viernes, 30 de junio de 2023

EL CAOS NO HACE DISTINCIONES

La reforma del edificio de los juzgados traía de cabeza a jueces y letrados por igual. Los reos se quejaban continuamente del ruido, del polvo, y en especial del frío que se colaba por las ventanas sin cristales. Los propios obreros también estaban deseando finalizar las obras porque todos los días se tropezaban con una cláusula aplastada tras un ladrillo, una estipulación atascada dentro de una tubería, o un requerimiento enterrado bajo un saco de yeso. Los expedientes desaparecían, las diligencias se daban a la fuga y la pétrea efigie de la Justicia se había colocado, aparte de la venda en los ojos, tapones en los oídos, porque decía que le resultaba imposible concentrarse con semejante barbarie. “En estas condiciones no se puede trabajar”, rezaba esta mañana una pancarta bajo la ilustre señora.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (octubre 2022)

jueves, 29 de junio de 2023

TE LO DICE UN EXPERTO

Los cínicos no sirven para este oficio, me dijo una vez un colega. Yo creo que, precisamente, somos los cínicos los que mejor lo desempeñamos. A los que tienen miedo a hablar en público se les aconseja que imaginen a la audiencia desnuda. Mi consejo para triunfar en esta profesión es imaginarse al objetivo muerto. Así, no supone ningún problema apretar el gatillo.

Ganador del XV Concurso Getafe Negro de Microrrelatos (octubre 2022)

 

miércoles, 28 de junio de 2023

HA NACIDO UNA LEYENDA

Sintió una sacudida. Luego otra. Y otra más. Su mente se negaba a salir del sueño en el que había estado sumido durante tanto tiempo, pero aquellos golpes y un ruido infernal a su alrededor terminaron por devolverle la consciencia. Abrió los ojos. O, al menos, lo intentó. Era como si los tuviera cosidos, igual que los labios. ¿Y por qué sus brazos estaban cruzados sobre el pecho y no lograba moverlos? Ni las piernas, completamente rígidas, tampoco. Recapacitando un poco, la explicación le vino por sí sola, como un rotundo y demoledor mazazo en el cráneo. ¡Era la postura de una momia! ¡Lo habían enterrado vivo!

De inmediato, un súbito terror se apoderó de su ánimo y la imagen de su amada Merunepher danzó ante sus pupilas apagadas.

Si le han hecho algo... si ese faraón maldito ha osado ponerle un dedo encima, yo, Imhotep, invocaré a todos los demonios de Seth y a todos los chacales de Anubis y le...”.

Otra violenta sacudida interrumpió el curso de sus pensamientos.

- ¡Eh, vosotros dos, tened cuidado con eso! -se oyó un vozarrón lejano.

Imhotep forcejeó con las vendas que lo ceñían y, tras denodados esfuerzos, consiguió recuperar algo de movilidad. Empujó la tapa del sarcófago donde estaba encerrado y, para su sorpresa, ésta cedió y cayó al suelo con gran estrépito. Torpemente, Imhotep salió de su prisión de madera dorada y dio unos pasos vacilantes, comprobando que el lino que envolvía su rostro no era más que una única y delgada capa que le permitía vislumbrar, aunque fuera entre neblinas, lo que le rodeaba.

Echó un vistazo a su alrededor y constató que aquellas columnas papiriformes, aquel estanque cubierto de lotos, aquellas pinturas de dioses sobre las paredes estucadas eran muy similares a las que estaba acostumbrado, pero no le resultaban familiares. ¿Dónde estaba? Sacudió la cabeza. Lo primero era encontrar a Merunepher. Se asomó a un balcón, tratando de orientarse, y se quedó perplejo. En lugar de un montón de falucas surcando el Nilo, vio un enjambre de extraños artefactos metálicos pululando por doquier, zumbando y chirriando estruendosamente. Uno de aquellos artilugios se detuvo bajo el balcón y de su interior surgió un hombre de estrafalario atuendo y con una varita humeante entre los labios que, alzando la cabeza, se dirigió a Imhotep en una lengua que a éste le resultó por completo ajena:

- ¡Eh, tú! ¡No deberías estar ahí arriba, tu siguiente escena es en el templo!

Al ver que Imhotep ni se inmutaba, el tipo agarró a un muchacho con un exótico tocado que proporcionaba una suerte de tejadillo a su rostro y le vociferó, prácticamente al oído:

- ¡Ve a por esa estúpida momia, que tenemos que rodar el sacrificio de la reina!

El chico llegó hasta Imhotep y, tomándole de un brazo, le condujo a través de salones y corredores hasta unas escaleras o, mejor dicho, el esqueleto metálico de unas escaleras. Imhotep se dejaba llevar dócilmente, intimidado por todo aquel trajín y por el caótico bullicio que se desplegaba a su alrededor. Dejaron atrás el suntuoso palacio y llegaron a un magnífico templo que le recordaba vagamente al de Edfú. Hombres y mujeres vestidos a la usanza egipcia iban y venían, aunque Imhotep no se llamaba a engaño: estaba claro que no eran gentes de su tierra.

Por todos los dioses, ¿adónde me has traído, Osiris?”

- ¡Ah, la momia, fantástico! Justo a tiempo -aplaudió un hombre de cabellos blancos y barbita puntiaguda, clavando en él sus ojos a través de unos curiosos vidrios redondos. ¿Le estaría echando alguna maldición?-. Habrá que felicitar al equipo de maquillaje, hay que ver lo realista que han dejado a este hombre, yo creo que hasta desprende cierto tufillo a muerto... -Luego, alzando el tono-: Hale, vamos a rodar. Te sabes el papel, ¿verdad? Estupendo. ¡Todos preparados!

Y, dando unas sonoras palmadas, dejó a Imhotep de pie allí en medio.

- ¡Acción! -gritó el hombrecillo, haciéndole dar un respingo.

De inmediato, una procesión de jóvenes “egipcias” entró en el templo entonando una lúgubre melodía. Las seguía una mujer de extraordinaria belleza. Las ropas lujosas, el tocado de oro y lapislázuli, los afeites del rostro... por un fugaz instante, Imhotep pensó que era la mismísima Merunepher quien caminaba hacia él. Eufórico, redobló sus esfuerzos y al fin consiguió rasgar parte de las vendas que sujetaban sus brazos al torso. Extendió sus manos hacia la reina y caminó unos cuantos pasos, torpes a causa de los vendajes de sus piernas, mientras emitía sonidos inarticulados e incoherentes, a juicio de los oyentes.

Las muchachas se dispersaron entre agudos chillidos, con un genuino terror pintado en sus rostros, y la reina abrió muy grandes los ojos, palideció mortalmente y se desmayó, justo en el momento en que Imhotep la alcanzaba, por lo que pudo recogerla en sus brazos. Escrutó ansiosamente sus rasgos y, al comprobar que aquella reina no era su Reina, alzó la cabeza y exhaló un profundo y gutural rugido que estremeció a todos y cada uno de los presentes, sin excepción. Después, hincó una rodilla en tierra para depositar a la mujer con sumo cuidado en el suelo, y en esa posición se quedó, los brazos colgando a los costados, la cabeza gacha, los hombros hundidos. La máxima expresión del más crudo dolor.

A su alrededor, todos se habían quedado mudos. Por fin el director, con voz estrangulada por la emoción, gritó “¡Corten!” y el equipo al completo prorrumpió en estruendosos aplausos.

- ¡Fabuloso! ¡Magnífico! ¡Has estado sublime! -elogiaba el hombrecillo-. ¡Roberto! Ahora mismo me cambias el guión: la Momia va a ser el protagonista absoluto de la película. De esta y, después, de toda una saga -el hombre gesticulaba, los ojos brillantes, su brazo enlazado al de Imhotep mientras le conducía hacia los camerinos-. Ya lo estoy viendo... puedes viajar en el tiempo y enfrentarte al Conde Drácula, puedes aparecer en Londres y sembrar el terror en la City, puedes...

Imhotep dejó de intentar encontrar en todo aquel raudal de palabras extrañas alguna que tuviera sentido para él y elevó una silenciosa plegaria a Anubis, suplicando su ayuda para terminar con aquella pesadilla y poder volver junto a su amada Merunepher.

En su trono del inframundo, el Dios Chacal sonreía, travieso. Imhotep había muerto y había nacido una Leyenda.

Finalista del VII Premio de Relato Breve "La Gran Ilusión" (Cines Renoir), octubre 2022

martes, 27 de junio de 2023

PROBABILIDADES EN CONTRA

Y el test dio positivo. El tercero en media hora.

La capitana tuvo que rendirse al fin ante la innegable evidencia. Se acercó a uno de los ventanales que panelaban el lateral de la nave y contempló cómo se perdía en la distancia a toda velocidad aquel pequeño planeta inexplorado, en el que habían hecho una breve escala para realizar reparaciones de urgencia y en el que ella había mantenido una aún más breve escaramuza con uno de los estrafalarios nativos.

Con un suspiro, hizo desaparecer todos los tests en el incinerador mientras rumiaba en silencio las posibilidades.

Espero que, al menos, no herede el color verde ni las escamas”.

Tercer Premio en el VIII Certamen de Microrrelatos organizado por "La Farmacia de Toda la Vida" (septiembre 2022)

lunes, 26 de junio de 2023

LAS VENTAJAS DE LA DIETA VEGANA

Había organizado en mi casa una opípara comida de celebración: uno de los décimos del Gordo de Navidad reposaba en la estantería del salón, apoyado en unos libros para que los cuatro amigos que lo habíamos pagado a escote pudiéramos disfrutar de la belleza de sus cifras.

Llegado el café, fue Eugenio el primero en probarlo. No comentó su extraño sabor, pero se las ingenió para escupir disimuladamente en una copa de vino vacía el sorbo que tenía en la boca. Florencio fue el segundo en dar un trago y, con la excusa de que quemaba demasiado, devolvió el líquido a la taza apenas le tocó la lengua. Héctor, escamado, volcó el suyo enterito sobre el mantel de un manotazo supuestamente accidental.

Yo sonreía para mis adentros, sabiendo que ese décimo era ya todo mío: el café sólo tenía acíbar; el cianuro estaba en el cordero y yo era el único vegetariano.

Publicado en el libro recopilatorio del X Premio de Microrrelatos "Manuel J. Peláez" (agosto 2022)

domingo, 25 de junio de 2023

LA CAJA

Cuando vio aquella inquietante marca de nacimiento tras la oreja de Samuel, el cura lo declaró maldito y lo encerró en una caja de madera sellada. Su única abertura era un ventanuco enrejado, por el cual el muchacho veía el afligido rostro de su madre al llevarle la ración diaria de alimento.

Una tarde, se coló entre los barrotes un pajarillo, en cuya diminuta cabeza Samuel reconoció los ojos maternos. Al día siguiente, la caja estaba vacía y no había rastro de Samuel ni de su madre.

Desde entonces, resuenan en la noche los trinos de cristal de un par de ruiseñores.

Finalista en el I Concurso de Microrrelatos Círculo de Fantasía (agosto 2022)

sábado, 24 de junio de 2023

LA SUSTANCIA DE LOS SUEÑOS

Huí del pueblo como de la peste. Los adoquines de sus calles vestían de plomo mis sueños, el adobe de sus muros pintaba de ocres mi futuro, la estrechez de sus caminos me oprimía hasta faltarme el aire. En la ciudad me sentía libre para soñar con un futuro amplio y brillante.

Hasta que vi a mis hijos jugando en un parque diminuto, encajonado entre dos edificios que le negaban el sol. Por ellos he vuelto al pueblo, para que sueñen en libertad con el futuro que elijan. Para que sus almas vuelen, con la mía, junto a los gavilanes.

Finalista en el XI Certamen de Microrrelato "En torno a San Isidro" (Ayuntamiento de Saldaña, Palencia), julio 2022

viernes, 23 de junio de 2023

VOLVER A VIVIR

El pueblo languidece bajo el potente sol estival, sus calles sudando polvo, un gato tendido a la escasa sombra de una fachada, el silencio por toda compañía.

Deambulo sin prisa entre muros de adobe medio derruidos, malas hierbas obstruyendo las puertas de corrales vacíos, huertas abandonadas añorando su antiguo colorido, campos de cereales afligidos por la ausencia de espigas meciéndose en la brisa.

Trepo hasta la ermita y diviso la caravana de automóviles que avanzan, inexorables, hacia aquí. Para reconstruir muros, corrales, huertas y campos. Para recuperar las raíces en estos tiempos inciertos. Para volver a vivir.

Finalista en el XI Certamen de Microrrelato "En torno a San Isidro" (Ayuntamiento de Saldaña, Palencia), julio 2022

jueves, 22 de junio de 2023

LA CASA DEL PUEBLO

He puesto en venta la casa del pueblo. Esta tarde va a verla una pareja, así que cojo a los niños y nos vamos de excursión.

Aparco en la plazuela. Ahí sigue el viejo olmo, a pesar de los años y del agujero de aquella bomba, durante la guerra, la que le vació las entrañas y estuvo a punto de derribarlo. Pero ese árbol creció con mis abuelos y algo de la dureza de esa generación se le debió pegar porque se negó a rendirse y caer, echó brotes y ahí se quedó. La hiedra que se ha ido enroscando en su tronco le confiere un verdor ajeno que le sienta bien, como un traje primaveral en pleno otoño.

La puerta de la casa chirría al abrirse. Mis hijos la empujan, impacientes, y corren hacia la alacena. A los dos minutos reaparecen provistos de escobas: ya se conocen el procedimiento y quieren colaborar en la limpieza.

Mientras levantan torbellinos de polvo en la sala, yo paso un trapo por los rincones, alborotando a las arañas que han tejido sus hogares desde nuestra última visita, en primavera. Y son unas cuantas. Al entrar en la cocina, los tarros de especias sobre la repisa de ladrillo rojo de la chimenea me traen el inconfundible olor del pimentón y el orégano. Cierro los ojos, aspiro hondo y una escena de mi niñez me asalta a traición, como un ladrón en medio de la noche.

Mi abuelo en su silla baja, las piernas cubiertas por una tela a cuadros en la que van cayendo las migas que corta, con paciencia infinita y su inseparable navaja, del redondo pan candeal para que mi abuela, encorvada como un añoso olivo, con su moño níveo siempre impecable, las cocine a fuego lento en la inmensa olla arropada por las trébedes, remueve que te remueve con el cucharón de madera, esparciendo su fragante aroma por toda la casa.

Mis hijos me devuelven al presente al irrumpir en la cocina enarbolando las escobas como bucaneros en plena batalla naval, en pos de un ratoncillo de campo que zigzaguea desesperado para esquivar los escobazos. Sonriendo, abro la puerta que comunica con el patio y el animalillo escapa por los pelos, ante las protestas de los intrépidos cazadores. Me maravilla el parecido del incidente con aquel otro, tantos años atrás, cuando era mi madre quien blandía la escoba tras el esquivo ratón y yo quien le iba a la zaga intentando evitar la escabechina.

Ya que estamos en el patio, nos acercamos al jardín de atrás. El laurel sigue trepando hacia el cielo como surgido de una habichuela mágica pero los rosales que cubrían la tapia han sucumbido al voraz acoso de las malas hierbas. En su esquina, impertérrito, monta guardia el cilindro que mi padre construyó un verano para que mi madre plantara perejil. Paso con ternura mi mano sobre sus paredes grises y rugosas, que aún conservan las conchas marinas que mi padre incrustó en el cemento fresco, aunque la tierra del interior está yerma y reseca desde hace años. Mis hijos me miran inquietos, atentos a la indecisa lágrima que reluce en mis pupilas.

Tantos recuerdos...


Las cinco en punto, la hora convenida, nos sorprende en mi dormitorio de la planta alta, junto a la buhardilla, relatando cómo aquel voluminoso colchón aspirante a monstruo, al detectar un cuerpo, lo engullía con avidez inmovilizándolo en sus lanosas profundidades. El rumor de un coche en la plazuela nos advierte de que los compradores han llegado.

Bajo a recibirlos y me encuentro con una pareja encantadora en busca de un refugio tranquilo para su jubilación, que ya asoma las orejas en el horizonte. Enseguida conectamos, como si una corriente invisible hubiera tendido un hilo misterioso entre aquella mujer menuda, toda sonrisas, y yo. Me preguntan por mi vida allí y me lanzo a desgranar historias de vacaciones de verano, carreras en bicicleta, zarzales rebosantes de moras, paseos en la borrica del abuelo...

A medida que recorremos la casa, me siento más a gusto con aquellas personas extrañas y, sin embargo, tan curiosamente familiares. Charlamos de todo y de nada. Ella se fija en pequeños detalles: el costurero de mimbre de mi abuela, los cojines de ganchillo de mi madre, el viejo televisor en blanco y negro. Él admira mi puzzle del Castillo de Hohenzollern, que cuelga en el comedor, y me confiesa que siempre quiso visitarlo. “Debe ser el destino”, dice.

Eso empiezo a pensar yo: que el hado me ha traído a estas dos personas para que cuiden de una casa que yo no puedo conservar pero de la que me resisto a desprenderme. “Se nota que habéis sido felices aquí” dice la mujer, con los ojos fijos en los míos. Un nudo me oprime la garganta y sólo puedo asentir. Son ellos, lo tengo claro.

Me piden tiempo para pensar y se van a ver el pueblo. Yo empiezo a cerrarlo todo: puertas, persianas, grifos, luces. Los niños exploran la jungla imaginaria camuflada en un terreno baldío junto a la casa, aprovechando que las sombras del crepúsculo convierten cada pedrusco en una fortaleza, cada tronco en un gigante, cada matorral en una bruja. No puedo evitar una sonrisa: es el mismo juego, en el mismo lugar, que cuando yo era pequeña.

La pareja regresa encantada: el pueblo, pequeño y apacible, con sus calles torcidas y sus esporádicos muretes de adobe, les ha conquistado. Ellos también lo tienen claro.

En pocas semanas se tramita el papeleo y firmamos las escrituras. Está hecho. Una última visita a la casa para recoger las pocas cosas personales que aún quedan. Y para despedirme: lo más difícil.


Sin embargo, no fue realmente una despedida. Aún seguimos en contacto y vamos por allí de vez en cuando. Nos muestran las novedades: la flamante pintura mostaza de la fachada; los viejos muebles restaurados; el destartalado desván reconvertido en coqueta sala de estar, llena de sillones, cojines y alfombras en azules y blancos. Y también el renacimiento de los rosales del jardín, la replantación de perejil en la cisterna de cemento, y mi puzzle del castillo, resiliente en su privilegiado lugar del comedor.

Han encajado de maravilla en la vida cotidiana del pueblo, han hecho amistad con sus gentes, y han descubierto los bollos de aceite del Marús, con los que nos obsequian en la merienda, para deleite de mis hijos. Y, entre bollo y bollo, mientras hilamos con calma estival conversaciones intrascendentes, anécdotas recientes y remembranzas del pasado lejano, me siento como en familia.

Y ya no se me encoge el corazón al pensar en la casa del pueblo, la que acogió tantos veranos de mi niñez, la que fue de mis padres, la que construyeron mis abuelos pedacito a pedacito, porque sé, sin ninguna duda, que entre sus paredes sigue discurriendo la felicidad.

Primer Premio en el XI Certamen de Relato Corto “En torno a San Isidro” (Ayuntamiento de Saldaña, Palencia), julio 2022

miércoles, 21 de junio de 2023

EL ACANTILADO

El inspector Morales conducía despacio por la carretera de la costa. Le habían avisado a horas intempestivas y con prisas, como solía ser habitual. Ya estaba acostumbrado y no se quejaba, aunque no dejaba de causarle cierta sorpresa que, después de tantos años, le siguiera incomodando. No era tanto el destemplado timbre del teléfono o la sensación de vacío que, de pronto, atenazaba su estómago, ni siquiera tener que vestirse en un vuelo y salir de estampida con el coche. Lo que más le molestaba era saber que su mujer se hacía la dormida para que él no leyera en sus dulces ojos la angustia que siempre le producían esas salidas fuera de turno, desde que un niñato con mono y sin seso le pegase un tiro en un callejón, una madrugada cinco años atrás.

Morales suspiró y la cicatriz de aquella bala pareció arderle de nuevo en las costillas, como cuando derrapaba en camilla por los pasillos del hospital, medio inconsciente y encharcado en su propia sangre, con las ideas deshilachándose en su cabeza a medida que los latidos que le retumbaban en los oídos se le antojaban cada vez más dispersos. Dio un resoplido para ahuyentar aquellos desagradables recuerdos y se concentró en las curvas de la carretera, que viraban y reviraban en la espesa negrura. “A ver si sobreviví a aquella bala para despeñarme ahora por un acantilado”, sonrió para sí, socarrón.

Por fin, los destellos azules de los coches patrulla se hicieron visibles en la distancia. El inspector enfiló el acceso que llevaba hasta ellos y detuvo su vehículo en una explanada de tierra, a pocos metros del borde del acantilado. Uno de los agentes de uniforme acudió a recibirle.

- ¿Qué hay, Velasco?

- Tenemos un cadáver, señor, allá abajo. Va a estar difícil.

Morales hizo una mueca. “Ni que alguna vez fuera fácil”.

Se acercó al precipicio con cautela, mirando bien dónde ponía los pies, y estiró el cuello para asomarse por encima del borde. El cuerpo sin vida yacía sobre las rocas, en una posición grotescamente retorcida, empapado por las olas. La larga cabellera rubia entremezclaba sus hebras con los jirones de espuma que chocaban sin cesar contra los peñascos, imprimiéndole un limitado movimiento de vaivén. El vestido blanco destacaba en la oscuridad como la luz de un faro en noche de tormenta.

- ¿Quién la encontró?

Por toda respuesta, el sargento Velasco señaló con la cabeza hacia los coches patrulla, donde un hombre alto vestido con chándal gris conversaba con un par de agentes.

- Estaba corriendo.

Morales alzó las cejas y parpadeó, sorprendido.

- ¿A estas horas?

- Dice que lo hace a menudo, al parecer sufre de insomnio.

- ¿Y por qué se asomó al acantilado?

El sargento se encogió de hombros. No había oído más que un par de frases sueltas mientras ayudaba a acordonar la zona, detalles no sabía.

El inspector asintió en silencio y se dirigió hacia el grupo. El hombre de paisano estaba visiblemente alterado, se retorcía las manos convulsivamente y no dejaba de cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Su rostro se mostraba desencajado y su frente se arrugaba con inquietud. “Lo normal en estos casos, la visión de la muerte siempre impresiona”, pensó Morales.

Los agentes le saludaron con un gesto y un murmullo, y se retiraron discretamente. Sabían de sobra que a su jefe le gustaba hablar con los testigos en persona, nada de relatos de segunda mano, así que al pobre diablo le tocaba volver a contar toda la historia de principio a fin.

- Me han dicho que fue usted quien la encontró.

El hombre asintió con cierta rigidez.

- ¿Qué hacía aquí, a estas horas de la noche?

- Ya les dije a sus compañeros...

- Pues ahora me lo dice a mí -le soltó a bocajarro.

El tipo se quedó de una pieza. Morales contuvo una mueca de disgusto consigo mismo: la frase le había salido más áspera de lo que pretendía. Suavizó todo lo que pudo el tono antes de proseguir:

- Si no le importa repetirlo...

El hombre cabeceó, resignado.

- Cuando no puedo dormir salgo a correr, es lo único que me ayuda. Y esta zona es una de mis favoritas.

- ¿Y qué le impulsó a mirar abajo?

El tipo se encogió de hombros.

- La verdad es que no lo sé... -balbuceó. Había dejado quietas las manos durante unos instantes, pero ahora volvía a retorcérselas-. Me detuve a respirar un poco después de la subida -señaló la fuerte pendiente que llegaba hasta allí y que, unos metros más adelante, comenzaba a descender-. Me acerqué al borde y... no hay una razón, sólo... la vi allí.

- ¿Y qué hizo?

El hombre parpadeó, como si le sorprendiera la pregunta.

- Llamé a Emergencias.

- ¿Llevaba el móvil encima?

- Mi mujer insiste en que lo lleve siempre que salgo. Ya sabe cómo son...

El inspector suspiró. “Qué me va a contar a mí”.

- Sí, claro. ¿Y a su mujer, la llamó también?

- ¿Para qué? -el hombre pareció sorprendido en primera instancia, luego un tanto a la defensiva-. ¿Para que se preocupe? Mejor que siga durmiendo, ella no pinta nada aquí.

Demasiada vehemencia”, pensó Morales. “Habrá que hablar con ella”.

 

Mientras tanto, se habían montado unos potentes focos que habían permitido el descenso por el acantilado de un equipo de rescate, y el cadáver de una hermosa joven reposaba ya sobre una lona, en tierra firme. Morales se acercó a echar un vistazo antes de que lo cubrieran con una segunda lona, a la espera de que llegara el juez para trasladarlo al depósito. Las rocas no lo habían tratado bien, presentaba numerosos cortes y magulladuras, aunque no había pasado tanto tiempo en el agua como para resultar irreconocible. El inspector notó cómo lo invadía un profundo malestar al pensar en unos padres, un novio, una amiga, puesto cualquiera de ellos en el amargo trance de escrutar aquellas facciones sin vida para darles un nombre. Inspiró hondo y exhaló el aire muy despacio. Con su experiencia, ya debería estar acostumbrado a estas escenas y, sin embargo, seguían afectándole.

Dirigió un gesto al agente que aguardaba, tela en mano, y se giró hacia el hombre del chándal gris. Demasiado rápido: Morales sorprendió un destello en sus ojos. ¿Furia, rabia, dolor? ¿Una mezcla de todo ello, quizá? Apartó la mirada enseguida pero la sombra de la duda ya había echado raíces en la suspicaz mente del policía.

- ¿Cree...? -el tipo no sabía cómo formular la pregunta-. Supongo que fue un accidente, ¿no? ¿Usted qué opina?

Morales chasqueó la lengua. Aquel individuo le gustaba cada vez menos.

- Es pronto para saberlo -contestó, lacónico-. Habrá que esperar a la autopsia.

Dejó transcurrir unos segundos tensos, vibrantes en el aire que ya empezaba a oler a madrugada, antes de lanzar su ataque.

- ¿La conocía?

El tipo abrió mucho los ojos. Negó con la cabeza. Se retorció las manos una vez más y luego hizo un esfuerzo consciente por separarlas, embutiéndolas en los bolsillos del chándal.

- No la había visto nunca.

Una vez más, demasiado énfasis. Y demasiado rotundo. ¿Cómo podía estar tan seguro, desde aquella distancia, con tan escasa luz, si apenas le había dirigido un breve vistazo?

El inspector asintió, dando un giro radical a su actitud. Le sonrió afablemente y le dio unas palmaditas en el brazo para tranquilizarle.

- Ha sido una noche muy larga, será mejor que intente dormir un rato.

El hombre vaciló.

- ¿Puedo irme, entonces?

- Claro, aquí ya no puede hacer nada. ¿Le ha dejado sus datos a alguno de los agentes? Tendrá que firmar una declaración.

- Sí, sí, por supuesto.

- De acuerdo. Gracias por su colaboración. ¡Velasco! Lleva al señor... eh...

- Sanz. Joaquín Sanz.

- Lleva al señor Sanz a su casa.

Y, dándole la espalda, Morales se desentendió de él. El tipo vaciló de nuevo, sólo un instante, antes de seguir al agente hasta uno de los coches patrulla. Se arrellanó en el asiento trasero y su nerviosismo pareció esfumarse por completo, ajeno a la aguda mirada que el inspector Morales mantenía clavada en su persona.

 

Unos días más tarde, el inspector contemplaba el despliegue de declaraciones, pulcramente ordenadas en montoncitos, que cubría casi por completo la superficie de su escritorio. Echando mano de su reconocida paciencia y de una buena dosis de sentido común, había ido encajando las piezas del puzzle que representaba aquella muerte y creía haberlo completado a su entera satisfacción. Eso sí, era consciente de que ningún juez que se preciase iba a admitir el caso a trámite, dada la absoluta y exasperante carencia de pruebas. Sólo tenía eso: declaraciones.

Del tipo del chándal, que alegaba no conocer de nada a la víctima. De la señora Sanz, que afirmaba que su marido mantenía una relación con la muchacha y que le había amenazado con el divorcio si no volvía al redil de inmediato. Del consejero financiero de Sanz, que aseguraba que su empresa se encontraba en “situación delicada” y que, sin el dinero que le inyectaba regularmente su mujer, no tardaría en irse a pique. De una vecina trasnochadora, que le había visto salir a correr una hora antes de su llamada a Emergencias, cuando el trayecto hasta el acantilado no llevaba más de treinta minutos andando. De la madre de la joven, a quien ella había confesado que estaba muy enamorada pero que, por el momento, debía ser discreta porque había “asuntos que arreglar”.

Morales suspiró. Todo indicaba que Sanz se había reunido con la chica en el acantilado. ¿Intentó cortar con ella, discutieron y la empujó en un acceso de furia? ¿O fue una caída accidental, como resultado de la pelea? Incluso era posible que el hombre la hubiera citado allí con la intención premeditada de quitársela de encima de manera expeditiva y terminante. En cualquiera de los casos, no había ninguna prueba física ni forense que le relacionase con la muerte de la muchacha. Su única esperanza residía en hacerle confesar.

Morales suspiró de nuevo. Aquella parte no solía ser agradable, enfrentarse a quien ha mudado de mero testigo a sospechoso evidente, tratando de ponerle nervioso para que se delatase. Por eso no cargaba a ningún subordinado con esa penosa tarea: siempre se ocupaba él mismo. Lo cual no significaba que disfrutase con ella.

La silla chirrió con desgana al apartarse del escritorio. El perchero parecía resistirse a soltar su chaqueta. Y para colmo de males había empezado a llover, una lluvia fina y persistente, de esa que parece una nadería y termina calándote hasta los huesos. Y sus huesos no estaban ya, a esas alturas, para humedades, así que agarró el paraguas y salió de su despacho arrastrando los pies, consciente de las miradas comprensivas que esquivaban la suya para no incomodarle.


Había telefoneado a casa de los Sanz y hablado con la esposa. No, su marido no se encontraba allí. Exactamente, había salido a correr. Sí, sabía por dónde: los días lluviosos siempre tomaba el camino del acantilado.

Perfecto. Morales cogió el coche y condujo de nuevo por la carretera de la costa, cuya visibilidad no era mucho mejor bajo la lluvia que en plena noche. “Tengo que venir por aquí un día soleado, seguro que el paisaje es precioso”.

Instintivamente subió hasta el punto exacto donde habían rescatado el cadáver y aparcó el vehículo en la misma explanada de la vez anterior. Bajo el paraguas, caminó hasta el borde del acantilado y observó las olas estrellarse, con furia desatada, contra la pared rocosa. El formidable rugido de las aguas revueltas llenaba sus oídos, aislándolo de todo cuanto le rodeaba, por lo que dio un respingo cuando una mano se posó sobre su hombro.

- ¡Inspector! ¿Qué está haciendo aquí? No habrá otro cuerpo allá abajo, ¿verdad?

Morales inspiró hondo para recobrarse del sobresalto y enfocó la mirada sobre el tipo, con su eterno chándal gris brillante por la llovizna y los húmedos cabellos pegoteados sobre la frente. Sintió el impulso involuntario de extender su paraguas para cobijarlo, pero no deseaba semejante proximidad entre ambos.

- No -respondió, sucinto-. Hoy no.

Un breve carraspeo antes de encarar al tipo por las bravas.

- Lo sé todo.

El hombre enarcó las cejas y parpadeó, con genuina sorpresa dibujada en su rostro salpicado de diminutas gotitas. Morales hizo una mueca: incluso a sus oídos, la frase había sonado a película de serie B.

- ¿Qué es lo que sabe... o cree saber, inspector? -preguntó Sanz con voz engañosamente suave.

- No se haga el listo. Tenía usted una aventura con la chica pero, ante las amenazas de su mujer, decidió cortar por lo sano. ¿Fue un accidente o lo tenía planeado?

El tipo sonreía apaciblemente, inmune al parecer a los goterones de lluvia que iban arreciando por momentos.

- Vamos, inspector, no sea absurdo. En esa situación, uno le extiende a la chica un suculento cheque, no la despeña.

Morales rechinó los dientes. “Menuda sangre fría tiene el cabrón”. Una repentina lucidez le dijo que no iba a sacar nada en limpio de aquella entrevista, si acaso un buen dolor de cabeza.

- Todavía no sé cómo, pero encontraré la forma de hacerle pagar por esto -masculló, con los ojos entornados relampagueando de ira contenida.

El empujón le tomó por sorpresa. Trastabilló, sintió que el terreno desaparecía bajo sus pies y, mientras el vacío absorbía su cuerpo, sólo acertó a pensar “o quizá no...”, antes de que las rocas hicieran trizas sus últimos jirones de consciencia.

Finalista en el X Concurso de Relato Bruma Negra (Plentzia), junio 2022


martes, 20 de junio de 2023

III BATALLA DE CUENTISTAS

De nuevo participo en la Batalla de Cuentistas organizada por la Escuela de Escritores, esta vez en la Feria del Libro del Retiro de Madrid. Tras dos rondas eliminatorias, consigo llegar hasta la final, en la que nos dan una frase inicial y tan sólo 5 minutos para crear un relato. Este es el mío, que queda en segundo lugar:

LA ESCALERA

Partí a explorar el reino de mi padre. Cargado con mochila, botella de agua, una soga para imprevistos y un paquete de chicles de hierbabuena, salí de casa una tarde de finales de mayo en busca de ese rayo de luz entre las nubes que me hiciera de escalera para llegar hasta él. 


lunes, 19 de junio de 2023

CONSECUENCIAS

El día de nuestro aniversario, al filo del amanecer, se cayó el panel solar del tejado y derribó la palmera bajo la que nos habíamos casado veinticinco años antes. El estrépito fue tal que nos despertó. Yo contemplaba atónita y compungida los destrozos cuando mi marido, rojo de furia contenida, empezó a increparme y a acusar de negligencia letal mi tardanza en cambiar aquel cable que llevaba semanas flojo. Yo respondí que igual se podía haber ocupado él, y en diez minutos de intercambio de gritos airados convertimos la plata de aquellas bodas en peltre oxidado y sin valor. A la mañana siguiente, mi abogado me comunicó por teléfono la demanda millonaria de mi marido por daños y perjuicios y, aunque sus buenos oficios consiguieron el sobreseimiento del absurdo caso, ya nada pudo recomponer los añicos de mi destrozado matrimonio.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (junio 2022)

domingo, 18 de junio de 2023

EL VENDEDOR DE CONCHAS

Cada tarde Sebastián, el vendedor de conchas, se sienta en un poyete del puerto junto a la caja que contiene sus tesoros. Hay conchas grandes y conchas pequeñas, conchas redondas y conchas alargadas, conchas blancas y conchas de todos los colores del arco iris. Y cada una tiene su pedacito de historia.

Cuando algún turista se acerca a interesarse por las conchas, Sebastián le pregunta por su favorita. A unos les cuesta decidirse más que a otros, pero al final todos escogen una. E invariablemente, sea cual sea la elegida, Sebastián siempre tiene una anécdota que contar.

No muy lejos, un niño flacucho y desaliñado escucha con avidez los relatos del viejo. Y al ponerse el sol y encaminarse Sebastián hacia su casa, con el cajón de conchas bajo el brazo, el muchachito se desliza sigilosamente hacia el agua. Tras un leve chapoteo, una sombra oscura abandona el puerto, nadando veloz bajo las olas, mar adentro.

Pero mañana volverá para escuchar más historias. Historias de conchas.


Finalista en el VI Concurso de Microrrelato Ilustrado de la Universidad de Jaén (mayo 2022)

 

sábado, 17 de junio de 2023

BUENAS INTENCIONES

Me había pasado la noche estudiando para el examen de lengua. No es que me entusiasmase demasiado la asignatura, se me daban mucho mejor las matemáticas, pero tenía que reconocer que los análisis morfológicos, los sintagmas verbales y las figuras gramaticales sonaban mejor que las razones trigonométricas, las operaciones con quebrados y el producto de matrices.

Y no era una cuestión de pronunciación ni de ritmo ni de cadencia. Puestos a comparar, el vozarrón de Don Carlos explicando los tipos de ángulos de un paralelogramo no tenía nada que hacer frente a la dulce y meliflua vocecilla de Doña Inés desgranando las partes de una oración. De igual manera, la brillante calva y el poblado bigote de Don Carlos, su figura rechoncha y sus andares de orangután palidecían ante la delicada silueta, los grandes ojos y las blancas manos de Doña Inés.

Cuando la tiza volaba sobre el encerado derramando letras de exquisita caligrafía, siempre en perfecta alineación, me resultaba imposible concentrarme en el significado de aquellas frases: yo sólo veía elegantes tes con sombrero de plumas, altas haches de sonoro mutismo, gráciles efes contorsionistas o rotundas oes de retorcido rabito. Así, no es de extrañar que cada vez que Doña Inés me reclamaba a su lado en la tarima pareciese estar en babia y fuese incapaz de analizar en condiciones ninguna de las oraciones que me proponía. Sin embargo, lejos de reprenderme con dureza, aquella bendita mujer se esforzaba en ayudarme a llevar a buen puerto la descarriada nave de mi comprensión lingüística, repitiéndome una y otra vez las lecciones aprendidas, en un denodado y fútil esfuerzo por inculcarme los conocimientos necesarios para superar el curso.

Cualquier otro alumno en mi lugar se habría avergonzado de tener que salir a la pizarra tan a menudo, pero yo entraba en éxtasis cada vez que la profesora me requería, y no palidecía de humillación ni enrojecía de bochorno, sino que me limitaba a disfrutar de su cercanía, del afrutado aroma de su perfume, del leve siseo de su respiración, del vértigo que me producía aquella mirada aguamarina clavada en mi persona.

Para este examen había decidido ponerme a estudiar de firme, sin distracciones, pensando sólo en el contenido de los temas y no en sus palabras, que sembraban ecos en mis recuerdos y anulaban mis buenos propósitos, y hasta el momento lo había conseguido. Estaba convencido de que esta vez lo iba a bordar, de que iba a sacar la máxima nota, y de que ella estaría orgullosa de mí. Puede que me diera unas palmaditas en la espalda o incluso un beso en la mejilla, y me susurraría al oído: “muy bien Pablito, estaba segura de que podías hacerlo”. Y yo le sonreiría, orgulloso, y... y al fin aprobaría la asignatura.

Y pasaría al curso siguiente.

Y la perdería para siempre.

Allí sentado, frente al cuadernillo del examen, tomé consciencia de lo que me jugaba en aquella prueba, de mi inevitable y cruel destino si volcaba en aquella hoja en blanco todo el saber que había logrado almacenar durante aquella noche en vela salpicada de verbos irregulares, adjetivos posesivos y café con leche.

Alcé la mirada y la vi sentada a su mesa, expectante, animándome sin palabras, sonriéndome con los ojos. Y empecé a escribir. Rápidamente, frenéticamente, desesperadamente. Escribí durante cincuenta y tres interminables minutos, hasta que el timbre me hizo dar un respingo en la silla y estampar un borrón de tinta junto a mi firma.

Doña Inés recogió los ejercicios con calma, trazando minuciosamente su recorrido para acabar con mi examen entre sus manos, el último de todos. Lo iba leyendo de camino a su mesa, respondiendo distraídamente a las despedidas de los restantes alumnos, que salían del aula alborotando como de costumbre. Yo permanecía en mi silla, inmóvil, silencioso, viendo cómo sus hombros se iban inclinando hacia delante con el peso de la decepción. Al fin, un suspiro estremeció su menudo cuerpo y se irguió para guardar la pila de folios en su cartera.

Después de todo, tanto estudio había dado sus frutos: había conseguido esquivar hábilmente las respuestas correctas para asegurarme un suspenso categórico, incontestable, sin remisión.

Y mientras salía por la puerta, la oí musitar unas palabras que sonaron en mis oídos a música celestial: “nos vemos en septiembre, Pablito”.

Publicado en la Revista Digital "Letraheridos" nº 22 (abril 2022)

viernes, 16 de junio de 2023

LA EFICIENCIA ANTE TODO

Cuando decidí empezar mi nuevo negocio aún no tenía claro cuál iba a ser el animal elegido, pero rapidez y agilidad eran cualidades indispensables. Así pues, el poderoso elefante -mi tótem favorito- quedaba descartado, al igual que la simpática tortuga, el adorable erizo y la dulce abeja. Finalmente opté por la lagartija, que ha demostrado con creces su valía.

Los inicios fueron duros pero un letrado con visión de futuro presentó el proyecto a la Administración y ahora tengo el monopolio de la mensajería entre los juzgados, la prisión y los diversos despachos de abogados de la ciudad, que recurren habitualmente a mis lagartijas correo, con la garantía de que si alguien trata de interceptar su misiva, la competente recadera no tendrá empacho en dejarle como legado su cola, prosiguiendo impertérrita su carrera para llevar a destino el mensaje, intacto y sin retrasos.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (abril 2022)

jueves, 15 de junio de 2023

LA LINTERNA MÁGICA

Cuando tenía siete años, mi padre me llevó con él al cine.

Ya había ido otras veces, claro, a ver películas de dibujos animados con mi madre. Menudo apuro pasaba cuando a ella se le escapaba el lagrimón ante las dificultades que solían acontecerles a los protagonistas cada dos por tres. Aún recuerdo lo mal que lo pasó, la pobre, cuando los cazadores mataron a la madre de Bambi. Al encenderse las luces tuve que mirar para otro lado y hacerme el despistado, para que ella no se percatase de lo abochornado que me sentía por sus ojos hinchados y enrojecidos.

Pero esta vez fue diferente. Muy diferente.

La tarde era lluviosa y, a lo largo de la estrecha acera, serpenteaba una enorme fila de gente con paraguas y chubasqueros, bullendo de impaciencia. La cola arrancaba de la taquilla, en la que una mujerona que apenas cabía en el reducido cubículo se afanaba organizando sus bártulos sin quitar ojo a las manecillas del reloj, que corrían raudas hacia las cinco en punto.

Mi padre la saludó con la mano al pasar y, esquivando la entrada principal, rodeamos el edificio para franquear una puertecilla lateral que nos condujo, a través de un oscuro pasillo con cierto tufillo a moho, hasta un cuarto amueblado tan sólo con una silla y un armario. Allí, mi padre se quitó la gabardina, que colgó pulcramente en una percha, y se enfundó sobre la camisa blanca una elegante chaqueta de color burdeos con botones de latón dorado. Se sacudió someramente los restos de lluvia de los bajos de los pantalones -”bueno, no se nota mucho”, masculló para sí- y se ciñó al cuello una pajarita del mismo tono que la chaqueta. De un cajón del armario surgió una linterna roja y plata, que encendió y apagó con gesto solemne, mirándome de reojo para ver qué efecto me causaba.

Yo estaba boquiabierto. Nunca había visto a mi padre tan elegante y la fabulosa linterna me tenía fascinado. A una señal suya, troté en pos de sus largas zancadas rumbo a la sala.

Quédate aquí quietecito y en silencio”, me conminó, indicándome el asiento más trasero y esquinado de todos. “Esta zona no suele ocuparse salvo en días de estreno importante, porque la pantalla se ve un poco justa”. Con poco esfuerzo, pude localizar una columna que rozaba el borde del inmenso rectángulo blanco, mordiéndole apenas unos centímetros, lo suficiente sin embargo para que un cinéfilo exigente prefiriese cualquier otra ubicación. Me arrellané pues en aquella butaca y me dediqué a seguir con la mirada las evoluciones de mi padre por la sala.

Se había alejado de mí con pasos veloces tras consultar su reloj de pulsera. Y, apenas había alcanzado las grandes puertas dobles que daban acceso desde el vestíbulo, éstas se abrieron y una riada de gente se desplegó por los angostos pasillos en busca de sus localidades. Mi padre les tomaba las entradas y, tras un brevísimo vistazo, les conducía sin vacilación hasta sus asientos. Luego volvía a la puerta, donde le esperaba ansioso otro grupito, y repetía el proceso. En cada viaje, su mano se extendía fugazmente hacia el espectador para devolverle sus billetes y después hacía una rápida visita al bolsillo de su chaqueta. Y así, una y otra vez, la sala se fue llenando paulatinamente.

Desde mi posición sólo alcanzaba a ver un mar de cabezas que oscilaban sobre el borde de los asientos, como dotadas de vida propia, un mar rumoroso que se aquietó mágicamente en el instante en que se apagaron las luces de la sala y sólo quedó iluminada la enorme pantalla. Sobre el lienzo blanco empezaron a desgranarse series de imágenes, unas detrás de otras, pero yo no les prestaba atención, ocupado como me hallaba en vigilar las maniobras de la diminuta luciérnaga que iba y venía, zarandeándose al compás de los pasos de mi padre.

Aquellas rutilantes expediciones se fueron reduciendo con el transcurso de los minutos hasta cesar por completo. Poco después, el haz luminoso enfocado hacia el suelo se dirigió hacia mí y mi padre se dejó caer en la butaca contigua que, cumpliendo su predicción, había quedado desocupada igual que la mía. Apagó la linterna pero, incluso en la penumbra, pude distinguir su sonrisa benévola al ponerla entre mis manos. Sostuve su peso, extasiado, y acaricié con reverencia su superficie metálica, fría y suave bajo las yemas de mis dedos.

En ese momento decidí que yo también sería acomodador, tendría una linterna idéntica a aquella, y el bolsillo de mi chaqueta tintinearía con las monedas de las propinas.

El correr de los años y mis consiguientes estudios, muy dispares tanto en atractivo como en resultados, fueron llevándome por otros derroteros y, cuando alcancé la edad en la que podría haber dado el vertiginoso salto hacia la independencia y la linterna soñada, aquel oficio había desaparecido del mapa de las salas de cine.

No obstante, el recuerdo de aquella tarde compartida con mi padre, plasmado para siempre en la foto que nos hizo la taquillera al terminar la sesión -él aún erguido y orgulloso con su uniforme, yo aún con la luminaria maravillosa aferrada con fuerza en la mano- y que ha decorado mi mesilla de noche durante todos estos años, me impulsó a tomar una dirección muy diferente a las matemáticas que me recomendaban mis profesores y para las que yo estaba, según decían, extraordinariamente dotado.

Así, me zambullí de pleno en el mundo de la Imagen y el Sonido, y en lugar de transportar físicamente al público a través de la sala hasta sus asientos, crucé al otro lado de la frontera marcada por la pantalla para dedicarme a llevarlos en volandas de uno a otro mundo fantástico, donde la imaginación es la mejor linterna.

Y en todos mis estrenos, el asiento más trasero y esquinado de todos queda siempre vacío, por si mi padre consigue engatusar a San Pedro y pasarse un ratito a ver la película.

Ganador de marzo del X Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat (marzo 2022)

miércoles, 14 de junio de 2023

MALABARISMOS DOMÉSTICOS

Por más que se hable sobre la conciliación de la vida laboral y familiar, ir al bufete cada mañana dejando atrás a dos niños pequeños es para mí una condena diaria. Hoy, mi yo interior se rebela y, nada más llegar, arrincono a mi jefe en su despacho y le pido una reducción de jornada. “Imposible”. Juego la baza del teletrabajo y, al final, llegamos a un acuerdo.

Podré disfrutar de mis hijos, vivir con ellos algo más que los fines de semana, aunque tenga que aclarar el champú del pleito de Cristina contra el seguro del coche, sacudir las migas de empanada de la demanda de divorcio de Luis y Estefanía, o compaginar la lectura de Caperucita Roja con la apelación de Sebastián.

Su padre, con sana envidia, ha decidido hacer igual y ahora preside los juicios desde los columpios del parque, con el chándal bajo la toga.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (marzo 2022)

martes, 13 de junio de 2023

LAS CUATRO ESTACIONES SIN VIVALDI

Blanco botón, tú que acabas de brotar, minúsculo y tierno, en la punta de una rama aún seca. Blanco botón, desperézate, crece, ábrete al mundo.

Es primavera: vístete de verde claro, vístete de verde oscuro. Déjate mecer por los vientos de marzo, déjate empapar por las lluvias de abril. No envidies los colores de mayo, pintados en las flores a tus pies. Tan solo respira y palpita, sáciate con la savia nueva que te inunda impetuosa.

Cuando lleguen los fuegos del verano, busca el cobijo de las hojas más grandes para no languidecer. Sestea bajo el sol, susurra bajo la luna. Disfruta de la lenta caricia de las gotas de rocío resbalando por tu cuerpo flexible, brillantes caleidoscopios en el rosado amanecer.

Vístete de amarillo, de ocre, de castaño rojizo. Vístete de marrón otoñal. Suelta amarras, planea suavemente hasta el suelo, como esa pluma que perdió un gorrión. Disfruta del viaje. Piérdete en el pardo tapiz que alfombra las aceras, las calzadas, los jardines. Huye del barrendero aplicado y del niño curioso; esquiva botas de agua, tacones de aguja, suelas de tafilete. Deslízate bajo un arbusto y contempla cómo transcurre el mundo al otro lado.

Con los gélidos vientos de enero, revolotea de acá para allá, enrédate en las piernas de los transeúntes, juega al pilla-pilla con los perros. Y, con la escarcha de la madrugada, vístete de blanco como cuando eras un blanco botón, antes de desperezarte, de crecer, de abrirte al mundo. Blanca hoja de invierno.

Publicado en el libro digital recopilatorio del I Certamen Literario "Gloria Fuertes y el Mundo de los Árboles" (Calameo), febrero 2022

 

lunes, 12 de junio de 2023

NATURALEZA MUERTA

Todo en la sala parecía disecado: el perro en actitud amenazadora, el gato agazapado bajo la mesa, el búho desplegando las alas desde lo alto de la vitrina; pero lo desmentían sus ojillos brillantes girando enloquecidos. Yo huía hacia la puerta cuando sentí el pinchazo de la aguja. “Quedarás muy bien sentado en el sofá”, oí susurrar justo antes de perder el conocimiento.

 Ganador XI Concurso "Microterrores" (Diversidad Literaria), enero 2022

domingo, 11 de junio de 2023

LIBERACIÓN

Ahora golpearé la tumba con los nudillos y pegaré la oreja a la lápida de mármol. Sus instrucciones fueron bien claras: desde el sepelio, repetir este procedimiento a diario hasta oír tres toques en respuesta; entonces, levantar la losa y sacarlo del ataúd. Los primeros días aguzaba el oído y contenía el aliento; con el paso de los meses lo hacía ya por rutina al llevarle flores frescas. Hoy, tras doce años, por fin han sonado los tres golpes. He arreglado las flores y me he alejado con calma, mientras los golpes seguían resonando frenéticos a mi espalda.

Finalista Relatos En Cadena (enero 2022)

sábado, 10 de junio de 2023

COLECCIONISTA

Desaparecían sigilosamente, como si nunca hubieran resbalado por aquellas mejillas de terciopelo, como si nunca hubieran empañado aquellos dulces ojos negros, como si nunca hubieran destrozado su corazón. A mí no me quedaba otra alternativa que ofrecerle mi pañuelo y mi hombro, susurrándole al oído que ese tipo no era bueno para ella, que ya encontraría el adecuado, “uno de estos días, ya verás...”. Y, mientras ella se recuperaba y volvía a intentarlo con otro fulano, yo gritaba en silencio: “¡no es él, soy yo!” y aguardaba, pañuelo en ristre, para añadir a mi extensa colección sus siguientes lágrimas.

Finalista VIII Certamen Microrrelatos Mairena del Aljarafe (diciembre 2021)

viernes, 9 de junio de 2023

MAGRO CONSUELO

- Duerme tranquilo, cariño. Los monstruos no son más que un mito: ninguno va a entrar por la ventana para sorberte el cerebro.

Y, apagando la luz, mamá salió de la habitación.

Una voz áspera brotó desde las sombras:

- Tu madre tiene razón en una cosa: no entramos por las ventanas.

Ganador XV Concurso Microrrelatos de Terror Molins de Rei (noviembre 2021)

jueves, 8 de junio de 2023

RECUERDOS DE UNA VIDA

Mi infancia me trae a la mente atardeceres de domingo en la playa, sentada con mi madre sobre la arena que se enfriaba sin prisa. Con mi mejor amiga de juventud compartí mecedora y atardeceres serranos desde el porche de su cabaña estival. Mi marido me regaló elegantes atardeceres urbanos, de martini y traje de noche. Añoranzas que tiñen de crepúsculo mi propio ocaso.

Finalista IV Concurso "Microatardeceres" (Diversidad Literaria), noviembre 2021

miércoles, 7 de junio de 2023

PATRULLA DE DELITOS INTERDIMENSIONALES

Corríamos un enorme riesgo al dejar abierto el paso interdimensional. El vehículo de nuestros perseguidores se había hecho visible en el lejano horizonte y se aproximaba a toda velocidad: si calculábamos mal podíamos terminar todos desintegrados. Aún así, seguimos adelante con nuestro audaz plan y cruzamos el portal en el último minuto. No dudaron en seguirnos, sin poder ocultar su sorpresa al materializarse en medio de la sala de audiencias y encontrarlo todo dispuesto: juez, jurado, fiscal y testigos, todos estaban listos. También su defensor de oficio, que no tuvo ninguna oportunidad ante la abrumadora avalancha de pruebas. Los terroristas espaciales fueron condenados a cumplir cadena perpetua confinados en un plano atemporal, por haber intentado destruir el tejido que separa los mundos. Así, conseguimos preservar intacta no sólo nuestra realidad sino también los restantes universos paralelos. Tal vez un día lleguemos a ser protagonistas de un cómic.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (octubre 2021)

martes, 6 de junio de 2023

OLFATO PERRUNO

El último día me pareció más largo que ninguno. Era cuestión de horas que aquella maldita escayola desapareciera de mi pierna y de mi vida, pero precisamente por eso los minutos parecían arrastrarse con extrema pereza por la blanca esfera del reloj. Miré por la ventana, aburrido. Ya ni siquiera la vista de la exuberante vecinita del chalé de enfrente relajándose al borde de su piscina conseguía aliviar mi impaciencia. La irrupción de su perro en ese plácido oasis de sol y cloro llamó mi atención: el estúpido animal hacía un ruido infernal, saltando y ladrando, con un largo hueso bien sujeto entre sus dientes. Al verlo, la vecina se puso muy nerviosa, le quitó al bicho su golosina y se metió en la casa, echando las cortinas. Recordé la película “La ventana indiscreta” y decidí explorar su jardín provisto de una pala en cuanto me quitasen la escayola: hacía días que su marido no asomaba la nariz.

Finalista XIV Concurso de Microrrelatos Getafe Negro (octubre 2021)

lunes, 5 de junio de 2023

PINTANDO TRENES

Cogí mis bártulos y me instalé en una verde pradera salpicada de margaritas y amapolas, con una gruesa encina a lo lejos y tres olivos retorcidos en primer plano. Cada media hora sin falta, un Cercanías surcaba la línea del horizonte, y me tocaba aguardar a que saliese del encuadre para poder seguir pintando mi paisaje.

Por fin, el óleo estuvo terminado y colgado sobre la chimenea. Y, cada media hora sin falta, la sombra incolora de un tren atraviesa el cuadro de lado a lado, siguiendo la línea del horizonte.

Finalista XV Certamen "El tren y el viaje" (RENFE), octubre 2021


domingo, 4 de junio de 2023

CAMBIO DE RUMBO

La crisis de los cuarenta nos sobrevino a mi marido y a mí, abogados de éxito y prestigio, de manera ciertamente insospechada: un buen día llegó a nuestros oídos la penosa situación en que se encontraba el Parque Natural que solíamos visitar de recién casados.

Tras una urgente deliberación, concluimos que era nuestra responsabilidad hacernos cargo, y cambiamos la seguridad de nuestra profesión por la diversidad de especies vegetales y animales que requerían de nuestros servicios altruistas, ya que no jurídicos.

Desde entonces vivimos aislados de pleitos y litigios, vigilando el ramoneo de los ciervos, los correteos de las ardillas y el vuelo de las águilas.

Y cuando me da por añorar las confrontaciones con el fiscal, voy en busca de un viejo lobo gris con una pata rota que se le da un aire, y mantengo con él un soliloquio que me ayuda a fortalecer mi decisión.

Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (agosto 2021)

sábado, 3 de junio de 2023

REDONDA TENTACIÓN

Vamos, atrévete. Sé que lo estás deseando. Veo cómo el ansia asoma taimada a tus pupilas. Oigo cómo se entrecorta tu respiración al relamerte. Tu aliento, cálido y febril, llega hasta mí con destellos de pasión y de culpa.

Vamos, muérdeme. Clava a fondo tus dientes en mi carne, atraviesa mi tomate y mi pepinillo, hasta que el ketchup y la mostaza, sabrosa bandera bicolor, ondeen en las comisuras de tu boca y naveguen a lo largo de tus dedos. Con un poco de suerte, dejarán mi enseña grabada en tu camisa, para que todo el mundo sepa que has estado conmigo, que has sido infiel al solomillo y a la merluza con gambas y a los pimientos rellenos.

Entonces y sólo entonces, en mi reducido mundo salpicado de sésamo, me daré por satisfecha.

Finalista en el I Certamen Rubric de Microrrelatos (Editorial Rubric), julio 2021

viernes, 2 de junio de 2023

INSOMNIO JUSTIFICADO

Aquella población era la más vulnerable que había visto jamás y, quizá por eso mismo, la más hermosa en su inocente rusticidad: casas de adobe con techo de paja, calles sin asfaltar, pinceladas de verdor a la vuelta de cada esquina. El empleo de nuestra arma biológica en semejante oasis nunca debió aprobarse y, no obstante, alguien de arriba vio la oportunidad de hacer una prueba con sujetos reales y decidió aprovecharla, aunque ello significara erradicar toda vida humana en aquella humilde y, hasta entonces, feliz aldea.

Cuando los abogados de la empresa se enteraron, pusieron el grito en el cielo: ¡responsabilidad moral, publicidad nefasta, indemnizaciones millonarias! Pero ya era tarde. Del pueblito y sus habitantes sólo quedaba una estela de polvo en el viento del atardecer y el eco de un murmullo apagado en el agua turbia del riachuelo. Desde ese día, me cuesta conciliar el sueño.

 Publicado en el Concurso de Microrrelatos sobre Abogados (junio 2021)

jueves, 1 de junio de 2023

A SALVO

Se paró en mitad del campo y alzó la cara sin mascarilla hacia el sol de la tarde. Cerró los ojos para sentir el calor en su piel. Respiró hondo el fresco aire otoñal, impregnado de los aromas de su niñez. Se concentró en los sonidos que la rodeaban: el borboteo del río cercano, las mieses maduras susurrando bajo la brisa, el correteo de un animalillo entre los juncos, quizás un pájaro o incluso un conejo. Libertad. Saboreó la palabra. No más encierro, no más bozales, no más miedo. Allí se sentía a salvo, por fin.

Finalista en el X Certamen de Relato "En torno a San Isidro"  (Ayuntamiento de Saldaña, Palencia), junio 2021