sábado, 19 de agosto de 2023

ORÍGENES

El ángel, en un inusual arrebato conciliador, invitó al demonio a un picnic. Desplegó ante él sabrosos bocados, zumos exquisitos, la repostería más deliciosa, e incluso un néctar cuya receta se creía perdida en la noche de los tiempos. Pero el demonio no comió más que humildes aceitunas, cuyos huesos iba escupiendo en la tierra.

Al pasar el tiempo, uno de aquellos huesos germinó y pronto un robusto olivo se erguía en lo alto de la colina. El demonio quiso adjudicarse su propiedad, puesto que fue él quien había plantado la semilla, pero el ángel lo reclamó para sí, alegando que las aceitunas las había llevado él.

En estas estaban, los ánimos empezando a caldearse, nubarrones tan negros como la temible cólera del demonio cubriendo el cielo, la justa indignación del ángel relampagueando en la distancia, cuando acertó a pasar por allí un labriego.

- Este árbol está en mis tierras, así que seré yo quien lo cultive y quien obtenga sus frutos -les dijo al ángel y al demonio que, ante la aplastante lógica de la explicación, tuvieron que retirarse.

Y esta NO es la historia del origen del olivo, pero... ¿a que habría estado bien?

Publicado en la web "MásQueCuentos.es" (VI Premio de Relato sobre Olivar), agosto 2023

viernes, 18 de agosto de 2023

CARRERAS DE BOTONES

Cuando yo era pequeño, las canicas eran un lujo que pocos se podían permitir en el pueblo: el hijo del alcalde, el del teniente de la guardia civil y, si acaso, el del médico. Así que el común de los mortales, a falta de aquellas brillantes bolitas de vidrio rellenas de sueños de colores, hacíamos las carreras con botones. La rivalidad entre ambas facciones era legendaria, hasta el día en que descubrimos que las canicas llegaban más lejos si se impulsaban con botones. La única que se queja ahora es la boticaria: sin ojos morados, ya no vende árnica.

Finalista en el XII Certamen de Microrrelatos "En torno a San Isidro" (Saldaña, Palencia), agosto 2023

jueves, 17 de agosto de 2023

VOCES EN LA NOCHE

La Guerra Civil me sorprendió en el pueblo, como a tantos otros. Nunca llegué a enterarme de qué lado estábamos, porque yo no era más que un chaval y de politiqueos entendía poco. Lo que sí comprendía eran las dentelladas del hambre en mis tripas y la oscuridad del sótano en el que aguardábamos, temblando, a que arriba cesaran los disparos. Entrada la noche, oíamos a los soldados de ambos bandos, parapetados en cerros opuestos, bromear a voces, como si las tinieblas desdibujasen los uniformes y sólo quedasen los hombres. Hombres deseosos de enterrar el conflicto y volver a casa.

Segundo Premio en el XII Certamen de Microrrelatos "En torno a San Isidro" (Saldaña, Palencia), agosto 2023

miércoles, 16 de agosto de 2023

MIRADAS

Pablito apenas había reparado en Carmela, hasta el día en que su madre le prohibió mirarla, por no sé qué disputa entre los abuelos de ambos con relación a una linde entre parcelas. Pero la fruta prohibida, ya se sabe...

Así que, desde ese día, cada vez que se tropezaban camino de la escuela o en la subida a la iglesia o en la plaza las tardes de domingo, haciendo corrillo con la pandilla, Pablito empezó a mirar a Carmela con otros ojos, ojos curiosos. Y Carmela, al percatarse, empezó a mirar a Pablito con otros ojos, ojos tiernos.

Después, a medida que crecían los años y menguaba el acné, la curiosidad y la ternura fueron dejando paso a sentimientos más profundos y encendidos, y comenzaron a mirarse con ojos apasionados, ojos de deseo. Pero eran miradas furtivas por necesidad, ya que ambas familias seguían sin tratarse: los dos abuelos, cada uno más empecinado que el otro, sostenían su postura sin ceder ni un ápice y la linde en cuestión continuaba en litigio.

Así, los dos hombres ponían gran empeño en esquivarse por las callejas del pueblo, pero de cuando en cuando se tropezaban camino del bar o en la bajada a la huerta o en la plaza las mañanas de domingo, aguardando al panadero, y en tan infaustas ocasiones, Eustaquio miraba a Baldomero con inquina en los ojos y éste le correspondía con ojos cargados de rencor. Pablo, que había abandonado el diminutivo de su infancia en el bolsillo de sus últimos pantalones cortos, suspiraba consternado al escuchar los gruñidos ininteligibles que intercambiaban los dos ancianos de acera a acera de la calle si, por casualidad, acertaban a cruzarse. Y Carmela, que se negaba a convertirse en María del Carmen por motivos que sólo ella conocía, suspiraba exasperada al interceptar las aviesas miradas de reojo que se lanzaban de banco a banco de la iglesia durante el sermón dominical de Don Severiano.

Mientras tanto, los dos jóvenes seguían buscándose con los ojos a la menor ocasión. Ese verano, en la fiesta del Santo Patrón, la mirada de Pablo resbalaba con disimulo por las blancas enaguas de los danzantes hasta besar los cabellos de Carmela, situada al lado opuesto del entarimado, y la mirada de Carmela sorteaba con discreción las piruetas del paloteo para ir a acariciar el rostro de Pablo, seguros ambos de que el bueno de San Acacio les perdonaría la distracción. Por la noche, en el baile, aprovechando los momentos de más alboroto, se mezclaban con el gentío para buscarse con manos ávidas y mirarse con ojos hambrientos, ojos desesperados.

Así, el tiempo seguía corriendo, las estaciones se sucedían, la luna mudaba de fase y, en ese entorno cambiante, el encono de ambos ancianos persistía inmutable, anclado en las profundas arrugas que rodeaban los ojos de aquellos dos venerables aunque hoscos semblantes. Hasta que, un día de primavera, con los árboles cuajados de brotes tiernos, el aire vibrando con los trinos de los pájaros, la hierba estallando por doquier en un festival multicolor, Pablo y Carmela se encontraron en la Fuente Vieja, al abrigo de las largas ramas del sauce, para abrazarse, ansiosos del cuerpo del otro, corazón al galope, sangre en llamas, ojos ebrios de tantas miradas que habían ardido en lo más crudo del último invierno. Ojos tiernos, apasionados, hambrientos, ojos enredados en una mirada infinita abocada al fin. Y algo se rebeló en esas miradas, en esos corazones, algo que surgió de muy adentro para alzarse en un grito de guerra, algo que los hizo cogerse de la mano, salir del amparo del sauce, subir la cuesta, cruzar el pueblo, marchar por las calles a paso firme, a la vista de todos, dejando tras de sí un rosario de rostros sobrecogidos, alarmados, incrédulos.

Y llegar a casa de Pablo, y explicar y razonar y discutir. Y luego ir a casa de Carmela, y volver a explicar y volver a razonar y discutir de nuevo. Y, finalmente, ir a ver al cura y darle un ultimátum: “o una boda o dos entierros, usted verá cómo se las arregla, padre”. Y Don Severiano, espantado, corrió a casa de unos y de otros, consoló a madres llorosas, debatió con padres enfurecidos, y por último citó en la sacristía a los dos abuelos y los amenazó con todos los fuegos del infierno si permitían que aquellos dos jóvenes enamorados hicieran una locura. Eustaquio, sentado tieso como un palo en el borde de su silla, se miraba, terco, las nudosas manos entrelazadas sobre las rodillas. Baldomero, la cabeza muy erguida y los labios apretados, clavaba sus ojos obstinados en algún punto indeterminado del artesonado del techo. Don Severiano rechinó los dientes: si por él fuera, los cogería ahora mismo de las orejas y se los pondría sobre las rodillas para darles unos azotes en el trasero con el hisopo del agua bendita.

De pronto se levantó y asestó un fuerte golpe en el escritorio con los puños, sobresaltando a los dos hombres y obligándolos a mirarle a los ojos. Ojos de furia apocalíptica. Ojos de arcángel vengador. Ojos terribles.

Su tono, sin embargo, era engañosamente calmo cuando se dirigió a ellos:

- Este domingo, las amonestaciones. El mes que viene, la boda. Y como vea un atisbo de ceño os excomulgo a los dos. ¿Estamos?

Ambos ancianos refunfuñaron entre dientes antes de levantarse y, sin mediar palabra, salir de la sacristía para tomar rumbos opuestos bajo las fisgonas miradas que pululaban tras los visillos.

El día señalado, las dos familias se reunieron a la puerta de la iglesia, todos de tiros largos, en un silencio incómodo que los ojos radiantes de los novios se encargaron de hacer añicos y trocar en risas y parabienes. Los dos abuelos fueron conminados a estrecharse la mano aunque, bajo la apariencia cortés del gesto, latía un pulso en los dedos y un reto en las miradas. Después de tantos años, no iban abandonar su rivalidad así como así, con lo divertido que era.

Segundo Premio en el XII Certamen de Relato Corto “En torno a San Isidro” (Saldaña, Palencia), agosto 2023

martes, 15 de agosto de 2023

CÓDIGO NO AUTORIZADO

La sala estaba a rebosar de empleados que se afanaban, sin prisa aunque sin pausa, en los teclados de sus ordenadores, escribiendo línea tras línea de código. Esas líneas se iban trasladando a la gigantesca pantalla que dominaba toda la pared frontal: primero aparecían en una esquina, encuadradas en color rojo brillante; luego se deslizaban por la pantalla hasta encajar en un bloque de código más amplio, desapareciendo entonces el cuadro rojo para quedar integradas en el programa principal. A veces, tras esa operación se producía un ligero parpadeo en la pantalla y una parte del código destellaba en un vivo tono azul durante unos instantes antes de reubicarse para erigirse como un bucle autónomo. En esas ocasiones, un murmullo estremecía las filas de operarios, deseosos de felicitar al ingenioso responsable de la idea.

Mientras tanto, tras la cristalera de la cabina de control, situada a cierta altura sobre la sala, una hilera de supervisores no quitaba ojo al programa, leyendo y revisando sin pausa y a toda prisa las líneas que iban apareciendo y cambiando de lugar antes de esfumarse por la parte inferior de la enorme pantalla. Con la destreza que da la práctica, sus lápices ópticos se movían por la consola de plasma que tenían delante para corregir sobre la marcha los errores más evidentes antes de que el código pasara al siguiente nivel de verificación.

Era un proceso rutinario, que se llevaba a cabo día tras día sin mayores problemas... hasta esa mañana.

A las 11:07 exactamente, uno de los supervisores se agitó en su silla, visiblemente inquieto. Su lápiz trazó un grueso círculo anaranjado alrededor de una pequeña sección de código y el fluido devenir de las líneas por la pantalla cesó de golpe. Una ruidosa alarma se disparó en alguna parte, aturdiendo a los operarios, que dejaron de teclear para taparse los oídos mientras cuchicheaban, nerviosos y alterados, tratando de hacerse entender sin demasiado éxito por encima del desagradable estrépito.

No habían pasado ni cinco minutos cuando el Inspector Jefe se presentó en la sala y, plantado entre las mesas, con las piernas separadas y los brazos en jarras, alzó la vista hacia la pantalla inmóvil y clavó los ojos en el círculo anaranjado, que refulgía cada vez con mayor intensidad. Sus labios se movieron silenciosamente mientras daban cuerpo al código remarcado; al terminar, frunció el ceño, parpadeó incrédulo y volvió a leerlo una segunda vez, y luego una tercera. Por último, emitió un rugido áspero y ensordecedor, infinitamente más perturbador que la alarma sonora, que enmudeció ante la feroz competencia.

- ¿Quién demonios ha escrito esto? -tronó, recorriendo con la vista el mar de rostros consternados que lo rodeaba.

Los empleados negaron con la cabeza, uno tras otro, a medida que su mirada furibunda los taladraba.

- ¡Pues alguien tiene que haber sido!

Uno de los supervisores, que trajinaba con un teclado auxiliar en la cabina, lanzó un grito de triunfo, sofocado en su mayor parte por el grueso cristal, pero aún así audible desde la sala. El Inspector Jefe alzó las cejas y contempló el número delator que le transmitía por señas su ayudante: cuatro dedos alzados en una mano y tres en la otra, bien separadas. Cuarenta y tres.

De inmediato, se giró hacia el puesto correspondiente. Vacío. En dos zancadas se plantó en la mesa cuarenta y tres, y pulsó una tecla cualquiera del ordenador. La pantalla se iluminó y, ¡bingo!, ahí estaba ese maldito código, titilando tranquilamente sobre el fondo oscuro.

- ¿Dónde está? -rugió, con el rostro congestionado por la ira-. ¿Quién opera aquí?

Los empleados de las mesas adyacentes se miraron entre sí, parpadeando confundidos.

- Hace días que no viene -se atrevió, por fin, a balbucear uno de ellos-. Al parecer, está enfermo.

- Entonces, alguien lo ha escrito en este puesto para no ser descubierto -concluyó el Inspector Jefe, con voz engañosamente suave-. Alguien que tiene acceso a su contraseña. Alguien cercano.

Los operarios más próximos comenzaron a sudar y a farfullar excusas incoherentes, alguno incluso retrocedió con el terror pintado en el rostro, pero antes de que el Inspector Jefe pudiera emprender ninguna acción, uno de los supervisores golpeó frenético el cristal de la cabina de control, gesticulando violentamente para llamar su atención hacia la pantalla, donde el programa se había puesto de nuevo en marcha por sí solo y se estaba ejecutando en un bucle infinito que reproducía una y otra vez aquellas líneas de código encerradas en el brillante círculo anaranjado.

- ¡Que alguien pare eso! -aulló el jefe.

Un segundo supervisor se abalanzó sobre un panel empotrado en la pared y pulsó la combinación de teclas que debería darle acceso al control del sistema principal. Atónito, comprobó que el programa continuaba impasible la ejecución del código ilícito. Volvió a pulsar las teclas. Nada. Se encogió de hombros y negó con la cabeza, derrotado.

El Inspector Jefe emitió un atronador bramido y corrió hacia los ventanales. Los operarios le imitaron, aunque dejando una prudente distancia de seguridad alrededor de su enojado superior, que tenía el rostro congestionado, una vena del cuello tremendamente abultada, y los puños apretados en un visible esfuerzo por contenerse y no estrangular a alguien.

A sus espaldas, aquellas malditas líneas de código seguían ejecutándose una vez y otra y otra más, y allá abajo, en el flamante planeta azul, aquellos ceros y unos iban generando continentes, océanos, islas y montañas, poblándolas de toda suerte de plantas y animales, e incluso se alcanzaba a distinguir una extraña criatura sin pelo que caminaba erguida sobre dos patas.

En otro tiempo, en otro lugar, en la penumbra de una enorme sala aún vacía, el operador cuarenta y tres se frota las manos y hace crujir los nudillos, poniendo en orden sus ideas antes de escribir en su ordenador unas elegantes líneas de código, pocas y simples pero potentes, sin perder de vista el polvoriento planeta rojo que orbita frente a los cristales de la ventana.

Publicado en la Revista Digital "Letraheridos" nº 30 (agosto 2023)

 

lunes, 14 de agosto de 2023

LA MISIVA

Yo, que he vivido tantas vidas, que las he disfrutado todas con alegre abandono, no consigo lamentar que esta última termine tan rápida y abruptamente. La verdad es que los años ya me pesan y mi memoria suspira por esos amores que han pasado fugazmente por mi lado y que no he sido capaz de retener. No me echeis de menos, yo no os añoraré a vosotros más que a una noche sin estrellas”.

Y, tras firmar la misiva, el gato se dejó caer desde la azotea, poniendo buen cuidado de no aterrizar de pie.

Finalista mensual en el Concurso de Microrrelatos de RTV Lavapiés (julio 2023)

 

domingo, 13 de agosto de 2023

MI DAMA BLANCA

Por fin, mi sueño estaba a un paso de cumplirse.

Tantos años de esfuerzos, de dura disciplina, de preparación, culminaban en este campeonato en el que trataba de alzarme con el trofeo al mejor ajedrecista nacional, que a su vez me abriría las puertas de los torneos internacionales.

Me había retirado temprano pero, como suele ser habitual en los hoteles, la habitación estaba demasiado caldeada y había terminado por arrojar el edredón al suelo y tumbarme sobre las sábanas con tan solo el pijama cubriendo mi cuerpo sudoroso. Después de dos horas de contar ovejas en vano, opté por una ducha fría que únicamente me proporcionó un alivio pasajero y, ya desesperado, hice uso de la cafetera que había sobre el minibar.

Es sabido que el café despeja y aclara las ideas, y por ello no es recomendable tomarlo antes de dormir, y qué decir de ingerirlo en mitad de la noche cuando uno está más que desvelado. Sin embargo, su fragancia suele ejercer en mí un efecto calmante que en ese preciso momento era lo que más necesitaba. Así pues, preparé un café bien cargado y dejé que su potente aroma invadiera por completo el cuarto y mis sentidos, me acomodé de nuevo en la cama y, cerrando los ojos, disfruté del reconfortante olor mientras dejaba enfriarse intacto el brebaje sobre la mesilla de noche.

Y surtió efecto. Acunado por los negros efluvios, me quedé dormido rayando ya el alba. Y soñé. Soñé que yo era una de las piezas del ajedrez, un simple peón negro autorizado a moverse por el tablero sólo de cuadro en cuadro y siempre hacia adelante, ya que no soy de ánimo belicoso y no estaba dispuesto a liquidar a algún pobre peón enemigo con tal de cambiar de fila. Y allá iba, desplazándome pasito a paso rumbo a lo más profundo del tablero, donde se encontraba mi adorado objetivo: la Reina Blanca. Su rostro, frío y austero, con el candoroso color de la crema de la leche y aún así desprovisto de todo candor, permanecía inmóvil mirando al frente, toda ella regia y altiva, ignorando a las piezas que a su alrededor urdían tramas para poner a salvo a su Rey o para destruirlo, según fuera su color.

Pero yo no participaba en ese juego, mi único propósito era llegar hasta Ella y arrojarme a sus pies, declararme rendido de amor y esperar de su benevolencia una señal de aprobación o, al menos, de no rechazo. Servirla de por vida sería para mí un inmenso placer y la cúspide de mis anhelos. Aún así, no era tan ingenuo como para no ver que tenía importantes rivales, los más peligrosos de los cuales eran el Alfil Blanco y el Caballo Negro, ambos poderosos Señores de la Guerra que se movían con ímpetu y seguridad por el tablero, fulminándose el uno al otro con miradas asesinas y aplastando a su paso a cuanto adversario se les ponía por delante. Los dos evolucionaban en las proximidades de mi Reina, avanzando y retrocediendo, amagando ataques, comiendo piezas inocentes o culpables sin distinción, y haciendo la vida imposible al pobre Rey Blanco, que se veía impotente para proteger a su consorte de aquellos feroces asaltos.

Mientras tanto, su Dama -mi Dama- ni siquiera pestañeaba, negándose obstinadamente a moverse de su casilla, dejando que su esposo se las compusiera como pudiese para no quedar confinado en el curso de alguno de aquellos embates, perdiendo así la partida. A ojos extraños podría parecer insensible o incluso perversa, pero a mí se me antojaba maravillosa y espléndida en toda su blanca majestad. Al fin y al cabo, el amor es ciego.

Finalmente, esquivando mil y una amenazas, logré llegar hasta la penúltima fila, me detuve ante Ella y la saludé con la más elegante reverencia que conseguí ejecutar sin brazos ni piernas. Ella bajó apenas los ojos y, con una desdeñosa mirada, tan gélida que habría suscitado la envidia del mismísimo hielo de los Polos, se adelantó ligeramente y ocupó mi casilla. No podía dar crédito a semejante movimiento: ¡muerto por la mano de mi Amada!

Pensé que saldría catapultado -como les había sucedido a otras piezas eliminadas- para aterrizar penosamente en la enorme caja de marfil dispuesta a un costado del tablero, pero no fue así: para mi sorpresa, sentí que mi cuerpo se fundía, se diluía en un líquido negro y espeso que se derramaba por la superficie de madera pulida, impregnando el aire con un inconfundible aroma, fuerte y amargo, que aportaba cierta serenidad al desconsuelo provocado por la traición de mi Dama. Lo último que vi, antes de disolverme por completo en aquel mortal charco de café caliente, fueron los malévolos ojillos de la Reina Blanca fijos en mí, y juraría que una pérfida sonrisa destelló por un instante en su pétreo rostro de crema de leche.

Me desperté empapado en sudor en mi cama del hotel, y tardé un par de minutos en constatar que mi cuerpo seguía entero y sólido bajo la capa de transpiración, y que el acre olor a café no provenía de mi persona sino de la taza que, sobre la mesilla de noche, se había enfriado ya por completo. La oportuna alarma del despertador quebró al mismo tiempo el silencio de la habitación y el estupor que el insólito sueño -o pesadilla- había dejado impreso en mi ánimo.

Una buena ducha y un abundante desayuno obraron milagros en mi maltrecho organismo y, a la hora convenida, cruzaba la puerta del salón de actos del hotel mientras atendía a las últimas recomendaciones de mi preparador, listo para pelear por el título que había ido a conquistar.

La partida se desarrolló sin complicaciones. Mi oponente era hábil pero yo estaba muy concentrado y rebosaba inspiración, incluso a pesar de la falta de sueño: desplegué un juego brillante que lo desconcertó y le llevó a cometer algunos errores fatales, con el resultado de una aplastante victoria por mi parte.

Con un mohín de disgusto, sus dedos se posaron sobre el Rey Blanco y lo inclinaron hasta hacerlo caer sobre el tablero, anunciando así su capitulación. En ese momento, un fugaz aroma a café inundó mis fosas nasales. Instintivamente, mis ojos buscaron los peones negros y vi que uno de ellos se encontraba en la casilla inmediatamente anterior a la de la Reina Blanca. Las dos piezas permanecían allí enfrentadas, inmóviles, y yo era incapaz de apartarme del tablero, como si mis pies se hubieran quedado pegados a la tarima. Me costaba respirar y creo que, en el fondo, esperaba que el peón se derritiese ante mis ojos en un charquito de café.

Ante mi tardanza, el maestro de ceremonias se acercó y me tomó amablemente del brazo para conducirme hacia el estrado donde iban a hacerme entrega del trofeo. Yo le seguí sin oponer resistencia pero con la vista aún clavada en aquellas dos piezas. Y habría jurado que, mientras me alejaba, la Reina Blanca me guiñó un ojo inexistente de su inexistente rostro.

Publicado en el libro recopilatorio del I Concurso de Relatos "Enroque Corto" del Club de Ajedrez Enroque Corto Sahaldau (Puente Genil, Córdoba), junio 2023

 

sábado, 12 de agosto de 2023

CONCIERTO SIN ORQUESTA

Apenas te vislumbré entre la multitud, mi corazón emprendió un redoble de timbal. Acercarme a ti y resonar trompetas celestiales en mis oídos fue todo uno. Bastó una mirada para perderme en tus ojos bicolores: un cielo de otoño y un mar de verano codo con codo, enlazados por esa sonrisa tuya, tan tuya, que enseguida quise hacer mía. Tu voz flotó sobre el bullicio como un solo de clarinete, terciopelo líquido desgranando palabras, frases, historias: tu historia, la mía. Cuerdas desgarradas de violín en la pasión compartida. Emoción punteada de contrabajo en el ansiado “sí, quiero”. Vibrantes campanillas en la risa de tus hijos, mis hijos, nuestros hijos. Maravilloso concierto sin orquesta, sólo contigo.

Ganador mensual del Concurso de Microrrelatos de RTV Lavapiés (junio 2023)

 

viernes, 11 de agosto de 2023

METAMORFOSIS

Nos conocimos una tarde en el parque. Yo paseaba sin rumbo bajo la arboleda, él leía en un banco del sendero. Me senté a su lado, conversamos, y las palabras devoraron sin darnos cuenta y sin pedir permiso el estrecho espacio que mediaba hasta el ocaso. El relente del anochecer nos dio la excusa perfecta para abandonar el banco y lanzarnos a ejercer de polillas por las luces de la ciudad.

En los meses siguientes arrastramos nuestras aristas por calles y plazas: él, simple cubo; yo, más compleja, icosaedro. Tras el primer choque de vértices, fuimos limando asperezas hasta que un beso tan tórrido como imprevisto nos derritió los ángulos y ahora rodamos mejor, dos esferas en perfecta armonía.

Finalista mensual en el Concurso de Microrrelatos de RTV Lavapiés (mayo 2023)

 

jueves, 10 de agosto de 2023

EN LA OSCURIDAD

El caballero avanzaba en la noche oscura, muy oscura, por una senda del bosque oscuro, muy oscuro. Cantaba para no caer en las garras del miedo, un miedo oscuro, muy oscuro, tan oscuro que el caballero estaba harto de no ver nada en aquella noche tan oscura, y tenía ganas de dar media vuelta y dejar de cantar y de caminar por aquel bosque tan oscuro.

Pero su dama estaba en peligro: un dragón acechaba el castillo y amenazaba con devorar a todos sus habitantes. Pensó en su dama, asomada al balcón de la torre, y apretó el paso para matar cuanto antes al dragón, aquel dragón oscuro, muy oscuro, tan oscuro que el caballero no lo vio venir por aquel bosque tan oscuro, en aquella noche tan oscura, y antes de darse cuenta una llamarada de fuego oscuro lo redujo a cenizas. Unas cenizas oscuras. Muy oscuras.

Finalista en la II edición del concurso al peor microrrelato "La Pezuña de Plata" (Bibliotecas Municipales de Leganés),  abril 2023

 

miércoles, 9 de agosto de 2023

LOS PODERES DE LA ABUELA

Mi abuela tiene poderes.

En la cocina, mamá siempre dice que sigue sus recetas al pie de la letra, pero las croquetas y la tortilla de patata nunca le salen igual de ricas. Luego está el tema de las enfermedades: la abuela siempre tiene remedios caseros que sirven para todo y no están tan asquerosos como los jarabes del médico. ¿Y las plantas? A mamá se le mueren todas en pocos meses mientras que la abuela tiene un jardín que parece una selva tropical, sólo le faltan los tigres. Y, como mamá dice: suma y sigue.

Yo lo tengo claro: de mayor, quiero ser abuela.

Finalista mensual en el Concurso de Microrrelatos de RTV Lavapiés (abril 2023)

martes, 8 de agosto de 2023

UNA DE DOS

González, tenemos que hablar. Esto no puede seguir así. Tiene usted que hacer un esfuerzo por controlarse y dejar de traer animales abandonados a la estación de bombeo. El perro no me pareció mal, cuida de las instalaciones cuando nos marchamos y, además, hace compañía. El gato es algo arisco pero muy independiente, apenas da trabajo. La serpiente ya es harina de otro costal, cada vez que se escapa organiza un revuelo entre el personal y uno de estos días a alguno le va a dar un jamacuco. Y no digamos los chocos, que siempre están escurriéndose por todas partes y escoñando las tuberías. Pero esto sí que no: una de dos, o la sirena o usted.

Ganador del IV Concurso de Microrrelatos "Aguas de Ida y Vuelta" organizado por Aguas de Cádiz (marzo 2023)

lunes, 7 de agosto de 2023

EL PROFESOR DE AUTOESCUELA

El coche avanzaba dando tumbos por la amplia avenida. La muchacha se mordía nerviosamente el labio inferior mientras trataba de controlar el juego de pies entre embrague y acelerador. Nada, no había manera: por más que lo intentaba no conseguía que aquel cacharro dejase de sacudirse y avanzase con suavidad, ni siquiera durante cinco minutos.

A su lado, el profesor hacía esfuerzos desesperados para contener la risa sabiendo que, si soltaba la carcajada que le aleteaba en la garganta, minaría de forma irremediable la ya de por sí penosa autoestima de su alumna.

Un súbito acelerón desgarró la calma del crepúsculo otoñal y una bandada de palomas que picoteaban migajas sobre la acera salieron volando al oír el amenazador rugido. La chica levantó de golpe el pie del embrague al percatarse de que el coche no respondía, y entonces la respuesta les pegó a ambos la espalda contra el asiento. Fue el profesor el que clavó el pie en su pedal de freno, justo delante de la autoescuela. Fin de la clase.

Los dos ocupantes del vehículo abrieron sus respectivas portezuelas y salieron al aire aún tibio de la tarde con evidente alivio.

- No te preocupes -consoló el profesor a la joven con una sonrisa amable y una palmadita en el hombro-, sólo llevas tres clases, es normal que te cueste un poco controlar el coche. Pero lo conseguirás, ya verás como dentro de unos días te ríes al recordar esta tarde.

La chica le devolvió la sonrisa, aunque sin demasiada convicción. En ese instante las ganas que tenía no eran precisamente de reír, sino más bien todo lo contrario. Echó una mirada de envidia al chaval que se acercaba con paso seguro desde la puerta de la autoescuela: sabía que había empezado al mismo tiempo que ella, pero ya había visto el día anterior cómo sacaba el coche sin calarlo y subía la cuesta sin un sólo trompicón. Había oído comentar que su padre tenía una finca a las afueras donde le dejaba conducir su propio coche: claro, así cualquiera, ya estaba resabiado, como los toros de lidia.

El muchacho le dirigió una mueca burlona antes de instalarse en el asiento del conductor y, sin un solo fallo, arrancar el coche y salir disparado por la avenida. La chica deseó fervientemente que el profesor le echase un buen rapapolvo por aquel alarde en su honor, tan obviamente destinado a mortificarla.

En el interior del coche, en efecto, el instructor sermoneaba a su nuevo alumno, afeándole su conducta hacia su compañera y prohibiéndole, en adelante, arrancar de forma tan impetuosa.

- Ni siquiera has mirado por el retrovisor -le riñó mientras estaban detenidos en un paso de cebra, esperando a que cruzase una señora con su carrito de la compra-. Y eso, en un examen, es un suspenso como una catedral.

El chaval se encogió de hombros, con gesto despectivo.

- Mi padre conoce a un examinador, ya se encargará él de que me lo asignen y de que me apruebe. Lo tengo chupado.

El profesor enrojeció, furioso. Conocía de oídas al padre de aquel gallito de pelea y sabía que, en efecto, tenía poder y contactos suficientes para hacer eso y más. Y no le parecía bien.

- Pero no podrás aprobar hasta que YO te presente a examen -recalcó bien el “yo”, apretando los dientes-. Y YO no te voy a presentar a examen hasta que me parezca bien cómo conduces. Y ahora mismo me parece fatal así que, o cambias de actitud, o no te doy más clases hasta el año que viene.

El joven apretó los labios con fuerza: ahora era él quien estaba furioso.

- Pues entonces le diré a mi padre que contacte con los tipos que lo están buscando y ya veremos lo que dura en la autoescuela.

De inmediato, se arrepintió de sus palabras. Miró de reojo al profesor y vio su cara lívida, sus puños apretados, su cuerpo tenso.

Esta vez se la cargaba, seguro. Su padre estaba hablando por teléfono cuando él pasó por delante de la puerta abierta de su despacho y había cedido a la tentación de pararse a escuchar: a menudo le oía decir que la información es poder y estaba deseoso de seguir sus pasos, aun a sabiendas de que no eran unos pasos demasiado rectos.

- ¿Qué sabes tú de mí, niñato?

El tono helado de su voz estremeció al chico hasta los cimientos. ¿Qué había sido del profesor amable y simpático? Esto cada vez le gustaba menos.

- Nada -balbuceó, sintiendo un repentino ardor en la boca del estómago-. Sólo oí decir que alguien lo está buscando. Nada más. En serio, no sé nada.

Parecía a punto de echarse a llorar. El instructor hizo un esfuerzo por relajarse y ensayó una media sonrisa que no le quedó demasiado convincente.

- Seguramente es un error -sugirió con voz controlada.

- Sí, claro, seguro que es eso -se apresuró a aceptar el chaval, visiblemente aliviado.

El resto de la clase transcurrió sin incidentes: el muchacho condujo lo más suave y prudentemente que pudo, y el profesor se limitó a hacer ocasionales observaciones en un tono neutro y sereno. Al regresar al punto de partida el chico se escabulló de inmediato, sin empeñarse en aparcar el auto, como el día anterior. El hombre permaneció unos minutos sentado en silencio en el interior del coche, cavilando.

¿Sería cierto que el padre de aquel galopín conocía su verdadera identidad? ¿Se habría puesto en contacto con quienes, en efecto, lo buscaban? Si era así, tenía que actuar de inmediato o estaba perdido.

Por suerte, ésa había sido la última clase de la jornada: buscó un sitio para aparcar el vehículo y se dirigió a buen paso hacia su casa. Rebuscó en el altillo del armario del dormitorio, detrás de unas cajas de zapatos, hasta localizar su objetivo: una cartera de cuero marrón bastante abultada. Al tirar de una cadena que colgaba de su cuello, apareció una pequeña llave con la que abrió la cerradura que protegía de ojos curiosos el contenido de la cartera. Metió la mano en su interior, apartando varios pasaportes, fajos de billetes y carpetas con documentos, y cuando la sacó de nuevo empuñaba con firmeza una pistola semiautomática. Comprobó el cargador y el seguro, y la acomodó a su espalda, bien sujeta en la cintura del pantalón y oculta bajo la chaqueta.


La tarde siguiente, cuando la muchacha apareció puntualmente para su clase de conducir, se encontró con una mujercita menuda y sonriente que le informó de que el profesor habitual había tenido que ausentarse por problemas familiares, y de que ella iba a sustituirlo. Unos cuantos trompicones más tarde, se llevó otra sorpresa cuando la nueva instructora la guió en el proceso de aparcar el coche frente a la autoescuela, ya que su clase -le dijo- era la última del día. Al preguntar por el joven que debía practicar a continuación, la mujer se limitó a encogerse de hombros con una mueca de absoluta ignorancia. La chica supuso que habría cambiado de horario y se le aligeró el ánimo al pensar que ya no tendría que aguantar más sus majaderías.

El rugido de un avión volando sobre su cabeza, invisible al otro lado de las tupidas nubes, le hizo añorar las vacaciones de verano que había pasado con sus abuelos en Mallorca. Mientras, en el interior de ese avión, rumbo a otro país, a otro empleo, a otra identidad, dormitaba un hombre. Un hombre que podía ser amable y divertido pero también frío e implacable, como lo demostraba la sangrienta escena que, en esos mismos momentos, traía de cabeza a la policía en una finca de las afueras.

Segundo Premio en el I Certamen de Relato Corto "Ramón de Campoamor", organizado por la Asociación Cultural Orihuela Costa (enero 2023)

domingo, 6 de agosto de 2023

DE TAL PALO, TAL ASTILLA

He hecho trampa con las pastillas de freno y su coche se ha precipitado al vacío en una de las curvas del acantilado. La policía ha venido a comunicármelo esta tarde y yo me he mostrado apropiadamente afligida y llorosa, mientras mentalmente daba saltos de alegría entre los muchos ceros de mi herencia. Sólo me queda por resolver un problemilla: antes de la lectura del testamento tengo que conseguir que el hijo de su primer matrimonio se enamore del otro deportivo que queda en el garaje y me pida darse una vuelta con él.

Ganador semanal de Relatos En Cadena de la Cadena Ser y la Escuela de Escritores (enero 2023)

sábado, 5 de agosto de 2023

CORREN MALOS TIEMPOS

Corren malos tiempos.

La gente no sale de casa y, cuando lo hacen, van con la cara tapada y esquivando al prójimo, como si fuera una carrera de obstáculos en carnaval.

Ya no respiran a pleno pulmón. No se agachan a oler el perfume de las flores en los jardines. Encierran las manos bajo llave en los bolsillos para no tocar nada. Los encuentros con amigos son penosos, intentando saludarse con los codos, sonreírse con los ojos, captar las palabras que tropiezan con el bozal y no llegan a buen puerto.

El verano se va acercando, pasito a pasito, y lo que siempre hemos dado por sentado -a saber, las vacaciones estivales-, este año se plantea como una incógnita, oscura y agazapada entre toques de queda, cierres perimetrales y pruebas serológicas. Qué de palabros nuevos hemos tenido que incorporar al vocabulario del día a día, y qué siniestros suenan algunos.

Mi apartamento es muy pequeño pero, hasta ahora, había sido más que suficiente para una mujer sola que pasaba la mayor parte de la jornada en la oficina y que los fines de semana cogía el coche para recorrer los pueblos perdidos de nuestra amplia geografía, cuanto más perdidos mejor. Es curioso cómo cambian las perspectivas: siempre me ha gustado la soledad y he procurado buscarla en esos campos desnudos en invierno, verdes en primavera, dorados en verano, cubiertos de flores silvestres o salpicados de nogales o atravesados por riachuelos cantarines.

Sin embargo, en estas horas aciagas que nos ha tocado vivir, ir a la oficina sin salir de casa se convierte en una reclusión insoportable. Las primeras semanas incluso tenía su gracia: poder trabajar en pijama, ahorrarse el atasco, reunirse con los colegas de otros países sin sufrir la tortura del aeropuerto. Pero el paso de los meses ha ido trocando la novedad en desazón, la tranquilidad en abatimiento, la esperanza en angustia.

El café de media mañana con su pulguita de jamón, los chistes malos de Andrés, las discusiones interminables de Pablo y Ester por cualquier tontería, la tertulia encendida sobre las últimas noticias políticas antes de despedirnos con la menguante luz de la tarde. Las cosas más irrelevantes, en las que apenas se reparaba de tan cotidianas, ahora se echan de menos. El teléfono resuelve los problemas pero no sustituye al calor humano: “ver” a la gente en la pantalla del ordenador no es “estar” con la gente.

Por eso, he retirado de Internet el anuncio de venta de la casa que la abuela tenía en Utande, he contratado una tarifa de datos ilimitada, y me he plantado en el pueblo con un par de maletas, el portátil y un considerable suministro de comida envasada y no perecedera.

¡Es una locura!”, se espantan mis amigos. “¿Qué vas a hacer allí tú sola?”.

¡Pero si ya estaba sola! Y al menos aquí puedo salir a andar por el campo sin asfixiarme con la maldita mascarilla, porque la mayor parte de las veces no me cruzo con nadie y, si se da el caso, hay espacio de sobra para mantener no dos sino cuatro o cinco metros de distancia de seguridad.

Aquí la gente no está tan agobiada, se lo toman de otra manera, como algo que hay que pasar sin darle más vueltas. Son de otra pasta. Afables. Calmados. Pacientes.

Por mi ventana, mientras desde la pantalla del ordenador me asalta una vorágine de cuadros con rostros crispados, veo a cuatro lugareños de avanzada edad sentados en tocones de árbol a modo de bancos rústicos, diseminados por la hierba frente al terraplén que da a la carretera. Charlan sin prisa, de todo y de nada, esperando a que asome por la cuesta la furgoneta del panadero. Esa estampa me relaja. Abro la ventana y dejo que el sonido de sus voces broncas y cascadas por años de tabaco sin filtro invada la habitación, creando ecos en las esquinas, mezclándose con los trinos de los pájaros y con el sordo rumor de alguna cosechadora lejana.

Por la noche, pasear bajo la olvidada luz de las estrellas, que por el camino que baja hasta la Fuente Vieja no se ahoga en la potente luminosidad urbana. Repasar las constelaciones en vivo y en directo, no en un pliego de papel negro lleno de dobleces. Dormir con las ventanas abiertas de par en par, cambiando el fragor del tráfico por el canto de los grillos, el humo de los coches por la humedad perfumada que sube de las huertas, el rugido de las motos por algún que otro ladrido.

Por la mañana, el único estruendo metálico que me despierta es el de los cencerros de las ovejas que bajan a los pastos, mucho más tolerable que el de los camiones de reparto del supermercado de enfrente o el del basurero zarandeando los contenedores, siempre antes de hora. Y ese frescor de amanecer recién lavado y sin planchar que inunda toda la casa al abrir la puerta para dar los buenos días -desde lejos, por supuesto- al vecino madrugador de turno.

La gente de siempre, la que conocía a mis abuelos y a mis padres, no se extraña de verme de nuevo por aquí. Me saludan como si no hubieran pasado tantos años desde aquellos veranos, de niña, en que trepaba a la Piedra Gorda o jugaba al pilla-pilla alrededor de la Picota de la Plaza o merendaba sobre la piedra de molino del Lagar. La tía Pascuala me obsequia un tarro de miel de sus colmenas, el tío Baldomero me deja una bolsa de tomates en la puerta al subir del huerto, la tía Ezequiela me pregunta a voces si he visto a su gato, que hace varios días que no pisa por casa. En el pueblo todos son tíos, incluso en ausencia de parentesco real. Son los tíos de toda la vida.

Aquí la soledad es menos angustiosa, la angustia menos solitaria, el miedo al maldito virus menos consistente y más llevadero. Y yo, que nunca he sido de mascotas, me he acostumbrado a que el gato de la tía Ezequiela, que encontré escondido en mi despensa zampándose los quesitos, se acurruque entre mis pies mientras teletrabajo. Su ronroneo satisfecho me da esperanza.

Publicado como finalista anual en el libro recopilatorio del X Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat (2022)

viernes, 4 de agosto de 2023

SÓLO PARA TUS OJOS

Pablito llevaba ya un buen rato con la nariz pegada al escaparate de la tienda. Al otro lado, un montón de figuritas se desplegaban sobre montañas de corcho, ríos de papel de plata y prados de musgo artificial, como cada Navidad. Cuando la tienda quedó vacía, el dueño apagó las luces y echó el cierre mientras charlaba con la madre de Pablito. El Belén quedó iluminado tan sólo por las diminutas bombillas de colores ocultas en las casitas.

Entonces, el niño vio atónito cómo los pastores se ponían a bailar, el Ángel salía volando, dos soldados bajaban la colina y una oveja cruzaba el puente a saltitos. Incluso llegó a sus oídos el berrido de los reales camellos al trasponer una loma. Cuando su madre se lo llevó a rastras, Pablito era incapaz de cerrar la boca y sólo atinó a sonreír al Niño Jesús, que le guiñaba un ojo.

Ganador del II Certamen de Microrrelatos "Entre belenes y sentimientos" (Asociación de Belenistas de Hoyo de Manzanares), diciembre 2022

jueves, 3 de agosto de 2023

INTERCAMBIO

Miguel se desespera al otro lado del espejo. Como cada miércoles desde aquella infausta sesión de espiritismo, ya va para dos años, cuando la médium, aún inexperta y bastante nerviosa, se hizo un lío con las almas en pena que pululaban por la sala y la del tío Jorge atinó a colarse de rondón en el cuerpo del asustado Miguel, que de repente se vio confinado tras el cristal. El tío Jorge, feliz de verse de nuevo corpóreo, se negó de plano a deshacer el cambio y cada miércoles vuelve a la casa de visita, se acerca al espejo para atusarse el bigote -SU bigote, se indigna el muchacho-, y aprovecha para guiñarle un ojo, mientras Miguel, mera sombra evanescente, no puede más que golpear infructuosamente el vidrio.

Finalista X Certamen de Microrrelatos Fantásticos y de Terror de Sants (noviembre 2022)

miércoles, 2 de agosto de 2023

EL PEZ MÁGICO

El muchacho permanecía inmóvil asomado al borde de la barca, escrutando ansioso las oscuras aguas, los ojos clavados en las leves ondas que avanzaban y retrocedían sin pausa, reflejando apenas el apagado fulgor de las lejanas estrellas.

Esperaba que apareciese un pez, ese pez mágico del que hablaban las leyendas de su pueblo, del que los ancianos contaban que, en noches sin luna como aquella, concedía un deseo al mortal que osase mirarlo a los ojos. Pensaba pedirle riquezas sin fin, convencido de que eso le aseguraría todo cuanto pudiese ambicionar.

Una ráfaga de viento helado salido de ninguna parte le envolvió de pronto, zarandeando con violencia la embarcación. El muchacho contuvo el aliento cuando una sombra negra, más negra que las negras aguas, se elevó desde las profundidades y se detuvo justo bajo la superficie, que ahora permanecía milagrosamente lisa, como un espejo.

Pero no era su propio rostro el que le contemplaba con curiosidad al otro lado de aquel oscuro cristal sino otro de una belleza deslumbrante, arrebatadora, desde los rasgados ojos de un increíble azul hasta los carnosos labios de rojo coral. Una cabellera veteada de luna llena ondulaba a su alrededor, en una danza hipnótica.

¿Qué deseas?”, susurró una voz de seda en el interior de su cerebro.

Su corazón cabalgaba desbocado, la sangre le palpitaba en los oídos, de repente ya no existía nada salvo aquella criatura maravillosa. Si pudiera tenerla a ella, sería el joven más feliz del mundo.

A ti”, respondió sin pensarlo.

Dos brazos negros como la muerte surgieron del agua, lo atraparon y lo arrastraron a las profundidades con un apagado chapoteo. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que ni las leyendas ni los ancianos mencionaron nunca el precio de aquel deseo.

Finalista Certamen "Algeciras Fantástika" (noviembre 2022)

martes, 1 de agosto de 2023

EL HOMBRE MENGUANTE

Últimamente, al afeitarme, tengo la sensación de que el espejo del baño está colgado cada mañana un poco más arriba. La semana pasada noté que la camisa me quedaba holgada, los pantalones me arrastraban por el suelo y los zapatos se me salían al caminar. He visitado a los más ilustres médicos, pero ninguno de ellos ha averiguado el origen de mi insólito trastorno, tan sólo han confirmado mi impresión de que su evolución es cada vez más rápida.

Hoy, al salir de casa, el último escalón del portal me ha parecido el Everest y, al aterrizar de bruces en la acera, tres pequeños pájaros se han abalanzado sobre mi ya diminuta persona, disputándose ruidosamente el dudoso placer de engullirme. Y así, volando voy de acá para allá, dentro del estómago del más intrépido, rezando para que mi exótica metamorfosis se revierta antes de que dé comienzo su proceso digestivo.

 Ganador del "Monstruoscopio" de EstaNocheTeCuento (noviembre 2022)