martes, 29 de abril de 2025

EN EL DESVÁN

Bostezo. Me desperezo. Vuelvo a bostezar. Dormito otro rato y me desperezo de nuevo, con otro par de bostezos. Esto es aburridísimo.

Desde que me arrumbaron sin miramiento alguno en este desván polvoriento, no levanto cabeza. Estamos casi siempre a oscuras: en los días más despejados apenas consigue filtrarse un delgado hilo de sol a través del sucio ventanuco que se pega al techo en una esquina, supongo que tratando de captar algo más de luz. El resto del tiempo no vemos absolutamente nada, ni siquiera unos a otros, así que nos distraemos contando historias. Cada uno cuenta retazos de su vida pasada, antes de quedar relegados al olvido, etiquetados como “trastos viejos”.

El enorme baúl de recia madera que reposa, flemático, junto a la puerta, con sus hebillas de metal que han perdido el brillo y hoy lucen herrumbrosas, abre de par en par su pesada tapa para que los trajes de época que contiene puedan respirar un poco de aire fresco. “Este olor a naftalina es insoportable”, protesta una pamela de paja adornada con un airoso lazo rosado, y aprovecha la repentina libertad para desplegar su ala y ejecutar un vuelo rasante, levantando una densa polvareda del suelo de madera que lleva lustros sin barrerse. Los ropajes de los antepasados familiares van saliendo poco a poco del arcón, con más mesura y menos bríos, y se acomodan en una vieja silla de enea desfondada, un taburete en precario equilibrio sobre tres patas, un banco de hierro forjado al que le falta un brazo, o una mecedora de mimbre que chirría, lastimera, en cuanto empieza a balancearse.

Un sofá de terciopelo raído, que en otro tiempo fue granate, se esponja orgulloso al ser elegido por una distinguida casaca de brocado y un vestido de muselina de un indefinido color pastel para pelar la pava sobre sus aún mullidos cojines. Con el entusiasmo, se le salta un muelle y debe añadir, compungido, un agujero más a su ya extenso catálogo de desperfectos. Sus ocupantes restan importancia al incidente y le consuelan acariciando con suavidad su tapizado mientras la pamela, que sigue haciendo de las suyas, pasa rozando el respaldo y, con el extremo colgante de su lazo, le alborota todos los encajes del cuello al vestido. Éste protesta indignado y sacude en el aire la gasa de sus mangas con gesto amenazante.

Los últimos en brotar del baúl, como setas, son los zapatos. Elegantes botines de piel, finas sandalias adornadas con cuentas de colores, altas botas militares y bailarinas sin pareja se desperdigan por doquier como una riada alegre y parlanchina. Un par de tacones dorados, a uno de los cuales le falta el tacón, prefieren quedarse en el fondo del cofre, ahora casi vacío: están enfrascados en una partida de mus con unos vivarachos zapatos de fiesta de charol negro algo deslucidos, y las apuestas están al rojo vivo. En la penumbra de este nublado atardecer, emito un suspiro -quizá me ha salido en exceso melodramático, pero la ocasión lo merece- al ver asomar sobre el borde del baúl a un escarpín forrado de seda china con bordados en hilo de plata. Su pareja le sigue a corta distancia, aunque el porte de ambos es muy desigual: orgulloso por demás el primero, altanero podría incluso decirse, mientras su compañero avanza tímidamente, siempre un paso por detrás, la puntera gacha, sin cruzar con nadie la mirada. Cualquiera pensaría que son de distinta talla, tan encogido se muestra éste frente al rotundo empaque de aquél.

¿Y a qué viene mi teatral suspiro?, os preguntaréis. Ciertamente, si aguardáis un momento lo podréis averiguar por vosotros mismos. Este escarpín adolece de una soberbia sin igual, presumiendo incansable de haber pertenecido a un Rey de Francia. A todos nos mira por encima del hombro y no deja de anunciar su inminente marcha de este “cochambroso averno”, según sus propias palabras, pero el caso es que lleva aquí una eternidad, como la mayoría de nosotros, y por el variopinto calzado que se va incorporando con cuentagotas a nuestra peculiar comunidad, no tiene visos de que la moda vaya a rescatarlo de aquí a una fecha cercana.

Sin embargo, le soportamos porque narra unas historias fabulosas. Sospechamos que se las inventa sobre la marcha y que ninguna de ellas ha sucedido en realidad, al menos no tal y como él las cuenta, pero hay que reconocerle el mérito de la enorme imaginación que despliega para situar escenarios, describir personajes, detallar ambientes y situaciones, y en definitiva, construir un relato tan entretenido que nos tiene a todos pendientes de cada una de sus palabras. Sin ir más lejos, hay una mesita taraceada que tan sólo cuenta con algunos arañazos en sus patas labradas y que, con un poco de barniz y una buena limpieza, haría un excelente papel en el mejor de los salones de la mansión. Según nuestro singular escarpín, este mueblecillo en cuestión es el único digno de sostener su augusta suela puesto que arribó a nuestras costas procedente de un bajel morisco; en él viajaba un príncipe sarraceno que la tenía en gran estima y que, al percatarse de que la marea arrastraba su barco hacia los acantilados, prefirió dejarla flotando a la deriva antes que ver cómo se hacía añicos entre las aguzadas rocas.

Aquí es donde el vetusto espejo con marco dorado de la bisabuela, a falta de ojos que poner en blanco, nubla por completo su superficie en muda protesta por semejante retahíla de disparates. Para empezar, nuestra casa no está situada en la costa, por lo que difícilmente podría haber llegado la mesita hasta ella desde un barco. Por otro lado, si la marea empujaba el navío hacia las rocas -acantilados tampoco hay en los alrededores, hizo notar cierto día un viejo aparato de vídeo muy versado en geografía- la mesita debería haber seguido el mismo camino puesto que, que se sepa, carecía de remos y de habilidades natatorias. Finalmente, alguien sugiere entre murmullos que, de haber permanecido en el agua tanto tiempo como se supone, su madera se habría hinchado, quedando deformada e inservible. Sospecho que ese “alguien” es un aparador estilo imperio que, según nos contó él mismo en una ocasión, estaba siendo trasladado en un carro sin techo cuando estalló una formidable tormenta; desde entonces es incapaz de cerrar sus puertas en condiciones, el pobre.

Aun así, cuando el escarpín trepa a la mesita -que reluce de orgullo en las sombras por ser el centro de atención, aunque sea en segundo plano-, el silencio se adueña del desván. Hasta el anticuado reloj de pie que, de cuando en cuando, tiene el antojo de echar a balancear su péndulo y hacer sonar el carrillón a las y veintes y a las menos diez, enmudece por completo y coloca sus agujas en posición horizontal porque, según dice, así escucha mejor. Y, en esa atmósfera de expectación, el escarpín va hilvanando sus cuentos poco a poco, como quien desenreda una madeja de lana con sumo cuidado para no formar nudos.

Algunas veces, los protagonistas son los propios compañeros de encierro, que ven cómo su vida da un inesperado giro y pasa de anodina o vulgar a aventurera o romántica o incluso épica. Así, un juego de tazas de café desportilladas puede haber salvado la vida a un anciano atacado por una manada de lobos, perdiendo la jarrita de la leche el asa en el lance. Una ajada maleta de piel puede haber dado la vuelta al mundo en pos de un neceser de cuero, secuestrado por una malvada madre de familia. Y esa bicicleta que yace medio desmontada en el rincón más apartado puede haber sido, en sus años mozos, la campeona de la más dura etapa de montaña del Giro de Italia.

Otras veces, sus relatos se refieren a hechos fantásticos o imposibles, aunque él insiste en que son completamente verídicos, y lo cierto es que a todos nos resulta indiferente: contenemos la respiración hasta llegar al final feliz -siempre feliz, eso sí, cosa que le agradecemos inmensamente- y entonces, un suspiro general barre las sombras y el polvo y las telarañas, y por un instante, nadie recuerda -o a nadie le importa- el monótono retiro forzoso en el que vivimos.


Esta mañana, algo cambia en la casa. Se oyen ruidos extraños y voces distintas a las habituales, y también risas. ¡Risas! Hacía años que semejante sonido no rebotaba por estas venerables paredes. Aguzando el oído, todos estamos de acuerdo en que parecen carcajadas infantiles. Niños... ¡cuántos recuerdos, qué añoranza despierta en mí esa palabra! La expectación aumenta por momentos cuando las voces -y las risas, también las risas- ascienden por las escaleras. Un piso, dos, el alargado pasillo, el último tramo de peldaños, esos que, a falta de tránsito frecuente, crujen con cada paso. Y, de pronto, se abre la puerta y un par de deliciosas criaturas irrumpen en nuestro mausoleo.

Nadie osa moverse lo más mínimo mientras las dos muchachitas lo revuelven todo entre chillidos de sorpresa y exclamaciones de alegría cada vez que tropiezan con algún objeto que llama su atención. Al cabo, encuentran el arcón de las ropas antiguas y entre las dos consiguen alzar la tapa para extraer los tesoros que guarda en su interior. “¡Este, y este, y este también”, van diciendo ante cada traje, apilándolos en confuso montón sobre el gastado sofá. La pamela de paja, que apenas puede contener el temblor de excitación que la invade, acaba adornando la cabeza de la más pequeña, y Dios sabe lo que le habrá costado no lanzar al viento su lazo de color rosa acompañado de un sonoro “¡hurra!”. Entonces, la más mayor -apenas dos o tres años de diferencia deben separarlas, no más- se incorpora sujetando algo entre las manos con cuidado, me atrevería a decir que con reverencia.

¡Es nuestro escarpín cuentista! Su hermana -debe serlo, el parecido es asombroso- se inclina a su vez y, a base de rebuscar, localiza el segundo zapato que, curiosamente, posee ahora el mismo porte regio de su pareja. Un espantado murmullo recorre la estancia, si bien las pequeñas no se percatan, absortas como están con su descubrimiento. “¡Se lo llevan! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Moriremos de aburrimiento!”, es el sentir general. Y, en efecto, olvidadas sobre el sofá el resto de prendas, las niñas corren escaleras abajo con los escarpines y la pamela, al grito entusiasmado de: “¡Mamá, mamá, es perfecto! ¡Va a ser el mejor disfraz de toda la escuela!”.

Un golpe de viento procedente de no se sabe dónde nos vuelve a enclaustrar con un sonoro portazo, poniendo fin con una nube de polvo al breve y accidentado interludio. Los vestidos se levantan y se sacuden para recuperar la dignidad perdida; el reloj de pared la emprende a campanillazos, en indignado abucheo; el espejo de la bisabuela, considerando insuficiente nublar su cristal, lo vuelve por completo opaco; y la mesita taraceada ha perdido la verticalidad y yace derribada en el suelo, nadie sabe si a causa del torbellino que acaba de arrasarnos o por iniciativa propia, en señal de duelo por el camarada perdido.

Durante todo el día persiste el inusitado revuelo en las plantas inferiores pero, al filo del atardecer, cuando la luz oblicua que apenas logra traspasar el sucio cristal del ventanuco empieza a apagarse, se oye el rumor de un automóvil que se aleja y el acostumbrado manto del silencio vuelve a caer sobre la casona. Un silencio que ahora se nos antoja más pesado, más denso, casi irrespirable. Porque somos conscientes de que la engolada voz del escarpín bordado en plata no volverá a transportarnos a sus mundos imaginarios, no volverá a llenar nuestras horas desterrando el tedio al que esta vida insulsa nos condena.

Ah, pero no hay que rendirse, me digo a mí mismo, irguiéndome muy tieso sobre el escritorio de bambú apoyado sobre cuatro tacos de madera porque alguien le serró las patas en un lejano pasado. Susurro muy cerca de sus cajoncitos y éstos comienzan a abrirse y cerrarse sin orden ni concierto hasta que, en uno de ellos, encuentro algo que puede servir para mi propósito: un diario de desgastadas tapas de cuero que se abre para mí, ofreciéndome sus amarillentas hojas en blanco. Reúno los últimos restos de la tinta que queda en mi delgado cuerpo y acometo con valentía la ingente tarea de transcribir los cuentos que el escarpín nos regaló durante tantas tardes de asueto forzoso.

Aunque tenga que inventarme yo mismo nuevas historias.

Finalista en el X Certamen de Narrativa "Allende Sierra" (abril 2025)


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