la casa de la ciudad en la que se encuentra ahora, enclaustrada y aburrida a más no poder.

En ese momento, una figura femenina parada en la acera llama su atención: unos ojos cautivadores de mirada intensa se clavan en los suyos y la princesa se queda sin aliento ante la delicadeza de los rasgos de la mujer. No debe rebasar por mucho los treinta años y sostiene contra su pecho un montón de libros. La ha visto pasar más de una vez calle arriba por la mañana temprano, y calle abajo a última hora de la tarde, y mientras le arden las mejillas bajo su escrutinio, se pregunta a dónde irá. La mujer sonríe de pronto, una sonrisa de una timidez que resulta arrebatadora, y con un pequeño gesto de la mano que hace tambalearse por un breve instante la pila de libros, se despide y desaparece tras la siguiente esquina.

La princesa no sabe quién es esa mujer, pero está decidida a averiguarlo. Motivada por primera vez en mucho tiempo -en realidad, desde que pisó esta maldita casa-, corre a vestirse adecuadamente para salir a la calle, requiere con urgencia los servicios de la doncella -que acude con cara agria y sin ninguna prisa- para arreglarse el cabello, y tolera la compañía de la pareja de fornidos vigilantes sin los que sabe que será imposible su aventura. Aguarda toda la tarde sentada en las escaleras de la entrada, ardiendo de impaciencia, consciente de que su padre no aprobaría que toda una princesa espere, tirada por los suelos, a una desconocida cualquiera. Pero le da igual. Por suerte, él no está aquí para hacerle reproche alguno y, cuando el informe llegue a sus manos -está convencida de que así será-, espera haber resuelto aquel enigma.

Por fin, las largas horas de espera dan su fruto y la mujer reaparece en la calle, desandando el camino recorrido por la mañana. Su rostro refleja evidente sorpresa al encontrar a la joven fuera de su prisión, y duda si acercarse o no. La princesa, al ver que la otra ralentiza el paso, se apresura a acudir a su encuentro, se presenta, le toma las manos, parlotea excitada, la ayuda entre risas a recoger los libros que, sin querer, ha esparcido por los suelos con su amistoso gesto. La mujer la deja hablar, responde a sus preguntas brevemente -el entusiasmo de la muchacha no le deja mucho espacio-, consiente en que la acompañe de vuelta a su hogar para seguir charlando por el camino.

Así, la princesa se entera de que procede de un diminuto pueblecito perdido en el campo en el que ejercía de maestra, y que su pasión por la palabra escrita la llevó a mudarse a la capital, donde a la sazón se gana la vida como bibliotecaria. ¡Ah, la biblioteca! ¡Cómo le gustaría conocer una! La mujer se espanta: ¿es que nunca ha estado en una biblioteca? Eso tiene fácil remedio: emplaza a la princesa a acompañarla al día siguiente y se la enseñará con mucho gusto. La muchacha, entusiasmada, renuncia a la cena de esa noche -sería incapaz de tragar un solo bocado- y la pasa en blanco, tan nerviosa y emocionada se encuentra ante la aventura que la aguarda.

Por la mañana temprano, cuando la bibliotecaria pasa por su puerta camino del trabajo, la princesa ya está en la calle, esperándola con impaciencia mal contenida. La mujer sonríe y caminan juntas, con los imponentes guardias tras ellas, hasta llegar al venerable edificio que alberga la extensa colección de libros de la ciudad. La joven admira las regias columnas de mármol, las enormes puertas labradas, los suelos brillantes, las mesas pulidas. Desliza los dedos por el lomo de los volúmenes dispuestos en decenas de estantes que trepan hasta los altos techos, escala peldaños aquí y allá para alcanzar uno u otro ejemplar que llama su atención, los abre, los hojea, lee alguno que otro párrafo, alaba las ilustraciones.

La bibliotecaria sonríe como quien lleva a un niño al circo para que se deleite con sus maravillas. Parpadea, sorprendida, cuando la princesa le pide, le ruega, que la deje trabajar allí con ella, codo con codo, para disfrutar del tesoro recién descubierto. Indulgente, le explica que eso no está en su mano, pero que puede visitar la biblioteca las veces que quiera y pasar allí el tiempo que desee. Todos aquellos libros están a su disposición.

Ni corta ni perezosa, la princesa -antes abatida reclusa, ahora lectora contumaz y sin medida- devora páginas y páginas, lo mismo de sesuda ciencia que de amena novela, hasta que decide emprender ella misma el arduo camino de la literatura. La bibliotecaria habilita para ella una de las mesas de lectura, le proporciona papel, pluma y tinta, y ve con satisfacción cómo las historias van brotando de aquella cabecita joven y fértil, igual que las flores en un jardín recién abonado, bien regado y con abundante sol.

En sus ratos de descanso, le cuenta a la mujer sus teorías sobre los dragones, le arranca la promesa de que la ayudará a convencer a su padre para dejarla regresar al castillo a proseguir con la tarea de extinguir su fuego. Quizá de esa manera logren, por fin, detener los incendios de aldeas y las matanzas de dragones, y puedan convivir todos en paz, sin incómodos guardias ni latosas doncellas.

Esta noche, la princesa se duerme feliz, apretando contra su pecho una carta recién llegada de su padre en la que anuncia su inminente visita -la ocasión ideal para presentarle a su nueva amiga y poner en marcha su plan-, y sueña con viajar por todo el país a lomos de un dragón, reuniendo miles de libros que acomodará en el castillo y pondrá a disposición de caballeros y aldeanos por igual.

Y así nacerá una nueva raza: la princesa bibliotecaria.

Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025


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