Dejé
mi regalo encima de la mesa de la cocina y la miré fijamente
a los ojos, en actitud desafiante. Adela me recorrió con la mirada,
lentamente, evaluando los zapatos gastados, la ropa arrugada, la
barba de varios días, las profundas ojeras delatoras de noches sin
dormir. Luego pasó las yemas de los dedos sobre el paquete, que en
algún momento lució un envoltorio elegante y perfecto, y ahora se
veía ajado y con el lazo marchito.
- ¿Qué es?
Me encogí de hombros, intentando
disimular la ansiedad que me corroía por dentro y que destilaba por
cada uno de mis poros.
- Ábrelo.
Adela esbozó una sonrisa ladeada,
dudando. Sabía -igual que lo sabía yo- que si abría aquel paquete,
si aceptaba aquel regalo, no habría marcha atrás. Pero yo contaba
con que su curiosidad fuera más fuerte que su prudencia y tuve que
contener un grito de triunfo cuando sus dedos finos, de uñas lacadas
en rosa pálido, tiraron del lazo despacio, casi con desgana.
Retirada la cinta de satén, el papel se vino abajo por cuenta
propia, dejando al descubierto una cajita de terciopelo azul marino
ligeramente cóncava en su parte superior.
Sus ojos se dilataron apenas, lo
suficiente para hacerme saber que creía haber adivinado el contenido
del estuche. Su respiración se aceleró levemente y percibí,
incluso, un ligero temblor en los dedos que aún rondaban el regalo,
sin decidirse a abrirlo.
- Es una joya de familia -dejé
caer, como al desgaire.
Fue el empujón definitivo, la
excusa que necesitaba para apartar la mano, el brazo, el cuerpo
entero. Del paquete, de la mesa, de mí. Se dio media vuelta y salió
huyendo de la cocina por la puerta del jardín, que atravesó a la
carrera, sin mirar atrás ni una sola vez, sin preocuparse por los
parterres de flores que pisoteaba, o el banco de hierro colado con el
que se golpeó al pasar, o la verja de madera, que quedó abierta de
par en par tras su precipitada salida, como una boca desdentada y
atónita.
Yo tomé la cajita de terciopelo y,
alzando la tapa, contemplé con una tierna sonrisa el monóculo de la
tía Julia, que aún conservaba cierto brillo añejo en su montura
dorada. Después, cerré de nuevo el estuche y lo dejé caer en el
bolsillo de mi chaqueta, del que extraje una sencilla alianza de oro
blanco. Con un suspiro, la hice girar entre mis dedos hasta localizar
el nombre grabado en su interior: Esperanza.
Había conseguido mi objetivo:
espantar a Adela con la amenaza de un compromiso definitivo, a los
que yo sabía que la muchacha era alérgica desde su más tierna
infancia. Ahora, al fin, era libre de pedir matrimonio a su hermana
pequeña sin que ella -su tutora legal y tenazmente encaprichada de
mí desde que supo que Esperanza me amaba- se interpusiera.
Recompuse lo mejor que pude mi
aspecto ante el espejo del pasillo y volé escaleras arriba para
informar a mi futura esposa del éxito de la estratagema, y colocar
en su dedo ese anillo que nunca perteneció a la tía Julia.
Finalista
de la IX edición del Concurso de Relatos "Cuarto y Mitad" (Biblioteca
Municipal Mario Vargas Llosa de Madrid y Mercado Barceló), noviembre
2025