sábado, 12 de abril de 2025

LA CONTADORA DE CUENTOS

A la caída de la tarde, todos los pilluelos que rondan por el puerto dejan lo que estaban haciendo, ya fuese ayudar a sus mayores a remendar redes o pescar cangrejos entre las rocas o hacer navegar barquitos de madera, y se aglutinan en un punto concreto, alrededor del tercer amarradero del cuarto muelle empezando por la izquierda. Allí forman un apretado corrillo, al que se suma discretamente y procurando quedar en segundo plano un número nada despreciable de adultos, que va creciendo un poquito más cada día que pasa.

Las caritas expectantes, los ojillos brillantes, las boquitas abiertas con avidez, las manitas prestas para aplaudir. Así es el público que cada tarde aguarda con impaciencia mal contenida a que la anciana descienda por la pasarela del “Siete Océanos” y aparque su silla de ruedas eléctrica junto al noray de costumbre. La mujer finge ignorar el interés que despierta y se acomoda con toda calma una abrigada manta azul marino en torno a las piernas, de las que no asoma siquiera la punta de los zapatos. Luego, se ciñe sobre los hombros un chal de lana azul celeste, antes de alzar las pestañas para mostrar unos cautivadores ojos de un azul tan vivo como las olas del mar bajo el sol de mediodía. Con ellos sobrevuela la concurrencia en busca, tal vez, de un amor de juventud, de un marinero con su nombre tatuado en el antebrazo, del capitán de un navío mercante que regresa de lejanas tierras tras una prolongada ausencia. Escrutado el último rostro, un suspiro escapa de sus labios -de decepción, suponen todos, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta- justo antes de comenzar a narrar la historia de ese día.

Porque cada día cuenta una historia distinta. Puede ser breve como la vida de una mariposa efímera o larga como una noche de verano. Puede ser alegre como el tintineo de unos cascabeles o triste como una Navidad sin villancicos. Puede ser un cuento de piratas intrépidos o de tigres en busca de sus rayas o de madres e hijos o de monstruos marinos comedores de naranjas. Cada día es una sorpresa y hasta el último momento nadie sabe si el relato acabará bien o mal o todo lo contrario; algunos sospechan que ni siquiera ella misma lo sabe, que va tejiendo las palabras no con el hilo de la memoria sino con el de la fantasía y que, según sea el humor con que se haya levantado de la siesta, los protagonistas perecerán sin remedio en el interior de un volcán en erupción o comerán perdices con los dedos de los pies. Pero ese pequeño detalle no molesta a nadie, al contrario, los continuos giros del argumento provocan en la audiencia ya suspiros de deleite, ya gritos de espanto, ya francas risotadas o incluso alguna lagrimita en los corazones más sensibles. Y tras el punto final, irremediablemente, una sonora ovación hace temblar la línea del horizonte y todas las farolas del puerto titilan por un instante, sumándose al sentir general.

La anciana insinúa una media sonrisa y agradece con un leve cabeceo la atención prestada. Aguarda inmóvil mientras la chiquillería -y los satélites- van desfilando por el muelle y se internan en la oscuridad de la noche, dejando tras ellos el eco de sus entusiastas comentarios. Entonces, cuando sólo quedan en el pantalán un par de grillos despistados y alguna luciérnaga que ha llegado tarde a la función, la contadora de cuentos pone en marcha su silla de ruedas y, con un zumbido, asciende de nuevo por la pasarela del “Siete Océanos”. En su camarote, en un armario cerrado con llave, guarda un montón de libros, muy viejos y manoseados, con las páginas desprendidas del lomo de tanto uso. La anciana elige varios, selecciona algunas de las hojas sueltas y las mezcla, pasando con rapidez la vista sobre el resultado, que no se parece a ninguna historia jamás contada y que le servirá de inspiración para la siguiente noche.

Después, dirige la silla hacia la plataforma de popa. Con dedos hábiles, olvidada la artritis, deshace el moño que sujetaba su larga cabellera para que la luna tiña sus rizos de plata bruñida. El chal y la manta caen al suelo en confuso montón de azules matices, dejando al descubierto una piel sin arrugas y unas brillantes escamas nacaradas. Un ágil salto para salvar la borda, un mínimo chapoteo en las negras aguas, un tenue resplandor sumergiéndose veloz hacia las profundidades. Allí aguardan expectantes leviatanes y ballenas, hipocampos y tritones, calamares gigantes, serpientes marinas y medusas, para que la contadora de cuentos vuelva a desgranar sus historias, sin prisas, sin pausas, sin aplausos esta vez, tan sólo montones de burbujas como sartas de ingrávidas perlas flotando hacia la superficie, dibujando su camino diario de ida y vuelta para llevar noticias de un mundo al otro, aunque nadie las crea, aunque todos piensen que no son más que fábulas inventadas por una vieja sirena.

Finalista del III Certamen de Relato "Literaria Kalean" (Cuzcurrita del Río Tirón, La Rioja), abril 2025


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