sábado, 4 de enero de 2025

TRABAJO DE INGENIERÍA

Miguelito llevaba ya un buen rato quieto. Demasiado rato y demasiado quieto, en opinión de su padre, que le echaba un vistazo de reojo de vez en cuando, con la desconfianza propia de quien conoce bien a su retoño. Con sólo cinco años, el muchachito era un espíritu travieso y bullicioso, poco dado a aficiones tranquilas como la lectura, el dibujo o los puzzles, con los que su hermana mayor, a su edad, solía estar entretenida durante horas . Miguelito, en cambio, era más propenso a saltar sobre el sofá enarbolando un sable pirata imaginario, o a encaramarse a la mesa del salón en implacable persecución de una mosca, o incluso a lanzar globos de agua por la ventana, con el consiguiente y comprensible disgusto de los transeúntes que acertaban a pasar por debajo.

En esta ocasión, el niño permanecía sentado en el suelo con las piernas cruzadas, sin quitarle ojo al equipo de música, fascinado por aquellas rayitas luminosas que subían y bajaban, incansables. Le había preguntado mil veces a su padre cómo funcionaba el aparato y quién movía aquellas lucecitas, llegando incluso a cavilar si allí dentro se habrían metido un montón de señores vestidos de pingüino, con instrumentos y todo, como los de la orquesta que fueron a ver en Navidad, pero en pequeñito.

El padre contenía la risa y movía la cabeza. Le hablaba de circuitos, transistores, cables y válvulas, pero el niño no escuchaba: era mucho más divertido imaginarse a esos hombrecillos diminutos tocando el piano, el violín y la flauta, que prestar atención a aquella jerga incomprensible.

La madre, que aparentaba estar absorta en la lectura de una gruesa novela, también tenía serias dificultades para reprimir su hilaridad ante aquellos peculiares intercambios de palabras -que no de ideas- entre ambos. Finalmente, dejó el libro a un lado y, mascullando una excusa ininteligible, desapareció durante varias horas en el desván. Al regresar, con los ojos brillantes y una traviesa sonrisa, llevaba entre sus brazos una antigua radio de su abuela, que depositó con mimo sobre la mesa de comedor mientras llamaba la atención de Miguelito.

El chiquillo contempló ceñudo el aparato: una gran caja de madera, una ventana llena de números con una línea vertical de color rojo, y un enorme botón redondo en el centro. Eso era todo. Hizo una mueca, contrariado: eran mucho más interesantes las lucecitas danzarinas y, ya se daba la vuelta para regresar con su padre y el moderno equipo de música, cuando la madre alzó la cubierta trasera y le instó a mirar en el interior.

Miguelito abrió muy grandes los ojos, que se encendieron con esas chispitas de ilusión que sólo tienen los niños, y dio palmas ruidosamente, riendo con deleite. El padre, intrigado, se acercó a mirar también y elevó las cejas, sorprendido por el detalle y la variedad de los muñequitos de plastilina cubiertos con diminutos trocitos de tela negra, que interpretaban con una variopinta colección de instrumentos -no todos reconocibles- una melodía carente de sonido pero colmada de fantasía.

Años después, Miguelito -ahora el ingeniero de telecomunicaciones Miguel- aún conserva aquella radio, junto a la que su madre le sigue sonriendo desde un marco de plata.

Finalista en los Premios Literarios Constantí 2024 (enero 2025)

1 comentario:

  1. Pues yo también doy palmas. Y sonrío. Y escucho esa melodía carente de sonido, pero colmada de fantasía. ¡Así se hace, sí señora!

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