- Julián, despierta. -Pilar sacudió ligeramente a su marido-. Es la hora de tus pastillas.
El hombre parpadeó, momentáneamente confundido, para luego sonreír a su esposa con calidez y tomar entre las suyas la mano posada en su hombro. Pilar sonrió a su vez al sentir en su palma el cosquilleo de aquel beso suave que se repitió en la muñeca y luego comenzó a reptar por el brazo.
- ¡Julián! -lo regañó con voz firme aunque sin apartar la mano-. ¡Las pastillas!
El hombre compuso ese gesto pícaro que sabía irresistible para ella y le guiñó un ojo por encima de las gafas de lectura, que se le habían resbalado hasta media nariz, confiriéndole un aspecto de chiquillo desaliñado y travieso. Pilar meneó la cabeza tratando sin demasiado éxito de ocultar su regocijo y dio por terminada la inocente fechoría al extenderle el pastillero.
Julián suspiró, le soltó la mano a regañadientes y tomó la cajita, abriendo la tapa correspondiente al casillero del miércoles: dos grajeas azules y una cápsula blanca rodaban de un lado para otro en su cuadrado mundo de plástico, intentando escapar de aquellos dedos gruesos que apenas cabían en el reducido compartimento. No lo lograron: segundos después hacían submarinismo por el tracto digestivo del anciano. Pilar asintió, conforme, y tragó a su vez el comprimido rosado para su tensión.
- Listo. Hoy tenemos una sorpresa para cenar, así que date un paseo por el jardín.
Julián enarcó las cejas y la miró, inquisitivo, pero ella se limitó a hacer un mohín y un gesto invitador con el brazo hacia las cristaleras que comunicaban el salón con la terraza. El hombre gruñó para sus adentros: sus viejos huesos no soportaban bien el relente del invierno y el jardín, aunque pequeño, estaba muy húmedo por las tardes. Se levantó despacio del sillón de orejas donde había dormitado un buen rato con un libro entre las manos y, cuando ya empuñaba el picaporte, sugirió:
- ¿Y si me voy a ver la televisión al dormitorio?
Pilar aceptó el cambio con la condición de que no asomara la nariz hasta que ella le avisara y, cuando Julián desapareció tras la puerta del cuarto y se oyó a todo volumen el inconfundible sonido de una película del oeste -disparos, cascos de caballos y gritos apaches-, empezó los preparativos para esa cena especial.
Aunque era posible que su esposo no lo recordase -antaño nunca se olvidaba de las fechas importantes, pero en los últimos tiempos su memoria se había oxidado un tanto-, ese día hacía cincuenta años que les habían entregado las llaves de su casita. El hogar donde habían sido tan felices, donde habían criado a sus tres hijos, donde sus nietos les alegraban el corazón con sus frecuentes visitas y donde respiraban en paz cuando los adorables y ruidosos chiquillos partían de nuevo.
Parándose a escuchar cada vez que variaba el soniquete del televisor -ahora seguían los disparos pero con motores de fondo, seguramente de una persecución de coches, quizás una película policíaca-, se apresuró a despejar la mesita frente al sofá de su labor de ganchillo, el periódico de su marido, los libros de lectura de ambos y el tablero del parchís, y engalanarla con un vistoso mantel floreado rematado con encaje que utilizaba en contadas ocasiones.
Dobló con esmero las servilletas a juego, colocó encima los cubiertos, dispuso un par de copas frente a los platos de los domingos, y se detuvo de nuevo a escuchar: una potente voz de mujer entonaba ahora una conocida aria de ópera. Hizo varios viajes a la cocina y al terminar contempló satisfecha las apetitosas viandas repartidas por la mesita: finas lonchas de jamón y de lomo, tapitas de queso, canapés de salmón, tartaletas de ensaladilla y, como colofón, una bandeja de diminutos pasteles, de esos que se comen de un solo bocado, los favoritos de ambos.
Abrió la boca para llamar a su marido pero, antes de llegar a articular ningún sonido, la televisión enmudeció y un leve chirrido de picaporte anunció que el susodicho se había hartado de saltar de canal en canal en busca de un programa entretenido. A toda prisa, Pilar hizo desaparecer su delantal bajo unos cojines y colocó tras sus orejas unos rizos rebeldes que se escapaban de su corta melena. Carraspeó y entrelazó las manos, muy compuesta, esperando ver entrar a Julián en el salón, pero las manecillas del reloj corrían y no aparecía nadie. Finalmente, salió al pasillo y le encontró asomando la cabeza por la puerta entreabierta del dormitorio.
- ¿Ya? -casi chilló el hombre, con actitud expectante.
Pilar se echó a reír y con un gesto le animó a reunirse con ella, aunque en el último momento le pidió que cerrase los ojos: quería darle una sorpresa. Le guió hasta la entrada del salón y, con un suave toque en el brazo, le autorizó a mirar.
Julián abrió con cautela los párpados. Mientras jugaba con los botones del mando del televisor, había estado devanándose los sesos, intentando adivinar cuál podía ser la efeméride de ese día. Sabía que no era su aniversario hasta dos meses después y los cumpleaños de ambos ya habían pasado. Al ver los manjares que su mujer había dispuesto frente a la chimenea encendida, una chispa prendió en su cerebro. La miró y Pilar se emocionó al ver relucir las lágrimas en sus ojos pardos, reflejo del brillo que humedecía los suyos propios.
- ¿Recuerdas aquella tarde? -susurró ella con voz ronca, colgándose de su brazo mientras caminaban juntos hacia la mesita.
- Por supuesto -respondió él, inclinando la cabeza apenas para depositar un beso en los labios de su esposa-. Nos acababan de dar las llaves y aún no teníamos ningún mueble, pero lo celebramos con un picnic por todo lo alto.
Pilar rió, recordando.
Con un montón de periódicos viejos y un par de tablones abandonados por los obreros habían encendido una alegre fogata. Frente a ella habían extendido la manta escocesa que siempre llevaban en el coche y, sentados en el suelo del salón desierto, habían compartido entre risas excitadas un bocadillo de mortadela.
- No nos llegaba para jamón ni pasteles en aquella época -evocó Pilar, meneando la cabeza-. Todo el dinero había ido a parar a la casa.
- Ni falta que hacía: aquel bocadillo me supo a gloria.
Rieron juntos, como cincuenta años atrás, y Pilar se ruborizó al recordar cómo la pasión de Julián le quitó el frío cuando se extinguió la lumbre.
- Por ti -dijo Julián, alzando su copa.
- Por nosotros -respondió Pilar, imitándole.
- Y por nuestro hogar -remachó él.
Y apuraron de un trago el clarete -un lujo prohibido por el médico pero en fin, un día es un día-, replicando el mismo brindis de cincuenta años atrás, si bien en aquella ocasión, a falta de vino, lo hicieron con vasos de plástico llenos de agua del grifo.
2º puesto en el XVIII Certamen Literario Nacional de Narrativa de la Federación Local del Mayor de Castellón (enero 2025)
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