domingo, 21 de abril de 2024

MULTIVERSO INSOSPECHADO

Elena caminaba sin prisa por la ancha avenida moteada de árboles, parándose de cuando en cuando ante el vistoso escaparate de alguna de las tiendas selectas que la jalonaban: si bien no tenía intención de comprar nada, le gustaba mirar aquellos vestidos tan escandalosamente caros e imaginarse a sí misma embutida en uno de ellos, enjoyada y maquillada, flotando como una rutilante estrella de cine entre famosos y ricachones en alguna fiesta de la alta sociedad. Una sonrisa ladeada le pintó el rostro con un rictus mitad mohíno mitad sarcástico. “Seguro que son todos unos estúpidos”, se dijo.

Al final de la avenida giró por una de las calles laterales que conducían a una zona menos exclusiva de la ciudad, donde la gente con la que se cruzaba tenía un aspecto más similar al suyo, sin abrigos de piel ni bolsos de marca ni zapatos con nombre y apellido. Las tiendas también eran más modestas y sobre la acera un par de muchachos habían extendido una enorme manta muy colorida sobre la que se acumulaban, sin orden ni concierto, montones de películas de géneros variopintos, todas a cinco euros, según rezaba una tosca cartulina sujeta a la esquina de la manta con imperdibles.

Elena se detuvo un instante y pasó la vista con rapidez sobre algunos de los títulos más visibles, por mera curiosidad, pero al momento los dos rapaces se le echaron encima, olfateando una posible venta. La chica sonrió amablemente y meneó la cabeza, pasando a hacer enfáticos gestos negativos con las manos ante la exasperante porfía de los jovenzuelos, que se resistían a soltar la presa. Por último tuvo que salir de allí casi a la carrera, dándose de bruces con otro vendedor situado un poco más adelante.

Sin embargo, este puesto ambulante -también sin licencia, seguro- era muy diferente del anterior. Para empezar, la manta sobre la que se exponía la mercancía era de un sólo tono, un gris mate y anodino, a diferencia del vistoso plumaje de la otra; además, el propietario era un hombre ya mayor, con pelo ralo y barba cana, cuyas arrugas le sonreían con calma desde unos ojos tan grises como la manta; finalmente, el género a la venta también era muy distinto: en esta ocasión se trataba de libros. A Elena le encantaba leer así que se dispuso a echar un vistazo, sin perder de vista al hombre por el rabillo del ojo, pero al ver que permanecía tranquilo y sin tratar de forzarla a una compra indeseada, se relajó y concentró toda su atención en los títulos que se desplegaban ante ella.

Había de todo: novelas románticas, de detectives y del Oeste; recopilaciones de cuentos infantiles, de poemas clásicos y de recetas de cocina; relatos de intriga, históricos y de ciencia-ficción; incluso un par de tebeos y una voluminosa edición encuadernada en cuero de “El Quijote”. Elena tomó entre sus manos el grueso tomo y lo abrió por una página al azar. De repente, un viento huracanado le enredó los cabellos y le revoleó las faldas, y una intensa sensación de pérdida de equilibrio se apoderó de ella.

Cerró los ojos con fuerza para evitar las náuseas que le trepaban desde la boca del estómago y, al volver a abrirlos, su primera sensación fue auditiva: el relincho de un caballo. A continuación, parpadeó asombrada ante las dos figuras que, paradas ante ella, fruncían el ceño.

- ¿Quién sois vos, muchacha, y adónde vais vestida de aquesta guisa? -tronó el más alto de los dos hombres. Se erguía sobre el lomo de un flaco caballo -el autor del relincho, sin duda-, iba cubierto con una armadura desvencijada y la apuntaba con una lanza de madera levemente astillada.

- Por su repentina aparición, yo diría que es una bruja, mi señor -voceó su compañero, mucho más bajito y rollizo, mientras palmeaba al jumento que montaba para tranquilizar al inquieto animal.

- ¡Habla, rapaza! ¿Eres, en verdad, una bruja? ¿Te ha enviado alguno de mis enemigos para envolverme en un hechizo e impedir que me enfrente en singular batalla con aquellos gigantes que se vislumbran en el horizonte? ¿O acaso eres un mago disfrazado que pretende confundir mi entendimiento con algún oscuro designio?

La lanza se agitaba peligrosamente frente a su rostro, a pesar de lo cual Elena seguía sin encontrar su voz, que se había extraviado en algún ignoto rincón de su garganta y se negaba a comparecer.

- ¡Habla, pardiez!

En ese instante, Elena fue súbitamente consciente del peso del libro entre sus manos y, de alguna manera, halló las fuerzas para cerrarlo de un golpe. El viento huracanado reapareció y la cegó y, cuando las náuseas se aplacaron por segunda vez, se encontró frente al anciano de los ojos grises y su manta llena de joyas literarias. El hombre lucía una sonrisa misteriosa, como si supiera con toda exactitud lo que Elena acababa de experimentar. O había creído experimentar. Porque... no podía ser cierto, ¿verdad? La joven entrecerró los ojos y le miró con suspicacia mientras se inclinaba para devolver el grueso volumen a su lugar con infinitas precauciones. El hombre paseó la mano extendida sobre la colección de libros como instándola a probar nuevamente. O retándola a hacer otro viaje astral... o lo que quiera que hubiera sido aquello.

Elena retrocedió un paso, insegura, pero era incapaz de apartar la mirada de aquellas dos nubes tormentosas que relampagueaban sonrisas bajo las pobladas cejas albas. ¿Se burlaba de ella? Avanzó de nuevo aquel paso y sintió que una vibración la atravesaba de arriba a abajo al poner los dedos sobre la portada de una versión para niños de “La Odisea”. De inmediato -tras la preceptiva náusea, por supuesto-, se encontró sobre la cubierta de un enorme barco, con el oleaje salpicando su cuerpo de dibujo animado. A su alrededor, los marineros igualmente dibujados se afanaban de acá para allá, haciendo caso omiso de su presencia, mientras un hombre de larga barba castaña gemía y gritaba y se retorcía atado al palo mayor, como si sufriera la mayor de las agonías. Un dulce cántico llegó hasta los oídos de Elena y no pudo resistir la tentación de correr hasta la borda para contemplar a las tres sirenas que, con los brazos abiertos, la llamaban.

Sin pensarlo dos veces se arrojó al agua, que apenas rozó su cuerpo se transformó en ardiente arena. Elena parpadeó, sorprendida: había abandonado su diseño de carboncillo para recuperar su cuerpo de carne y hueso, que ahora se hundía en aquella inestable superficie en medio de un desierto abrasado por el sol. Una caravana de camellos hilaba su rítmico paso sobre el filo de las dunas, las negras vestiduras de los tuaregs ondeando tras ellos como banderas pirata. Intentó llamar su atención pero tenía la boca llena de arena y no consiguió emitir más que un ronco graznido. Al levantarse para hacerles señales con los brazos, sintió cómo el suelo cedía bajo sus pies y era engullida por un pozo surgido de la nada, por el que cayó y cayó y cayó, dando vueltas sobre sí misma, para aterrizar finalmente con una suave pirueta.

Frente a ella se abría una puertecilla diminuta por la que se vislumbraba un jardín pletórico de coloridas flores, y junto a la abertura había un pedazo de pastel con una etiqueta que rezaba “cómeme”. Elena sacudió la cabeza, desesperada. ¿Cómo demonios iba a salir de semejante atolladero? Un conejo blanco que pasó veloz le dio la respuesta: salió a la carrera tras él y, no había dado ni cuatro zancadas, cuando tropezó y cayó al suelo cuan larga era.

Pero sus dedos no palparon la hierba sobre la que había corrido tras el animalejo, sino una mullida alfombra con diseños geométricos. Elena se incorporó y vio que se encontraba en una elegante biblioteca revestida de maderas nobles. En un sillón de orejas frente a la chimenea yacía el cuerpo desmadejado de un hombre con un puñal clavado en el pecho. “¡Abran, policía!”, sintió vocear a sus espaldas y, justo cuando la puerta de la estancia caía bajo los embates de los fornidos agentes de la ley, Elena se escabulló por la puerta-ventana que daba al jardín. O eso creyó en un primer momento, aunque al traspasarla se encontró metida de lleno en una batalla de bolas de nieve entre cuatro muchachas con trajes decimonónicos. El impacto de uno de los proyectiles en su nuca la trasladó en un abrir y cerrar de ojos a una nave espacial, donde su cuerpo ingrávido comenzó a flotar sin control hasta que una voltereta un poco más brusca que las demás la dejó despatarrada en el suelo de un submarino; las paredes metálicas mudaron rápidamente en un amplio salón abarrotado de huríes cubiertas de velos que chillaron espantadas al verla materializarse y aún más al verla desaparecer de nuevo, apenas sin pausa.

Con un soberbio esfuerzo de voluntad y dejando a un lado esa molesta náusea de la que no conseguía librarse, Elena apretó los puños con fuerza, los dientes con más fuerza aún, y los ojos como si la vida le fuera en ello -hubo un instante en el que realmente pensó que así era-, y de pronto sintió a su alrededor el barullo de los coches y de la gente, y alguien le dio un empujón que la arrojó en brazos del anciano de los ojos color tormenta. Elena se recompuso a toda prisa y soltó el libro de “Las Mil y Una Noches” que tenía entre las manos como si le hubiera quemado los dedos. El volumen cayó sobre la manta, junto a sus congéneres, que a la sazón aparecían revueltos, muy lejos de la pulcritud que exhibían tan sólo unos minutos antes.

La joven miró al vendedor con fijeza y con cierta sensación de déjà-vu pero, antes de tener tiempo de hacerle algún reproche o pedirle ninguna explicación, un alboroto a su espalda le hizo volver la cabeza para ver cómo la policía arramblaba con la manta multicolor y con los dos rapazuelos. Cuando se giró de nuevo la acera estaba vacía, sin manta, sin libros, sin ojos grises, tan sólo un revuelo de hojas secas entre sus pies y el alegre campanilleo de unas alas de hada procedente de ninguna parte.

Con una sonrisa, dejó a los policías discutiendo con los video-piratas y enfiló la calle en busca de la primera librería que le saliera al paso.

Finalista del II Certamen de Relato "Literaria Kalean" (Cuzcurrita del Río Tirón, La Rioja), abril 2024

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