Elena
caminaba sin prisa por la ancha avenida moteada de árboles,
parándose de cuando en cuando ante el vistoso escaparate de alguna
de las tiendas selectas que la jalonaban: si bien no tenía intención
de comprar nada, le gustaba mirar aquellos vestidos tan
escandalosamente caros e imaginarse a sí misma embutida en uno de
ellos, enjoyada y maquillada, flotando como una rutilante estrella de
cine entre famosos y ricachones en alguna fiesta de la alta sociedad.
Una sonrisa ladeada le pintó el rostro con un rictus mitad mohíno
mitad sarcástico. “Seguro que son todos unos estúpidos”, se
dijo.
Al
final de la avenida giró por una de las calles laterales que
conducían a una zona menos exclusiva de la ciudad, donde la gente
con la que se cruzaba tenía un aspecto más similar al suyo, sin
abrigos de piel ni bolsos de marca ni zapatos con nombre y apellido.
Las tiendas también eran más modestas y sobre la acera un par de
muchachos habían extendido una enorme manta muy colorida sobre la
que se acumulaban, sin orden ni concierto, montones de películas de
géneros variopintos, todas a cinco euros, según rezaba una tosca
cartulina sujeta a la esquina de la manta con imperdibles.
Elena
se detuvo un instante y pasó la vista con rapidez sobre algunos de
los títulos más visibles, por mera curiosidad, pero al momento los
dos rapaces se le echaron encima, olfateando una posible venta. La
chica sonrió amablemente y meneó la cabeza, pasando a hacer
enfáticos gestos negativos con las manos ante la exasperante porfía
de los jovenzuelos, que se resistían a soltar la presa. Por último
tuvo que salir de allí casi a la carrera, dándose de bruces con
otro vendedor situado un poco más adelante.
Sin
embargo, este puesto ambulante -también sin licencia, seguro- era
muy diferente del anterior. Para empezar, la manta sobre la que se
exponía la mercancía era de un sólo tono, un gris mate y anodino,
a diferencia del vistoso plumaje de la otra; además, el propietario
era un hombre ya mayor, con pelo ralo y barba cana, cuyas arrugas le
sonreían con calma desde unos ojos tan grises como la manta;
finalmente, el género a la venta también era muy distinto: en esta
ocasión se trataba de libros. A Elena le encantaba leer así que se
dispuso a echar un vistazo, sin perder de vista al hombre por el
rabillo del ojo, pero al ver que permanecía tranquilo y sin tratar
de forzarla a una compra indeseada, se relajó y concentró toda su
atención en los títulos que se desplegaban ante ella.
Había
de todo: novelas románticas, de detectives y del Oeste;
recopilaciones de cuentos infantiles, de poemas clásicos y de
recetas de cocina; relatos de intriga, históricos y de
ciencia-ficción; incluso un par de tebeos y una voluminosa edición
encuadernada en cuero de “El Quijote”. Elena tomó entre sus
manos el grueso tomo y lo abrió por una página al azar. De repente,
un viento huracanado le enredó los cabellos y le revoleó las
faldas, y una intensa sensación de pérdida de equilibrio se apoderó
de ella.
Cerró
los ojos con fuerza para evitar las náuseas que le trepaban desde la
boca del estómago y, al volver a abrirlos, su primera sensación fue
auditiva: el relincho de un caballo. A continuación, parpadeó
asombrada ante las dos figuras que, paradas ante ella, fruncían el
ceño.
-
¿Quién sois vos, muchacha, y adónde vais vestida de aquesta guisa?
-tronó el más alto de los dos hombres. Se erguía sobre el lomo de
un flaco caballo -el autor del relincho, sin duda-, iba cubierto con
una armadura desvencijada y la apuntaba con una lanza de madera
levemente astillada.
-
Por su repentina aparición, yo diría que es una bruja, mi señor
-voceó su compañero, mucho más bajito y rollizo, mientras palmeaba
al jumento que montaba para tranquilizar al inquieto animal.
-
¡Habla, rapaza! ¿Eres, en verdad, una bruja? ¿Te ha enviado alguno
de mis enemigos para envolverme en un hechizo e impedir que me
enfrente en singular batalla con aquellos gigantes que se vislumbran
en el horizonte? ¿O acaso eres un mago disfrazado que pretende
confundir mi entendimiento con algún oscuro designio?
La
lanza se agitaba peligrosamente frente a su rostro, a pesar de lo
cual Elena seguía sin encontrar su voz, que se había extraviado en
algún ignoto rincón de su garganta y se negaba a comparecer.
-
¡Habla, pardiez!
En
ese instante, Elena fue súbitamente consciente del peso del libro
entre sus manos y, de alguna manera, halló las fuerzas para cerrarlo
de un golpe. El viento huracanado reapareció y la cegó y, cuando
las náuseas se aplacaron por segunda vez, se encontró frente al
anciano de los ojos grises y su manta llena de joyas literarias. El
hombre lucía una sonrisa misteriosa, como si supiera con toda
exactitud lo que Elena acababa de experimentar. O había creído
experimentar. Porque... no podía ser cierto, ¿verdad? La joven
entrecerró los ojos y le miró con suspicacia mientras se inclinaba
para devolver el grueso volumen a su lugar con infinitas
precauciones. El hombre paseó la mano extendida sobre la colección
de libros como instándola a probar nuevamente. O retándola a hacer
otro viaje astral... o lo que quiera que hubiera sido aquello.
Elena
retrocedió un paso, insegura, pero era incapaz de apartar la mirada
de aquellas dos nubes tormentosas que relampagueaban sonrisas bajo
las pobladas cejas albas. ¿Se burlaba de ella? Avanzó de nuevo
aquel paso y sintió que una vibración la atravesaba de arriba a
abajo al poner los dedos sobre la portada de una versión para niños
de “La Odisea”. De inmediato -tras la preceptiva náusea, por
supuesto-, se encontró sobre la cubierta de un enorme barco, con el
oleaje salpicando su cuerpo de dibujo animado. A su alrededor, los
marineros igualmente dibujados se afanaban de acá para allá,
haciendo caso omiso de su presencia, mientras un hombre de larga
barba castaña gemía y gritaba y se retorcía atado al palo mayor,
como si sufriera la mayor de las agonías. Un dulce cántico llegó
hasta los oídos de Elena y no pudo resistir la tentación de correr
hasta la borda para contemplar a las tres sirenas que, con los brazos
abiertos, la llamaban.
Sin
pensarlo dos veces se arrojó al agua, que apenas rozó su cuerpo se
transformó en ardiente arena. Elena parpadeó, sorprendida: había
abandonado su diseño de carboncillo para recuperar su cuerpo de
carne y hueso, que ahora se hundía en aquella inestable superficie
en medio de un desierto abrasado por el sol. Una caravana de camellos
hilaba su rítmico paso sobre el filo de las dunas, las negras
vestiduras de los tuaregs ondeando tras ellos como banderas pirata.
Intentó llamar su atención pero tenía la boca llena de arena y no
consiguió emitir más que un ronco graznido. Al levantarse para
hacerles señales con los brazos, sintió cómo el suelo cedía bajo
sus pies y era engullida por un pozo surgido de la nada, por el que
cayó y cayó y cayó, dando vueltas sobre sí misma, para aterrizar
finalmente con una suave pirueta.
Frente
a ella se abría una puertecilla diminuta por la que se vislumbraba
un jardín pletórico de coloridas flores, y junto a la abertura
había un pedazo de pastel con una etiqueta que rezaba “cómeme”.
Elena sacudió la cabeza, desesperada. ¿Cómo demonios iba a salir
de semejante atolladero? Un conejo blanco que pasó veloz le dio la
respuesta: salió a la carrera tras él y, no había dado ni cuatro
zancadas, cuando tropezó y cayó al suelo cuan larga era.
Pero
sus dedos no palparon la hierba sobre la que había corrido tras el
animalejo, sino una mullida alfombra con diseños geométricos. Elena
se incorporó y vio que se encontraba en una elegante biblioteca
revestida de maderas nobles. En un sillón de orejas frente a la
chimenea yacía el cuerpo desmadejado de un hombre con un puñal
clavado en el pecho. “¡Abran, policía!”, sintió vocear a sus
espaldas y, justo cuando la puerta de la estancia caía bajo los
embates de los fornidos agentes de la ley, Elena se escabulló por la
puerta-ventana que daba al jardín. O eso creyó en un primer
momento, aunque al traspasarla se encontró metida de lleno en una
batalla de bolas de nieve entre cuatro muchachas con trajes
decimonónicos. El impacto de uno de los proyectiles en su nuca la
trasladó en un abrir y cerrar de ojos a una nave espacial, donde su
cuerpo ingrávido comenzó a flotar sin control hasta que una
voltereta un poco más brusca que las demás la dejó despatarrada en
el suelo de un submarino; las paredes metálicas mudaron rápidamente
en un amplio salón abarrotado de huríes cubiertas de velos que
chillaron espantadas al verla materializarse y aún más al verla
desaparecer de nuevo, apenas sin pausa.
Con
un soberbio esfuerzo de voluntad y dejando a un lado esa molesta
náusea de la que no conseguía librarse, Elena apretó los puños
con fuerza, los dientes con más fuerza aún, y los ojos como si la
vida le fuera en ello -hubo un instante en el que realmente pensó
que así era-, y de pronto sintió a su alrededor el barullo de los
coches y de la gente, y alguien le dio un empujón que la arrojó en
brazos del anciano de los ojos color tormenta. Elena se recompuso a
toda prisa y soltó el libro de “Las Mil y Una Noches” que tenía
entre las manos como si le hubiera quemado los dedos. El volumen cayó
sobre la manta, junto a sus congéneres, que a la sazón aparecían
revueltos, muy lejos de la pulcritud que exhibían tan sólo unos
minutos antes.
La
joven miró al vendedor con fijeza y con cierta sensación de déjà-vu
pero, antes de tener tiempo de hacerle algún reproche o pedirle
ninguna explicación, un alboroto a su espalda le hizo volver la
cabeza para ver cómo la policía arramblaba con la manta multicolor
y con los dos rapazuelos. Cuando se giró de nuevo la acera estaba
vacía, sin manta, sin libros, sin ojos grises, tan sólo un revuelo
de hojas secas entre sus pies y el alegre campanilleo de unas alas de
hada procedente de ninguna parte.
Con
una sonrisa, dejó a los policías discutiendo con los video-piratas
y enfiló la calle en busca de la primera librería que le saliera al
paso.
Finalista del II Certamen de Relato "Literaria Kalean" (Cuzcurrita del Río Tirón, La Rioja), abril 2024