Harto ya de retratar ciudades moribundas, campos marchitos, pueblos desiertos, me instalé en la playa para probar suerte con una marina. Tras horas de mezclar colores, derrochar pinceladas y revisar con ojo crítico lo que tenía ante mí, quedé al fin satisfecho con el resultado: el cielo plomizo se cernía sobre un mar espeso que apenas chapoteaba, negruzco, en una orilla de arena gruesa sembrada de plásticos; un delfín flotaba en una esquina, preso en redes, y mi imaginación había añadido en primer plano una sirena de cola opaca y rizos algosos.
Corrí a casa con el lienzo, a buscar en el desván algún trapo para cubrirlo, y el que elegí reveló una acuarela pintada -según constaba en la firma- por mi bisabuelo. Abrumado, contemplé aquel cuadro idéntico al mío y, sin embargo, tan distinto: el cielo luminoso, el mar bravío, la arena blanca salpicada de conchas... su delfín saltaba, casi sonriente, en un arco perfecto, y su sirena tenía escamas brillantes y cabellera dorada. En ese instante, tomé dos importantes decisiones para ambos cuadros: colgar el del bisabuelo en el salón y, pese a ser tres de agosto, encender la chimenea para el mío.
Finalista mensual en el XI Certamen de Microrrelatos Javier Tomeo. Publicado en la revista "Compromiso y Cultura" nº 121 (Asociación Literaria y Artística Poiesis), enero 2025
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