Es
la tercera vez que llamo al timbre. Ya estoy por dar media vuelta
cuando, al fin, la puerta se abre y aparece ante mí el que supongo
es el dueño de la casa. Viste vaqueros y camiseta ajustada y, de no
ser por ese aire despistado tras las gafitas redondas sin montura,
como de científico de comedia de serie B, habría jurado que estoy
ante un modelo publicitario: solo le falta sonreír y agitar ante mis
narices un frasco de loción para después del afeitado. Aunque quizá
sería más apropiado un champú, con esa melena revuelta que gasta,
incluido el flequillo con mechón blanco. Tendrá unos cuarenta años,
y un rápido y disimulado escrutinio de arriba a abajo y de abajo a
arriba me revela que está en buena forma física. Muy buena forma
física.
Abro
la boca para recitar esa estúpida frase que mi jefe me obliga a
soltar -un día de estos voy a tener con él unas palabritas sobre su
talento poético- pero, antes de poder emitir sonido alguno, una
infernal algarabía resuena desde el interior de la casa,
sobresaltándome hasta tal punto que estoy en un tris de soltar la
caja de pizza que llevo en las manos.
El
tipo sonríe. Seguro que se ha demorado a propósito en acudir para
disfrutar con el susto que me ha pegado. Abre la puerta del todo, con
un gesto de la mano me invita a entrar y me señala una mesita para
que deposite en ella la pizza. Mientras él rebusca el importe en sus
bolsillos, me libro de mi carga y me pongo a curiosear la ingente
cantidad de relojes que cubren todo el espacio disponible. Hay
enormes carrillones en cada rincón, relojes de péndulo y de cuco
colgando de las paredes, y sobre los muebles se apilan todo tipo de
relojes de sobremesa, grandes y pequeños, antiguos y modernos, con
figuritas que bailan o con esferas giratorias, de sencillo acero o
con intrincados adornos de metal dorado, incluso hay uno con un
pajarillo de cristal que se inclina a beber de una fuente de agua
corriente al compás de las campanadas. Montones de campanadas.
Campanadas por todas partes. Vibrando en el aire y resonando en mi
cabeza, atronando mis oídos y haciendo eco en mi pecho, obligándome
a chillar hasta quedarme afónica para hacerme entender por el
devorador de pizzas.
Y,
de pronto, silencio total. Tan solo mi grito en curso queda
suspendido un instante en el ambiente saturado de tic-tacs antes de
cerrar bruscamente la boca y ruborizarme hasta la raíz del cabello.
El tipo suelta una risita y me da el dinero. Lo meto en mi propio
bolsillo, pero me quedo allí plantada, aguardando una explicación.
Es lo menos que me debe a cambio del sobresalto que me he llevado.
Entusiasmado
al percibir mi interés, procede a explicarme con pelos y señales el
origen de cada uno de los mecanismos, que siguen marcando el tiempo a
su ritmo, ajenos a la curiosidad de que son objeto. Pero, en
realidad, no quiero saber que aquel ha pertenecido a una princesa de
Baviera, o que este otro ha sido rescatado de los nazis tras la
guerra, o la frecuencia con la que hay que darle cuerda al carrillón
más viejo de todos, que por lo visto está hecho a mano con las
maderas más nobles. Lo que le pregunto, interrumpiendo con cierta
brusquedad su vehemente perorata, es por qué: por qué tiene todos
esos relojes. El tipo parpadea, cogido por sorpresa, antes de
responder:
-
El tiempo es la clave.
Ahora
es mi turno de parpadear, perpleja.
-
¿La clave de qué?
-
Del pasado, del futuro... ¡de todo!
“Definitivamente”,
pienso, “está majara”. Comienzo a retroceder murmurando que aún
tengo que repartir un montón de pizzas que se están enfriando en la
moto, cuando él me agarra por el brazo y se acerca mucho a mi rostro
para susurrarme al oído:
-
Hoy es el día.
“Ay
madre. Como una chota, total.”
-
Estupendo. Esto... yo me tengo que marchar, de verdad.
-
Y te lo puedo demostrar. ¿Me acompañas?
A
pesar de la inquietud que sus divagaciones me producen, no puedo
evitar sentir cierta atracción por este hombre. Modelo publicitario
o científico despistado, emana de él un aura de candor y confianza
difícil de ignorar. Mientras mi cerebro da forma a las excusas
pertinentes para salir pitando de aquí, mi lengua -loca
irresponsable- suelta un “sí, claro” que me hace arrepentirme
apenas lo he pronunciado.
Pero
ya es tarde: el tipo tiene esa expresión que se les pone a los niños
en la cara cuando se les promete un helado de chocolate gigante o un
viaje extra en el tiovivo, y ahora a ver quién es el guapo que se
contradice. Además, tampoco me da ocasión para ello: cogiendo al
vuelo unas llaves de un clavo que cuelga de la pared -en un diminuto,
muy, muy diminuto espacio que ha resistido a la invasión relojera-,
sale disparado por la puerta, aún abierta, arrastrándome con él.
Trastabillo escaleras abajo, protestando que a él se va a enfriar la
pizza y que a mí me van a despedir si no vuelvo de inmediato.
Todo
inútil. En cuestión de minutos, rodamos en un utilitario de color
verde esmeralda -nunca había visto un verde tan verde- por la
carretera de la costa, rumbo a no sé qué playa que asegura que es
el lugar ideal para el experimento. “¿Experimento? ¿Qué
experimento?”. Empiezo a asustarme, temiendo que el tipo haya
enloquecido y tenga un arma nuclear escondida en uno de los relojes,
o algo así, cuando toma derrapando un camino de tierra parcialmente
oculto por árboles y matojos y, traqueteando, llegamos a destino. O
eso me figuro, porque él detiene el motor y corre a buscar algo del
maletero.
“La
bomba”, pienso, con la boca repentinamente seca. Pero no: solo es
un reloj. Otro reloj. El tipo me toma de la mano y me conduce hasta
la orilla. Me hace sentarme en la arena caldeada por el sol, junto a
él, y coloca el reloj entre ambos. Es bonito, hay que reconocerlo:
una esfera ovalada en el centro, rodeada de delfines y tortugas
marinas labrados en plata, que emite unos suaves chasquidos en lugar
del consabido tic-tac.
-
Pronto será la hora -sentencia, mirando al frente.
Sigo
la dirección de sus ojos y paseo los míos por la playa marcada por
la presencia humana: una tumbona rota, cigarrillos esparcidos por
doquier, trozos informes de comida llenos de moscas, una rueda de
bicicleta pinchada, una botella de agua medio llena, pedazos de
vidrio que aún apestan a cerveza. Las olas que se acercan, cansinas,
hasta la orilla, tienen una pátina de algo aceitoso mezclado con su
espuma, que no es blanca sino de un tono ocre sucio y repulsivo. Algo
más allá, restos de plástico -bolsas o bidones o vaya usted a
saber- flotan mecidos por el vaivén que en tiempos fue brioso y que
ahora se ha vuelto apático, como si se hubiera dado por vencido.
El
tipo acaricia el reloj cuando éste da las ocho. El sol inicia su
lento descenso hacia la línea del horizonte: nos queda apenas una
hora de luz.
-
¿Y ahora, qué? -pregunto con timidez.
Aún
no estoy del todo convencida de que el artilugio no lleve camuflado
un dispositivo que haga surgir, desde un silo submarino oculto, un
misil destinado a aniquilar a la raza destructora del planeta. El
tipo se encoge de hombros.
-
No lo sé. Sólo sé que la clave es el tiempo, pero no tengo muy
claro cómo utilizarlo para arreglarlo todo.
Respiro,
aliviada: no vamos a volar por los aires, después de todo. No de
inmediato, al menos, y no por su culpa. Le miro de reojo. Su perfil
es bonito. Y ese aire de determinación, de caballero andante con un
reloj por armadura, me resulta muy atractivo. Por un momento,
fantaseo con la idea de pegarme a él, acariciar su espalda, quizá
mordisquearle el lóbulo de la oreja... y dejar que la situación se
resuelva por sí sola. Estoy en esa etapa de mi vida en la que
necesito con urgencia un cambio, a ser posible a mejor: seguir
viviendo en casa de mi madre con veinticinco años y trabajar como
repartidora en una pizzería no es para lanzar cohetes, precisamente,
aunque hace tan solo unos minutos pensara que eso es justo lo que
estábamos a punto de hacer.
Decidida
a intentarlo, inicio la aproximación pero, apenas mi mano se ha
posado en su espalda, él se pone tenso y presiento un rechazo
fulminante en el minuto uno de mi avance. Ya estoy buscando una
justificación cuando el tipo grita y se levanta de un salto. “Pues
tampoco es para tanto”, pienso, consternada. Pero él sigue
gritando y señalando un punto a su derecha. Le sigo cuando sale a la
carrera levantando olas de arena a su alrededor.
-
¿Qué pasa? -pregunto, sin aliento, al darle por fin alcance.
-
¡Mira! -señala, exultante.
Ha
rescatado un objeto semienterrado y le está quitando la arena con un
extremo de su camiseta. Procuro ignorar la parcela de piel desnuda
que queda a la vista y que me tienta poderosamente. Carraspeando,
pregunto:
-
¿Y para qué queremos una vieja máquina de escribir? Seguro que ni
siquiera funciona.
Pero
él sigue limpiándola hasta dejarla razonablemente presentable y,
con reverencia, la coloca en el suelo, ante él. Me parece escuchar
el sonido de unos tambores lejanos y un escalofrío me recorre el
cuerpo.
-
A este paso vamos a terminar en Jumanji, ya verás, luchando por
nuestra vida en una selva tenebrosa llena de criaturas letales
-murmuro, dejando volar la imaginación, que de eso, precisamente, no
me falta.
Pero
el tecleo de la máquina apaga los tambores de mi cabeza: el tipo
escribe a toda velocidad -¿de dónde demonios ha sacado este hombre
un papel en blanco?- y habría jurado que la tierra tiembla bajo mis
pies. Cuando por fin se detiene, aguardo conteniendo el aliento a que
vuelvan los tambores o a que una estampida de rinocerontes nos pase
por encima o a que lluevan arañas de este precioso cielo
crepuscular.
Un
momento... ¿precioso cielo crepuscular? ¿Precioso, en serio? ¿Qué
ha sido de los densos nubarrones y las estelas blancas que
contaminaban la atmósfera hace unos minutos? Echo un vistazo
alrededor: ni rastro de plásticos en el agua ni de desechos en la
arena, que luce sin una sola huella, ni siquiera las nuestras.
Pequeñas olas lamen la orilla, juguetonas, con un alegre susurro de
lo más encantador. Incluso una pareja de delfines -¡delfines, por
Dios!- salta a lo lejos en el agua clara y limpia como nunca la he
visto. No consigo cerrar la boca.
El
tipo se levanta del suelo, con un suspiro satisfecho, y me toma de la
mano.
-
Bueno, pues ya está resuelto: al parecer, no había elegido el
artefacto adecuado. Ahora ya podemos volver a lo que estábamos.
Y
me toma de la cintura para estamparme un ardiente beso en la boca que
me sabe a gloria y me nubla los sentidos. Tanto que, mientras le echo
los brazos al cuello y me abandono a sus labios, me parece atisbar
por el rabillo del ojo, justo antes de cerrarlos, a un gigantesco y
pacífico dinosaurio dándose un baño.
Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025