Era tarde cuando salió de la consulta: las farolas derramaban ya su mortecino resplandor por las calles que relucían bajo el persistente aguacero. Hizo una mueca: el coche no estaba lejos pero había tantos charcos que se iba a empapar los zapatos. Mientras estudiaba el recorrido de mínimo riesgo al amparo de la marquesina del portal, pasó un autobús pegado a la acera y una enorme cortina de agua se desplegó frente a él y lo cubrió desde los pies hasta la cintura. Desolado, contempló el desastre en que se habían convertido no sólo sus zapatos sino también sus pantalones. Sería mejor que regresara a la consulta a cambiarse.
Refunfuñando, dio media vuelta y volvió a entrar en el edificio. Silenció las preguntas del portero con una contundente mirada asesina, pulsó el botón del ascensor con insistencia, y contempló irritado el charquito que se iba formando a sus pies mientras la cabina ascendía desde el vestíbulo hasta el décimo piso, donde tenía la consulta.
Por suerte, el día anterior había recogido un traje del tinte y aún no se lo había llevado a casa, así que disponía de ropa seca. Los zapatos eran otra cuestión.
Arrojó los pantalones empapados al suelo y se dirigió hacia el armario donde había guardado el traje. Estaba sacándolo de su funda de plástico cuando le sobresaltó un ruido a sus espaldas. La puerta al cerrarse. Con las prisas, debió dejarla abierta. Y, tras el portazo, una voz femenina de timbre aterciopelado y tono inconfundiblemente guasón:
- Siempre pensé en la consulta del dentista como un lugar de tortura. Nunca imaginé que fuese tan divertido.
El hombre, en precario equilibrio con una sola pierna metida en el pantalón, se giró con los ojos muy abiertos para encararse con la intrusa, a la que reconoció como la abogada del despacho del otro lado del pasillo.
- Letrada... -saludó, incómodo.
- Sacamuelas... -le correspondió ella, con una reverencia burlona.
- No estoy para bromitas. ¿No tendrá unos zapatos de sobra? Número 42.
La mujer negó con la cabeza y alzó un pie para que él viera su escaso número 37.
- Pues nada, me voy en calcetines -rezongó, pasando junto a ella.
Pero la mujer lo atrapó al vuelo por la corbata y lo empujó contra el sillón reclinable. El dentista, pillado por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó cuan largo era en la silla. Su sorpresa fue en aumento cuando la abogada trepó por sus piernas y se le sentó encima.
- No tengas prisa, cariño -ronroneó-: no tengo paraguas y creo que va a tardar en escampar.
La bocina del autobús sacó de sus ensoñaciones al dentista, resguardado de la lluvia bajo la marquesina del portal y, antes de que pudiera reaccionar, una enorme cortina de agua lo empapó desde los pies hasta la cintura. Se miró los zapatos chorreantes y, con una sonrisa de oreja a oreja, regresó corriendo hacia la consulta para cambiarse de ropa.
Publicado en la revista digital Trazos nº 13, de A2VuelaPluma (julio 2025)
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