viernes, 4 de julio de 2025

AMOR FILIAL

El día que le aceptamos como nuestro paladín, el héroe que debía cuidar de nosotros, se lo tomó muy en serio: se apuntó a un gimnasio para alcanzar la superfuerza; se compró unas gafas de visión nocturna para suplir los rayos láser; y siempre andaba a la caza de arañas por el jardín, tratando de que le picasen para poder trepar por las paredes. Cuando le dijimos que el enemigo era el cáncer, colgó las mallas y la capa en el perchero y corrió a inscribirse en la facultad de medicina.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, julio 2025)


jueves, 3 de julio de 2025

TODO POR AMOR

Jugador empedernido, nunca usa dos veces el mismo número de la lotería, alegando que tiene un sistema infalible. Hoy, una chica nueva le sonríe desde el otro lado de la ventanilla, y los billetes bailan ante sus ojos. “Elija usted por mí”, le dice, sin pensarlo. La muchacha le entrega un boleto; él lo paga religiosamente y lo guarda sin mirarlo, sin sospechar que es el último.

Años después, todavía lo lleva en la cartera, aún sin saber qué número es, ni si llegó o no a ganar aquel sorteo. El auténtico premio ha sido compartir su vida con ella.

Publicado en la web de la ONG Cinco Palabras (julio 2025)


martes, 1 de julio de 2025

EXCESO DE EQUIPAJE

Tengo la boca seca y no consigo dominar el temblor de mis manos. Hace apenas unas horas, su lengua recorría mi piel, nuestros pies se enredaban bajo las sábanas, los gemidos de mi boca morían en la suya. Y ahora, sus ojos vidriosos atraen a los míos como un imán. El color morado de su rostro, las marcas rojizas en el cuello, esa postura quebrada que le hace parecer un juguete roto.

El reloj me recuerda con malos modos que mi avión me espera. Los nervios me cierran el estómago y el cerebro. Si llamo a la policía no me dejarán marchar y, si me voy sin más, creerán que lo hice yo.

Finalmente, aunque con cierta premura, consigo llegar a tiempo al autobús que me conducirá hasta el aeropuerto. Como esperaba, reina el caos en el grupo: alguien ha olvidado el sombrero, otro alguien no encuentra el pasaporte, y un alguien más desastroso que los demás está convencido de haber perdido al niño hasta que lo ve al otro lado de una de las ventanillas.

Al bajar, ya en la terminal, el caos se reproduce, se amplía incluso. Yo me apresuro hacia la puerta de embarque sin mirar atrás. La maleta que quedará huérfana en el vientre del autobús no lleva ninguna etiqueta, lo más probable es que el conductor la deposite en objetos perdidos, y espero estar ya sobrevolando el océano para cuando el hedor comience a filtrarse por sus costuras.

Publicado en la Revista Digital de Valencia Escribe nº 14 (junio 2025)



lunes, 30 de junio de 2025

CAMBIO DE RUMBO

El día que decidió cogerse unas vacaciones, tomó a uno de sus acólitos, lo instruyó en sus deberes, y le traspasó manto y capucha negros, mientras ella se embutía en pantalón corto y camisa hawaiana para no desentonar en la playa de moda. A su regreso, halló sus dominios transformados: su sustituta vestía de corto y de blanco, lo había redecorado todo en tonos pastel, y los difuntos jugaban al mus y a la petanca, bebían mojitos, y por las noches bailaban los últimos éxitos de la radio bajo una bola de luces multicolores.

Sabía que su deber era enfurecerse, poner el grito en el cielo, hacer rodar cabezas con aquella guadaña que ahora colgaba de la pared como un vetusto trofeo. Pero, en vez de abrirles a todos un expediente, se limitó a firmar su jubilación anticipada con un mohín que a nada la comprometía, y regresó a la playa.

Ahora es instructora de pádel-surf, se ha llenado la melena de rastas y lleva en el hombro un tatuaje que reza: “Estoy de Muerte”.

Publicado en la web "EstaNocheTeCuento.com" (Tema: "Lo incorrrecto"), junio 2025

jueves, 26 de junio de 2025

UNA NUEVA RAZA

Ser una princesa sin castillo no es agradable. Vivir enclaustrada en Londres, en una casa victoriana pegada a otra casa victoriana idéntica a la casa victoriana que está pegada al otro lado, tampoco. Y si, además, el padre de esa princesa le ha puesto una guardia -únicamente con la sana intención de protegerla, por supuesto- que no la deja ni a sol ni a sombra, con el resultado de no poder dar un solo paso en libertad fuera de la dichosa casa victoriana, peor que peor.

Así pues, la princesa se aburre soberanamente. Pasa la mayor parte del día acodada en el balcón de su dormitorio, mirando a la gente que circula por la calle. Gente muy elegante, eso es cierto, su padre no iba a escoger una casa victoriana cualquiera para encerrar a su hija -siempre por su bien, por supuesto-, sino que ha elegido un barrio distinguido donde la crema y nata de la alta sociedad pasea montada a caballo o en carruaje por las lindes de un bonito parque cercano, dando toda la envidia del mundo y un poco más a la princesa, que lo tiene absolutamente vedado -solo por su seguridad, por supuesto-.

La princesa está harta de tanto “por supuesto”, está harta de la refinada decoración de su refinado dormitorio, y aún más de la refinada doncella que, cada mañana, le cepilla el cabello alzando hacia el techo su respingona nariz, como si esa tarea le repugnase profundamente. El rictus desagradable que jamás abandona su boca provoca en la princesa una absoluta aversión hacia ella, hasta tal punto que esta mañana echa la llave de su cuarto y le prohibe la entrada a la mujer que, tras aporrear la puerta un buen rato, se aleja por el corredor voceando que se va a quejar a su señor padre porque no es posible que una princesa vaya a vestirse sola.

La princesa suspira y coge de su guardarropa un vestido liviano y cómodo, nada de los complicados faldones y corsés que a la doncella le gusta endosarle -total, ¿para qué?, si no la ve nadie- y sujeta su hermosa cabellera con un simple lazo. Por primera vez en días, una sonrisa francamente divertida ilumina sus ojos: ¿qué diría su padre si la viera así ataviada? Él siempre tan regio, tan digno, tan preocupado por protegerla que la está matando de tedio. ¡Cómo añora su castillo en el campo, las correrías con su hermano pequeño, los dragones!

Ah, los dragones... Es perfectamente consciente de que ese es el verdadero motivo por el cual su padre la ha desterrado a Londres, para alejarla de aquellos “peligrosos monstruos” como él los califica, y que en realidad no son más que pobres criaturas condenadas a achicharrar, uno tras otro, a todos los caballeros que se presentan a las puertas de su cueva con el loable propósito de acabar con la bestia. O, al menos, eso es lo que creen ellos, lo que todo el mundo cree, en realidad: lo que unas cuantas mentiras basadas en el miedo han propagado a lo largo de los siglos.

Pero la princesa conoce lo que esconde el corazón de esos pobres seres: leyó el pavor y la impotencia en los ojos de una cría de dragón con la que tropezó en el bosque durante una de sus excursiones, y que cada vez que estornudaba se abrasaba una pata o la barriga o la cola. Y ahí fue donde tuvo la inspiración de preparar una pócima a base de extractos de plantas, leche y miel que solucionara el problema de la criatura por el sencillo procedimiento de apagar su fuego. La cría de dragón se tomó el brebaje sin rechistar y, por primera vez, pudo abrir la boca sin provocar un incendio a su alrededor. La princesa era consciente de que acababa de privarle de su mejor defensa ante los caballeros que, sin ninguna duda, irían a darle caza, pero se la veía tan feliz...

Pronto se corrió la voz y los dragones hacían cola en el bosque que rodeaba el castillo de la princesa para que les liberase de su maldición, hasta que llegó a oídos de su padre, que -por supuesto- consideró muy poco digna semejante ocupación, y la empaquetó en un carruaje con destino a la casa de la ciudad en la que se encuentra ahora, enclaustrada y aburrida a más no poder.

En ese momento, una figura femenina parada en la acera llama su atención: unos ojos cautivadores de mirada intensa se clavan en los suyos y la princesa se queda sin aliento ante la delicadeza de los rasgos de la mujer. No debe rebasar por mucho los treinta años y sostiene contra su pecho un montón de libros. La ha visto pasar más de una vez calle arriba por la mañana temprano, y calle abajo a última hora de la tarde, y mientras le arden las mejillas bajo su escrutinio, se pregunta a dónde irá. La mujer sonríe de pronto, una sonrisa de una timidez que resulta arrebatadora, y con un pequeño gesto de la mano que hace tambalearse por un breve instante la pila de libros, se despide y desaparece tras la siguiente esquina.

La princesa no sabe quién es esa mujer, pero está decidida a averiguarlo. Motivada por primera vez en mucho tiempo -en realidad, desde que pisó esta maldita casa-, corre a vestirse adecuadamente para salir a la calle, requiere con urgencia los servicios de la doncella -que acude con cara agria y sin ninguna prisa- para arreglarse el cabello, y tolera la compañía de la pareja de fornidos vigilantes sin los que sabe que será imposible su aventura. Aguarda toda la tarde sentada en las escaleras de la entrada, ardiendo de impaciencia, consciente de que su padre no aprobaría que toda una princesa espere, tirada por los suelos, a una desconocida cualquiera. Pero le da igual. Por suerte, él no está aquí para hacerle reproche alguno y, cuando el informe llegue a sus manos -está convencida de que así será-, espera haber resuelto aquel enigma.

Por fin, las largas horas de espera dan su fruto y la mujer reaparece en la calle, desandando el camino recorrido por la mañana. Su rostro refleja evidente sorpresa al encontrar a la joven fuera de su prisión, y duda si acercarse o no. La princesa, al ver que la otra ralentiza el paso, se apresura a acudir a su encuentro, se presenta, le toma las manos, parlotea excitada, la ayuda entre risas a recoger los libros que, sin querer, ha esparcido por los suelos con su amistoso gesto. La mujer la deja hablar, responde a sus preguntas brevemente -el entusiasmo de la muchacha no le deja mucho espacio-, consiente en que la acompañe de vuelta a su hogar para seguir charlando por el camino.

Así, la princesa se entera de que procede de un diminuto pueblecito perdido en el campo en el que ejercía de maestra, y que su pasión por la palabra escrita la llevó a mudarse a la capital, donde a la sazón se gana la vida como bibliotecaria. ¡Ah, la biblioteca! ¡Cómo le gustaría conocer una! La mujer se espanta: ¿es que nunca ha estado en una biblioteca? Eso tiene fácil remedio: emplaza a la princesa a acompañarla al día siguiente y se la enseñará con mucho gusto. La muchacha, entusiasmada, renuncia a la cena de esa noche -sería incapaz de tragar un solo bocado- y la pasa en blanco, tan nerviosa y emocionada se encuentra ante la aventura que la aguarda.

Por la mañana temprano, cuando la bibliotecaria pasa por su puerta camino del trabajo, la princesa ya está en la calle, esperándola con impaciencia mal contenida. La mujer sonríe y caminan juntas, con los imponentes guardias tras ellas, hasta llegar al venerable edificio que alberga la extensa colección de libros de la ciudad. La joven admira las regias columnas de mármol, las enormes puertas labradas, los suelos brillantes, las mesas pulidas. Desliza los dedos por el lomo de los volúmenes dispuestos en decenas de estantes que trepan hasta los altos techos, escala peldaños aquí y allá para alcanzar uno u otro ejemplar que llama su atención, los abre, los hojea, lee alguno que otro párrafo, alaba las ilustraciones.

La bibliotecaria sonríe como quien lleva a un niño al circo para que se deleite con sus maravillas. Parpadea, sorprendida, cuando la princesa le pide, le ruega, que la deje trabajar allí con ella, codo con codo, para disfrutar del tesoro recién descubierto. Indulgente, le explica que eso no está en su mano, pero que puede visitar la biblioteca las veces que quiera y pasar allí el tiempo que desee. Todos aquellos libros están a su disposición.

Ni corta ni perezosa, la princesa -antes abatida reclusa, ahora lectora contumaz y sin medida- devora páginas y páginas, lo mismo de sesuda ciencia que de amena novela, hasta que decide emprender ella misma el arduo camino de la literatura. La bibliotecaria habilita para ella una de las mesas de lectura, le proporciona papel, pluma y tinta, y ve con satisfacción cómo las historias van brotando de aquella cabecita joven y fértil, igual que las flores en un jardín recién abonado, bien regado y con abundante sol.

En sus ratos de descanso, le cuenta a la mujer sus teorías sobre los dragones, le arranca la promesa de que la ayudará a convencer a su padre para dejarla regresar al castillo a proseguir con la tarea de extinguir su fuego. Quizá de esa manera logren, por fin, detener los incendios de aldeas y las matanzas de dragones, y puedan convivir todos en paz, sin incómodos guardias ni latosas doncellas.

Esta noche, la princesa se duerme feliz, apretando contra su pecho una carta recién llegada de su padre en la que anuncia su inminente visita -la ocasión ideal para presentarle a su nueva amiga y poner en marcha su plan-, y sueña con viajar por todo el país a lomos de un dragón, reuniendo miles de libros que acomodará en el castillo y pondrá a disposición de caballeros y aldeanos por igual.

Y así nacerá una nueva raza: la princesa bibliotecaria.

Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025


lunes, 23 de junio de 2025

CLAVE INCORRECTA

Es la tercera vez que llamo al timbre. Ya estoy por dar media vuelta cuando, al fin, la puerta se abre y aparece ante mí el que supongo es el dueño de la casa. Viste vaqueros y camiseta ajustada y, de no ser por ese aire despistado tras las gafitas redondas sin montura, como de científico de comedia de serie B, habría jurado que estoy ante un modelo publicitario: solo le falta sonreír y agitar ante mis narices un frasco de loción para después del afeitado. Aunque quizá sería más apropiado un champú, con esa melena revuelta que gasta, incluido el flequillo con mechón blanco. Tendrá unos cuarenta años, y un rápido y disimulado escrutinio de arriba a abajo y de abajo a arriba me revela que está en buena forma física. Muy buena forma física.

Abro la boca para recitar esa estúpida frase que mi jefe me obliga a soltar -un día de estos voy a tener con él unas palabritas sobre su talento poético- pero, antes de poder emitir sonido alguno, una infernal algarabía resuena desde el interior de la casa, sobresaltándome hasta tal punto que estoy en un tris de soltar la caja de pizza que llevo en las manos.

El tipo sonríe. Seguro que se ha demorado a propósito en acudir para disfrutar con el susto que me ha pegado. Abre la puerta del todo, con un gesto de la mano me invita a entrar y me señala una mesita para que deposite en ella la pizza. Mientras él rebusca el importe en sus bolsillos, me libro de mi carga y me pongo a curiosear la ingente cantidad de relojes que cubren todo el espacio disponible. Hay enormes carrillones en cada rincón, relojes de péndulo y de cuco colgando de las paredes, y sobre los muebles se apilan todo tipo de relojes de sobremesa, grandes y pequeños, antiguos y modernos, con figuritas que bailan o con esferas giratorias, de sencillo acero o con intrincados adornos de metal dorado, incluso hay uno con un pajarillo de cristal que se inclina a beber de una fuente de agua corriente al compás de las campanadas. Montones de campanadas. Campanadas por todas partes. Vibrando en el aire y resonando en mi cabeza, atronando mis oídos y haciendo eco en mi pecho, obligándome a chillar hasta quedarme afónica para hacerme entender por el devorador de pizzas.

Y, de pronto, silencio total. Tan solo mi grito en curso queda suspendido un instante en el ambiente saturado de tic-tacs antes de cerrar bruscamente la boca y ruborizarme hasta la raíz del cabello. El tipo suelta una risita y me da el dinero. Lo meto en mi propio bolsillo, pero me quedo allí plantada, aguardando una explicación. Es lo menos que me debe a cambio del sobresalto que me he llevado.

Entusiasmado al percibir mi interés, procede a explicarme con pelos y señales el origen de cada uno de los mecanismos, que siguen marcando el tiempo a su ritmo, ajenos a la curiosidad de que son objeto. Pero, en realidad, no quiero saber que aquel ha pertenecido a una princesa de Baviera, o que este otro ha sido rescatado de los nazis tras la guerra, o la frecuencia con la que hay que darle cuerda al carrillón más viejo de todos, que por lo visto está hecho a mano con las maderas más nobles. Lo que le pregunto, interrumpiendo con cierta brusquedad su vehemente perorata, es por qué: por qué tiene todos esos relojes. El tipo parpadea, cogido por sorpresa, antes de responder:

- El tiempo es la clave.

Ahora es mi turno de parpadear, perpleja.

- ¿La clave de qué?

- Del pasado, del futuro... ¡de todo!

Definitivamente”, pienso, “está majara”. Comienzo a retroceder murmurando que aún tengo que repartir un montón de pizzas que se están enfriando en la moto, cuando él me agarra por el brazo y se acerca mucho a mi rostro para susurrarme al oído:

- Hoy es el día.

Ay madre. Como una chota, total.”

- Estupendo. Esto... yo me tengo que marchar, de verdad.

- Y te lo puedo demostrar. ¿Me acompañas?

A pesar de la inquietud que sus divagaciones me producen, no puedo evitar sentir cierta atracción por este hombre. Modelo publicitario o científico despistado, emana de él un aura de candor y confianza difícil de ignorar. Mientras mi cerebro da forma a las excusas pertinentes para salir pitando de aquí, mi lengua -loca irresponsable- suelta un “sí, claro” que me hace arrepentirme apenas lo he pronunciado.

Pero ya es tarde: el tipo tiene esa expresión que se les pone a los niños en la cara cuando se les promete un helado de chocolate gigante o un viaje extra en el tiovivo, y ahora a ver quién es el guapo que se contradice. Además, tampoco me da ocasión para ello: cogiendo al vuelo unas llaves de un clavo que cuelga de la pared -en un diminuto, muy, muy diminuto espacio que ha resistido a la invasión relojera-, sale disparado por la puerta, aún abierta, arrastrándome con él. Trastabillo escaleras abajo, protestando que a él se va a enfriar la pizza y que a mí me van a despedir si no vuelvo de inmediato.

Todo inútil. En cuestión de minutos, rodamos en un utilitario de color verde esmeralda -nunca había visto un verde tan verde- por la carretera de la costa, rumbo a no sé qué playa que asegura que es el lugar ideal para el experimento. “¿Experimento? ¿Qué experimento?”. Empiezo a asustarme, temiendo que el tipo haya enloquecido y tenga un arma nuclear escondida en uno de los relojes, o algo así, cuando toma derrapando un camino de tierra parcialmente oculto por árboles y matojos y, traqueteando, llegamos a destino. O eso me figuro, porque él detiene el motor y corre a buscar algo del maletero.

La bomba”, pienso, con la boca repentinamente seca. Pero no: solo es un reloj. Otro reloj. El tipo me toma de la mano y me conduce hasta la orilla. Me hace sentarme en la arena caldeada por el sol, junto a él, y coloca el reloj entre ambos. Es bonito, hay que reconocerlo: una esfera ovalada en el centro, rodeada de delfines y tortugas marinas labrados en plata, que emite unos suaves chasquidos en lugar del consabido tic-tac.

- Pronto será la hora -sentencia, mirando al frente.

Sigo la dirección de sus ojos y paseo los míos por la playa marcada por la presencia humana: una tumbona rota, cigarrillos esparcidos por doquier, trozos informes de comida llenos de moscas, una rueda de bicicleta pinchada, una botella de agua medio llena, pedazos de vidrio que aún apestan a cerveza. Las olas que se acercan, cansinas, hasta la orilla, tienen una pátina de algo aceitoso mezclado con su espuma, que no es blanca sino de un tono ocre sucio y repulsivo. Algo más allá, restos de plástico -bolsas o bidones o vaya usted a saber- flotan mecidos por el vaivén que en tiempos fue brioso y que ahora se ha vuelto apático, como si se hubiera dado por vencido.

El tipo acaricia el reloj cuando éste da las ocho. El sol inicia su lento descenso hacia la línea del horizonte: nos queda apenas una hora de luz.

- ¿Y ahora, qué? -pregunto con timidez.

Aún no estoy del todo convencida de que el artilugio no lleve camuflado un dispositivo que haga surgir, desde un silo submarino oculto, un misil destinado a aniquilar a la raza destructora del planeta. El tipo se encoge de hombros.

- No lo sé. Sólo sé que la clave es el tiempo, pero no tengo muy claro cómo utilizarlo para arreglarlo todo.

Respiro, aliviada: no vamos a volar por los aires, después de todo. No de inmediato, al menos, y no por su culpa. Le miro de reojo. Su perfil es bonito. Y ese aire de determinación, de caballero andante con un reloj por armadura, me resulta muy atractivo. Por un momento, fantaseo con la idea de pegarme a él, acariciar su espalda, quizá mordisquearle el lóbulo de la oreja... y dejar que la situación se resuelva por sí sola. Estoy en esa etapa de mi vida en la que necesito con urgencia un cambio, a ser posible a mejor: seguir viviendo en casa de mi madre con veinticinco años y trabajar como repartidora en una pizzería no es para lanzar cohetes, precisamente, aunque hace tan solo unos minutos pensara que eso es justo lo que estábamos a punto de hacer.

Decidida a intentarlo, inicio la aproximación pero, apenas mi mano se ha posado en su espalda, él se pone tenso y presiento un rechazo fulminante en el minuto uno de mi avance. Ya estoy buscando una justificación cuando el tipo grita y se levanta de un salto. “Pues tampoco es para tanto”, pienso, consternada. Pero él sigue gritando y señalando un punto a su derecha. Le sigo cuando sale a la carrera levantando olas de arena a su alrededor.

- ¿Qué pasa? -pregunto, sin aliento, al darle por fin alcance.

- ¡Mira! -señala, exultante.

Ha rescatado un objeto semienterrado y le está quitando la arena con un extremo de su camiseta. Procuro ignorar la parcela de piel desnuda que queda a la vista y que me tienta poderosamente. Carraspeando, pregunto:

- ¿Y para qué queremos una vieja máquina de escribir? Seguro que ni siquiera funciona.

Pero él sigue limpiándola hasta dejarla razonablemente presentable y, con reverencia, la coloca en el suelo, ante él. Me parece escuchar el sonido de unos tambores lejanos y un escalofrío me recorre el cuerpo.

- A este paso vamos a terminar en Jumanji, ya verás, luchando por nuestra vida en una selva tenebrosa llena de criaturas letales -murmuro, dejando volar la imaginación, que de eso, precisamente, no me falta.

Pero el tecleo de la máquina apaga los tambores de mi cabeza: el tipo escribe a toda velocidad -¿de dónde demonios ha sacado este hombre un papel en blanco?- y habría jurado que la tierra tiembla bajo mis pies. Cuando por fin se detiene, aguardo conteniendo el aliento a que vuelvan los tambores o a que una estampida de rinocerontes nos pase por encima o a que lluevan arañas de este precioso cielo crepuscular.

Un momento... ¿precioso cielo crepuscular? ¿Precioso, en serio? ¿Qué ha sido de los densos nubarrones y las estelas blancas que contaminaban la atmósfera hace unos minutos? Echo un vistazo alrededor: ni rastro de plásticos en el agua ni de desechos en la arena, que luce sin una sola huella, ni siquiera las nuestras. Pequeñas olas lamen la orilla, juguetonas, con un alegre susurro de lo más encantador. Incluso una pareja de delfines -¡delfines, por Dios!- salta a lo lejos en el agua clara y limpia como nunca la he visto. No consigo cerrar la boca.

El tipo se levanta del suelo, con un suspiro satisfecho, y me toma de la mano.

- Bueno, pues ya está resuelto: al parecer, no había elegido el artefacto adecuado. Ahora ya podemos volver a lo que estábamos.

Y me toma de la cintura para estamparme un ardiente beso en la boca que me sabe a gloria y me nubla los sentidos. Tanto que, mientras le echo los brazos al cuello y me abandono a sus labios, me parece atisbar por el rabillo del ojo, justo antes de cerrarlos, a un gigantesco y pacífico dinosaurio dándose un baño.

Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025


viernes, 20 de junio de 2025

LA MÁS POPULAR

Susana tararea mientras limpia con esmero los marcos de los cuadros. En el Museo todos la adoran. El Caballero de la Mano en el Pecho juega a esconder cada día un dedo diferente bajo la palma para hacerla reír. El Emperador Carlos V hace caracolear a su caballo cuando ella pasa por delante. La Maja Desnuda le guiña un ojo con picardía y la Vestida le regala una dulce sonrisa. Y de vez en cuando, las Tres Gracias salen del lienzo para intercambiar impresiones con ella tomando el té.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, junio 2025)


jueves, 12 de junio de 2025

NO ESTÁS SOLA

Por tu alma han pasado risas y han pasado llantos. En ella han cabido la compasión y la empatía y la generosidad. Ahora veo cómo la inunda el miedo de enfrentar sola ese temido momento, seguido del alivio de saber que yo estaré contigo cuando llegue. Me siento a tu lado, tomo entre las mías tus manos arrugadas, que tantas veces me han servido de guía y, juntas, miramos caer la lluvia sobre los cristales, para compartir ese silencio infinito que precede al vuelo de un espíritu libre hacia su última morada.

Publicado en la web de la ONG Cinco Palabras (junio 2025)


martes, 10 de junio de 2025

EL LAZO ROJO

Pablo sale con las ovejas, como cada mañana. Como cada mañana, llega a los pastos, arenga a los perros y se asegura de que todo está en orden antes de sentarse bajo un roble centenario, sin perder de vista el rebaño. También como cada mañana, da alguna que otra cabezada cuando el sol está en lo alto y el contenido de su hatillo -pan, queso y una bota de vino recio- le entibia el estómago. Y, como cada mañana desde hace dos semanas, cuando abre los ojos de nuevo encuentra a una de las ovejas -una diferente cada día- con un gran lazo rojo atado al cuello.

Maldiciendo, se levanta y se dirige hacia la susodicha, le arranca el lazo y lo pisotea, enojado. Después les echa a los perros una tremenda filípica, reprochándoles a gritos que no cumplan con su cometido, a saber, impedir que nadie se acerque a las ovejas. Los animales agachan las orejas y esconden el rabo entre las patas ante la furia que muestra Pablo, aunque saben tan bien como él que su cometido es, en realidad, impedir que lobos o raposas o carniceros similares se lleven a las ovejas, o que éstas se pongan en peligro al alejarse del grupo. Pero una tira de seda atada flojamente en torno al cuello no puede hacerles mal alguno y, en estas dos semanas, no se ha producido ninguna otra irregularidad.

Pablo sabe también que esas mínimas siestas que tanto disfruta son el lapso que el infractor aprovecha para burlarse de él, y que en caso de llegar esta situación a oídos de su padre, la diatriba que acaba de dedicarles a sus fieles compañeros de vigilancia no sería nada en comparación con la que caería sobre su propia cabeza por descuidar la guardia. Decidido a resolver el misterio, se propone prescindir de su acostumbrado almuerzo para evitar la consiguiente somnolencia y pillar al delincuente con las manos en la masa.

Así pues, a la mañana siguiente Pablo actúa con normalidad, hasta el momento de sentarse bajo el árbol. Con los brazos cruzados sobre el pecho, va dejando caer poco a poco la cabeza hasta dar la impresión de dormitar plácidamente, aunque en realidad sus ojos entrecerrados no pierden detalle. “A ver qué animal elije hoy ese bribón”, piensa intrigado, pues todas las ovejas han lucido ya el símbolo de su ignominia.

Un revuelo en las lindes del rebaño le pone en alerta, si bien consigue mantener inalterada la postura. Le sorprende que los perros vayan de acá para allá agitando el rabo, como si conociesen al intruso. “Eso explicaría por qué no ladran”, razona. Y, de pronto, ahí está: un enorme lazo rojo navegando en aquel océano de níveas lanas. ¿Cuál es la oveja escogida? Pablo alza la cabeza y estira el cuello, pero es incapaz de distinguir a la portadora. Indignado y curioso a partes iguales, se levanta y se abre paso a trompicones entre los vellosos cuerpos hasta alcanzar el mismo centro del grupo.

Boquiabierto, parpadea una y otra vez sin dar crédito a lo que ven sus ojos: no es una oveja quien lleva esta vez la llamativa cinta de seda, sino una muchacha de largos cabellos color miel y miembros esbeltos, que se pasea a cuatro patas entre los borregos completamente desnuda. Su piel bronceada reluce bajo el sol con una fina pátina de sudor, debido sin duda al ejercicio tanto como al calor que desprenden los animales que la rodean. Pablo siente un fulminante tirón en las entrañas y la llamarada de ira de sus pupilas vira con rapidez a una clase de fuego muy diferente. “Elena, quién iba a ser, si no”, se dice, sin poder evitar que una sonrisa lasciva se derrame por su boca.

La joven se incorpora, sin pudor alguno, se muerde el labio inferior, entorna los ojos con una sensualidad que a Pablo se le antoja irresistible. El pastor tira del lazo con los dedos, los enreda en su cabellera, los desliza por los pechos perfectos. Elena gime, echa atrás la cabeza y se abandona a sus caricias, que devienen tórridas en un suspiro. Sabe que el zagal, que hasta entonces no le prestaba atención alguna, ahora es suyo sin remedio. Él también lo sabe. Y lo celebran entre las ovejas, que siguen paciendo sin prestar atención a los dos cuerpos que ruedan por la hierba envueltos en los jirones de un enorme lazo rojo.

Finalista en el 5º Certamen de Relato Corto "Sin-Vergüenza/Kanaya" de la Asociación Cultural Eclipse (Valladolid), abril 2025


viernes, 6 de junio de 2025

JUEGOS DE MUSA

Un poeta y su piano

aguardan con impaciencia

de una musa la presencia

que una canción les inspire

para que todos admiren

su arte.


Mas de la musa la ausencia

les provoca cierto enfado:

ambos están ya cansados

de llamarla y de esperar,

sin ton ni son declamar

sus versos.


Versos sin pies ni cabeza,

canciones sin ritmo ni gracia:

no hace falta perspicacia

para ver que aquellas notas

las ha compuesto un idiota

sin genio.


La musa, mientras, oculta,

del compositor se mofa

sin soplarle ni una estrofa

de una canción, ni un poema,

ni la armonía suprema

de un aria.


El piano, por su cuenta,

ensaya una melodía,

carente de simetría

pero que tiene su encanto.

El poeta, mientras tanto,

delira:


ve pasar ante sus ojos

una fila de corcheas

que emprenden una pelea

con fusas y semifusas

convertidas en medusas

de tierra.


Después las blancas y negras,

las redondas y la clave

emprenden vuelo de ave

surfeando el pentagrama,

cubiertas con un pijama

de felpa.


Del poeta y su piano

al final se compadece

y, magnánima, aparece

envuelta en su luz difusa,

la musa,


para inspirarles sonatas

y que no den más la lata.


Finalista en el 15º Certamen "Picapedreros" de Poesía, de la revista "La Oca Loca" (Daroca, Zaragoza), abril 2025