miércoles, 27 de diciembre de 2023

GUANTE BLANCO

Cuando adoptó a aquel gato callejero no esperaba que sus uñas fueran tan afiladas. Las marcas que le había dejado en la oreja izquierda y en el tobillo derecho le daban aspecto de grafiti gatuno. Pero ella seguía acariciando al huraño animal, convencida de que terminaría por rendirse y se tornaría un manso y ronroneante compañero. El gato, por su parte, no le quitaba ojo a la pulsera de oro que llevaba puesta la mujer: su amo le había prometido un gran tazón de leche con galletas si se la conseguía. El próximo arañazo iría directo al broche.

Publicado en la web de la Fundación Cinco Palabras (diciembre 2023)

sábado, 23 de diciembre de 2023

EL NOVELISTA

Al fin había terminado la novela. Con el ceño fruncido por la concentración, pasó la mirada rápidamente por encima de la última escena que había escrito, en una postrera revisión de su coherencia antes de mandarle el documento a su editor:

El protagonista abre la caja fuerte; al descubrir la ausencia de las joyas de su esposa, sospecha de inmediato quién es el ladrón y, sin saber que éste se halla oculto tras las cortinas de la ventana, recibe dos disparos en la espalda cuando se dispone a telefonear a la policía; su corpachón cayendo sobre la alfombra con un ruido sordo pone el punto final.

Perfecto. Cerró el portátil con un suspiro satisfecho y se levantó de la silla.

Entonces su visión periférica detectó algo anómalo: giró la cabeza para constatar que su propia caja fuerte, empotrada en una de las paredes del despacho, tenía la puerta entreabierta. Al mirar dentro echó en falta los documentos que allí guardaba, sustituidos por un montón de joyas que no había visto en su vida refulgiendo sobre un fondo de terciopelo negro. Un susurro de telas le hizo darse la vuelta para contemplar, boquiabierto y ojiplático, a una absoluta desconocida, despampanante en su ajustado traje de noche, que salía de su dormitorio de soltero empedernido abrochándose unos largos pendientes mientras le reconvenía con resignada dulzura:

- ¿Aún no te has vestido, cariño? Llegaremos tarde, como siempre.

La escena era absurda y, sin embargo, le resultaba tremendamente familiar, como el negativo de un déjà vu. Su instinto le empujó a girarse hacia la ventana, pero fue demasiado lento: los dos disparos le alcanzaron en la espalda y no llegó a oír el ruido sordo de su corpachón cayendo sobre la alfombra.

Finalista del II Concurso de Relatos "Érase una vez Zaraletras" (diciembre 2023)

 

 

jueves, 21 de diciembre de 2023

PUNTO FINAL

Desde que aquella idea germinó en su cerebro, sus dedos parecían haberse adherido al ordenador, tecleando febrilmente día y noche, hilando la trama de una historia de intriga, amor y muerte a través de los siglos. Estaba convencido de que aquella novela iba a ser su consagración como escritor de éxito, y apenas podía esperar para verla terminada.

Por el camino, durante aquellos tres años de su vida en que apenas se había despegado de la silla, había perdido algunas cosas, unas más valiosas que otras: su mujer, sus amigos, algunos kilos, las ganas de fumar. También había ganado: unas cuantas dioptrías y un gato callejero que se había colado un buen día por el entreabierto balcón y se había apropiado del abandonado sillón de orejas.

Y ahora, tras un desenlace totalmente inesperado y espectacular, había puesto el punto final a la brillante frase que cerraba el argumento de manera perfecta. Ya podía descansar.

Apoyó la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. No oyó el eco del último latido en su pecho, ni el maullido lastimero del gato, ni el pitido del ordenador al borrar todo el disco duro ante la amenaza de un virus.

Publicado en la web "EstaNocheTeCuento.com" (Tema: "Se acabó la función"), diciembre 2023

lunes, 18 de diciembre de 2023

LA NUEVA CASA

Cuando la instalación eléctrica se puso a echar chispas, papá dijo que la casa nos recibía con fuegos artificiales. Cuando las cañerías chirriaron al paso del agua, papá dijo que era su canción de bienvenida. Cuando las temperaturas bajo cero nos pusieron los labios azules, papá encendió un buen fuego en la chimenea. Mi hermana y yo nos miramos, preocupadas: el traje rojo que papá guardaba en su saco no parecía ignífugo.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, diciembre 2023)

martes, 12 de diciembre de 2023

CUESTIÓN DE CARÁCTER

Lucifer mudó sin previo aviso en una gigantesca serpiente de mil cabezas que se retorcía escupiendo fuego. “Qué mal perder tiene”, “no le invitamos más”, mascullaban los arcángeles mientras la enfurecida sierpe, de un tremendo coletazo, partía en dos la mesa y lanzaba una lluvia de cartas de póker.

Ganador del XXII Concurso de Nanorrelatos "Escríbeme una foto" (Asociación Escritores en Rivas), diciembre 2023

 

lunes, 11 de diciembre de 2023

ADORNOS NAVIDEÑOS

Ernesto entró en el salón justo cuando yo terminaba de colocar en todo lo alto del abeto la estrella navideña. Su gruñido sordo me golpeó la espalda como un martillo en el yunque.

- No sé por qué te empeñas en utilizar todos los años los mismos adornos viejos y cutres. Desde que vivimos juntos no has puesto ninguno nuevo.

“A lo mejor ya va siendo hora”. Ese pensamiento se filtró en mi cerebro con total naturalidad y dejé que me empapase como la lluvia que caía suavemente al otro lado de la ventana.

La caja que había contenido los ornamentos reposaba a un lado, vacía: era el momento de revisar que todo estuviera en su lugar. Rocé con las yemas de los dedos una bola plateada salpicada de puntitos nevados. Siempre fui la favorita de la abuela, todos lo sabían. Di un leve toquecito con la uña a la bola contigua, de color gris oscuro y surcada de finas estrías horizontales. El abuelo también lo sabía y los celos se le escapaban por los ojos, arrugándole el rostro y el carácter. Acaricié apenas la bola verde que ocupaba la posición central. Mamá era mi confidente, mi aliada en aquella casa marcada por el odio. Pasé la mano de largo ante la bola azul marino aunque ardía en ganas de darle un buen empellón y estamparla contra el suelo. Pero me contuve, lo que tantas veces debería haber hecho papá y nunca hizo. Repasé uno a uno los adornos que colgaban de las ramas evocando un rostro, una mirada, una frase. Por último, como cada año, me detuve ante la estrella de la cima, que brillaba con luz propia, igual que la sonrisa de mi dulce hermanita, la que se nos fue con tan sólo seis meses de unas fiebres malignas. Le mandé un beso volador y la estrella se balanceó un instante al recibirlo.

Luego eché una mirada fugaz a Ernesto que, siguiendo su costumbre, se había apoltronado en el sofá y leía el periódico, sin dejar de mascullar sus críticas y quejas contra todos y contra todo. ¿En qué momento se me ocurrió enamorarme de semejante espécimen? ¿Tan ciega estaba yo o es que él había cambiado como de la noche al día? A estas alturas, la respuesta a esa pregunta me resultaba del todo indiferente. Hice una mueca de disgusto ante el color rojo chillón de su jersey -tejido por su madre, cómo no- y me dirigí a la cocina a ultimar los detalles de la cena: nuestros invitados no tardarían en aparecer.

Cuando las dos parejas de amigos llegaron, les extrañó no ver a Ernesto en su lugar habitual del sofá. Su insistente curiosidad sólo obtuvo como resultado la concisa declaración por mi parte de que ya no le verían más. Todos asumieron que habíamos roto y yo no les contradije.

Tras una primera copa y un poco de charla insustancial, me dispuse a servir la cena de seis para los cinco. Al salir de la cocina con la bandeja del pavo asado a las hierbas, el favorito de Ernesto, una invisible ráfaga de aire agitó con violencia la nueva bola que colgaba en la parte más baja del árbol, la de color rojo chillón.

Publicado en la revista electrónica "Papenfuss" (Especial de Navidad, diciembre 2023)

martes, 5 de diciembre de 2023

SUEÑOS DE PAPEL

Sebastián no era sociable. Ya de niño, sus padres se habían resignado a que pasara todas las tardes solo, encerrado en su cuarto. No le gustaba salir con amigos, de hecho nunca había llevado a casa a ningún chico de su edad al que se pudiera aplicar ese calificativo. En el instituto, ninguna de las conversaciones de sus compañeros conseguía captar su interés: ni los últimos videojuegos del mercado, ni el estreno de una nueva película de acción, ni los encantos de tal o cual muchacha.

Con motivo de las comidas familiares en las que se reunían primos y abuelos, tíos y hermanos, él siempre hacía el obligado acto de presencia; su figura desgarbada deambulaba brevemente entre los invitados y, al menor despiste, ya había desaparecido y no se le volvía a ver el pelo. Su madre le disculpaba con estoica sonrisa: “tiene que estudiar” o “le duele la cabeza”, pero todo el mundo pensaba que era rarito.

Incluso él se sentía rarito. Encerrado en los limitados confines de su cuarto, no tenía más que mirar por la ventana para soñar mundos insólitos; podía imaginar criaturas a cuál más fantástica tan sólo contemplando las siluetas que el atardecer sombreaba en las paredes; si cogía un lápiz y un papel, era capaz de esbozar complejas máquinas tan inútiles como fascinantes o de diseñar edificios imposibles. Sebastián era consciente de su terrible soledad pero no conseguía reunir el valor necesario para salir de su caparazón en busca de un alma gemela que, en el fondo, sabía inexistente.

Pasaron los años y Sebastián, que se negaba a ser una carga para sus padres, se planteó buscar un empleo que le proporcionase independencia, tema bastante complicado dadas sus nulas habilidades sociales. Así, empezó a acudir a entrevistas de trabajo en las que, invariablemente, la etiqueta de “rarito” que le acompañaba desde la infancia resurgía una y otra vez, no plasmada en palabras pero sí planeando sobre su cabeza como un pájaro de mal agüero. A veces, a Sebastián le entraban ganas de lanzarle al imaginario pajarraco un zapato o un pisapapeles, pero era muy consciente de que eso empeoraría aún más la situación y no quería que la etiqueta mudase de “rarito” a “chiflado”, así que soportaba estóicamente los graznidos burlones que sólo él escuchaba y se conformaba con la callada satisfacción de pisar la sombra de las alas del fastidioso ave al caminar.

Después de cada reunión fallida, Sebastián deambulaba por las calles hasta el anochecer y, cuando el sol se zambullía tras los edificios, enfilaba hacia un club de jazz: siempre le tranquilizaba sentarse frente a un capuccino y un pedazo de tarta mientras escuchaba la actuación de turno. Había descubierto el local por casualidad y, tras sucesivas visitas, había llegado a aficionarse hasta el punto de que muchas noches pedía una segunda ración de tarta y se quedaba también al pase siguiente. Los camareros tenían mucho trabajo y no se detenían a conversar con él más que lo justo para ser amables, lo cual Sebastián agradecía infinito: allí su timidez pasaba desapercibida, incluso le parecía que se difuminaba un tanto con cada nota de aquella música profunda y aterciopelada. Y, de vez en cuando, algún toque de trompeta especialmente sonoro o un redoble de platillos más vibrante de lo habitual hacían estremecerse al pajarraco que, incapaz de superarlos con sus graznidos, echaba a volar y lo abandonaba. En esos fugaces momentos, Sebastián era como el resto de la gente, no se sentía distinto, y podía atisbar esa normalidad que le había sido negada desde la cuna.

Y fue durante una de esas noches de concierto, con el contrabajo punteando los delicados matices de una tarta de queso y el saxo resbalando suavemente sobre su eterno capuccino, cuando hizo el descubrimiento. Jugueteando con una inocente servilleta de papel, la mente puesta en la música, los pies llevando el ritmo contra el suelo, sus dedos desplegaron una sorprendente e insospechada habilidad: la de transformar un simple pedazo de papel en un sencillo barquito. Intrigado, tomó una servilleta nueva y la llenó de dobleces al azar, sin ninguna intención concreta, dejándose llevar por la melodía que flotaba en sus oídos. Al terminar, uniendo los laterales, tirando de las esquinas y aplicando presión en el centro, surgió de aquel confuso maremágnum la silueta algo tosca pero perfectamente identificable de un cisne.

Asombrado y emocionado a partes iguales, aplicó todas sus energías desde ese instante a su nuevo talento. Compró montones de papel de distintos tamaños, texturas y colores, y se sumergía a diario en una febril actividad, recortando, doblando, dando forma. Sin embargo, en su casa no conseguía que ninguna de aquellas cuartillas tuviese una apariencia reconocible, tan sólo las figuritas que confeccionaba en el club, a golpe de tarta y de jazz, llegaban a buen puerto. Poco a poco, los camareros y algunos clientes habituales comenzaron a interesarse por su afición, preguntándole quién le había enseñado o cuánto tiempo dedicaba a practicar. Sebastián no respondía pero a cada uno le regalaba una de sus creaciones: a éste un elefante, a aquél un dinosaurio, el aparcacoches le pidió una mariposa para su novia y la jefa de repostería, un pajarito para su hijo pequeño. Un camarero le mostró al encargado el caballito de mar que Sebastián le había hecho una noche de red velvet y clarinete, y el encargado se sentó a charlar con el muchacho, aunque apenas logró arrancarle algunos monosílabos. El resultado de aquella conversación -soliloquio, más bien- fue que Sebastián obtuvo una mesa permanente para disfrutar de cuantos capuccinos, tartas y conciertos gustase, a cambio de decorar el local con sus figuritas de papel.

Pronto, cada centímetro del recinto estuvo cubierto de una frondosa selva de plantas exóticas habitada por todo tipo de animales, reales y fabulosos, grandes y pequeños, a rayas y de lunares, rosas, verdes y azules. Aquello ya no era un club de jazz, era todo un cosmos pletórico de vida. Vida de papel.

Los camareros servían las copas esquivando a la manada de ciervos que correteaban entre las mesas, todas ellas engalanadas con flores diferentes. Sobre la barra, una jirafa masticaba con parsimonia las hojas que colgaban en racimos del mostrador de las botellas, ignorando impávida a un par de ranas que chapoteaban bajo el grifo de la cerveza. Varias ardillas de enorme cola se perseguían sin tregua, subiendo y bajando por todas las sillas del local, vacías o no, con el consiguiente regocijo de sus ocupantes. Tampoco el escenario se libraba de esta invasión: una familia de conejos de largas orejas dormitaba a la sombra del baobab que ahora ocupaba toda la parte trasera, y una pandilla de monos, encaramados sobre el piano, saltaban entre chillidos hasta que el tigre que tomaba el sol arrellanado junto a las cristaleras los dispersaba con un potente rugido cuando aparecían los músicos.

Sebastián abrió las manos y dejó que un dragón recién terminado desplegara sus alas, se elevase directo hacia el techo y ejecutase un par de impecables piruetas antes de descender en picado hasta posarse en el hombro del pianista, justo cuando éste pulsaba la última nota de una animada melodía. El hombre le guiñó un ojo a Sebastián mientras el dragón saludaba con una reverencia al público, que aplaudía a rabiar la actuación y las acrobacias.

Sebastián sonrió, feliz. Estaba exactamente donde quería estar, rodeado de sus criaturas, en su propio mundo. Su mundo de jazz y de papel.

Finalista del IV Certamen de Relato y Poesía de Encinas Reales (noviembre 2023)

domingo, 3 de diciembre de 2023

DELIRIOS DE GRANDEZA

Anoche soñé que volvía a Manderley... No, espera, creo que eso ya está escrito. Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son... Mierda, eso también me suena haberlo leído en alguna parte. Probemos en inglés: I have a dream... Huy, esa creo que tiene hasta una canción. En fin... (arrugo el papel lleno de tachones y lo lanzo a la papelera, sin encestar, por supuesto, está claro que hoy no es mi día). Me voy a echar a dormir, a ver si con un poco de suerte sueño que soy un gran escritor y las musas me dictan una obra maestra.

Estruendosos ronquidos inundan la habitación. Calíope menea la cabeza, exasperada, y hace mutis por el foro.

Ganador mensual del Concurso de Microrrelatos de RTV Lavapiés (diciembre 2023)

viernes, 1 de diciembre de 2023

SÓLO ES ATREZO

- No me fastidies, ¿es que no la podéis hacer un poco más grande?

El director suspiró. A esas alturas de la película, el presupuesto iba ya muy ajustado y no estaban para malgastar tiempo y dinero en rehacer el atrezo.

- Venga hombre, no exageres, que no es para tanto.

César, protagonista absoluto y héroe indiscutible de la película, se giró hacia él. Sus ojos, muy abiertos bajo las cejas arqueadas, echaban chispas.

- ¿Que no es para tanto? Tú sabes que tengo claustrofobia. No pienso meterme ahí.

El director se mordió la lengua y adoptó un tono paciente y calmado, aunque bien sabía Dios lo que le estaba costando contenerse.

- Van a ser apenas unos segundos, en serio. Llegas a la carrera, las balas silban a tu alrededor, no estás para perder el tiempo. Te zambulles en la esfera, la puerta se cierra, cortamos la toma y te sacamos.

- Lo de “la puerta se cierra” no me convence nada -masculló César, entre dientes. Sus ojos seguían relampagueando peligrosamente-. ¿No se puede quedar abierta?

El director se pellizcó el puente de la nariz con dos dedos, tratando de reunir los últimos jirones de su concentración, que había mermado considerablemente desde el inicio de aquella discusión con su estrella.

- A ver César, cómo te lo explico. ¿Funciona tu lavadora si dejas la puerta abierta? No, ¿verdad? Pues una máquina del tiempo tampoco.

- Pero esta es de mentira, caramba, podría funcionar con la puerta abierta, como la nevera.

El director chirrió los dientes y, con un gesto de la mano, dio por zanjado el debate.

- No se hable más. Vas a entrar ahí, se va a cerrar la puerta y no va a pasar nada. ¿Estamos?

César dio media vuelta y se alejó rezongando. El director suspiró una vez más antes de enfocar su atención en otra cosa.

Al fin, todo estuvo dispuesto y el consabido “¡Acción!” resonó en el plató, seguido de inmediato por la llegada de César, que huía veloz de sus perseguidores. Sólo el director advirtió la mínima fracción de segundo que el intrépido aventurero dudó antes de arrojarse de cabeza al interior de aquella reluciente esfera, cuya puerta se cerró con un ominoso “clac”.

Un “clac” que resonó como un disparo de obús del quince en el cerebro de César, que sintió cómo la súbita oscuridad le aferraba y le engullía. Manoteó desesperado, asfixiándose, hasta que sus dedos localizaron por fin una manilla, que cedió y le permitió abrir la puerta. Boqueando, se lanzó al exterior y se revolvió para patear la maldita esfera. Pero lo que chocó contra su pie no fue una bola de metal pulido sino un recio armario de madera oscura.

César parpadeó, confundido. “¿Qué demonios....?” Miró a su alrededor, buscando al director para reiterar sus protestas, pero todo el equipo técnico había desaparecido. No quedaba nadie: estaba solo en una estancia sombría, de la cual hasta los colores parecían haber huido, dejando atrás únicamente el blanco y el negro. Caminó hasta la puerta y, al otro lado, halló una sala lujosamente decorada en la que un hombre de pelo engominado le calzaba un soberbio bofetón a una rubia en traje de noche. “Perdón”, murmuró, casi para sí mismo, mientras cerraba de nuevo la puerta y se dirigía al único ventanuco de la pared opuesta. Limpió con la mano el polvo del cristal y pudo vislumbrar entre la niebla a un tipo con gabardina y sombrero caminando junto a un gendarme bajito mientras una avioneta se elevaba en el cielo nocturno.

A toda prisa, César regresó a la puerta, rezando para que el hombre y la rubia hubieran terminado su tête-à-tête, y se encontró con que el salón de fiestas había mutado en una regia escalinata curva por la que descendía una mujer envuelta en una túnica y rodeada de policías. Desconcertado, se las compuso para escabullirse entre aquella pequeña multitud y salir al exterior, donde estuvo a punto de ser atropellado por una pareja que hacía eses montada en una vespa. Al saltar a un lado para esquivarles, se golpeó con algo rígido. Unos gritos le hicieron volverse para contemplar, atónito, cómo una mujer con un ridículo sombrerito se balanceaba en el extremo superior de una escalera de mano mientras un hombre con bata blanca trataba de ayudarla desde lo alto del esqueleto de un enorme dinosaurio. Y, detrás de tan singular escena, en la lejanía, pudo distinguir un imponente edificio en cuya cúspide se agitaba un gigantesco simio, lanzando manotazos a diestro y siniestro para espantar los avioncitos que lo acosaban.

César sintió un nudo en el estómago. “Me estoy volviendo loco”, pensó, aterrado, y echó a correr sin rumbo, hasta que unas lianas que colgaban de ninguna parte le cerraron el paso. Un peculiar alarido resonó muy cerca, justo antes de que un salvaje en taparrabos cruzase ante él trotando a lomos de un elefante. Aquello fue demasiado: César soltó un chillido y se giró tan bruscamente que perdió el equilibrio y cayó dentro de una bañera. A través de la cortina de agua que salía de la ducha vio un cuchillo descendiendo veloz hacia él y, con un último aullido desgarrador, se desmayó.

Unas voces repitiendo su nombre con insistencia fueron abriéndose paso, poco a poco, en su consciencia. Parpadeó, aún aturdido, y cuando consiguió enfocar la vista comprobó que allí estaba de nuevo el plató, con toda su parafernalia de cámaras, focos, operarios... y el armario volvía a ser una esfera metálica. Apartó de un manotazo al director, que le palmeaba el rostro con ahínco, se incorporó y suspiró, aliviado, al mirarse la ropa: los colores también habían regresado, gracias a Dios. Miró alrededor con una gran sonrisa, le alegraba tanto estar de vuelta que todo le parecía maravilloso.

Todo, menos aquella máquina infernal. Extendió hacia ella un dedo acusador y sentenció:

- La pago yo, pero ya me estáis haciendo otra maquinita más grande, a ser posible con ventana. Y que no tenga forma de armario, por favor. 

Finalista del VIII Premio de Relato Breve "La Gran Ilusión" de los Cines Renoir (noviembre 2023)