sábado, 21 de octubre de 2023

EL HOMBRE QUE VINO DE MONTANA (Yincana Literaria)

Este verano, el Club de Lectura de las Bibliotecas Municipales de Leganés propone un divertido ejercicio para los aficionados a la escritura: la Yincana Literaria de Timothy Blot. Cada día, desde el 11 al 31 de agosto, se proporcionan unas condiciones que debe cumplir un microrrelato de 210 palabras como máximo. Se permite que sean relatos independientes, pero se prefiere que sea una única historia con un hilo común, que es la opción que yo elijo. Y este es el resultado (en mayúsculas figuran las palabras o frases o personajes que deben incluirse cada día en la historia; el último capítulo debía ser un texto monovocálico).

 

 EL HOMBRE QUE VINO DE MONTANA

1: EL PUEBLO

En lo más crudo del crudo INVIERNO, el pueblo se queda incomunicado. La nieve cubre los tejados, las calles, los campos, la ribera del río y el viejo puente de piedra. Nadie se atreve a salir por miedo a que uno de los carámbanos que cuelgan de los aleros tintinee en exceso y, al caer, lo atraviese de arriba a abajo como si fuera un pincho moruno.

De cuando en cuando, una panda de chiquillos inquietos y alborotadores toma al asalto la cuesta que baja de la iglesia: embutidos en gruesos gorros de lana y provistos de trineos, juegan a deslizarse sobre la blanca superficie hasta que comienza a oscurecer y, con las últimas luces, tienen que regresar a casa con los dedos y los cerebros congelados.

El resto, no abrimos la puerta más que para sacar un brazo dos veces por semana y recoger la cesta con el pedido que el tendero deja rezongando en el umbral. Ni siquiera las RATAS se atreven a asomar los bigotes hasta que, ya bien entrado el mes de abril, el cielo se desprende de su manto plomizo para volver a pintarse de un AZUL brillante y primaveral.

2: EL EXTRANJERO

En estas rigurosas condiciones climatológicas, una mañana temprano me despertaron unos inusuales ruidos en el jardín. Espiando entre las cortinas del dormitorio logré vislumbrar, tras el ALIBUSTRE cubierto de nieve, una silueta alta y fornida, tocada con un sombrero como los de John Wayne en las películas del oeste que tanto me gustaban de pequeña. El resto de su persona se confundía con el matorral, ya que la nevada también había cuajado en sus ropas. El sombrero ostentaba igualmente una gruesa capa de un blanco níveo pero su forma resultaba inconfundible.

Bajé a toda prisa y abrí una rendija de la puerta principal, preguntando a voces al extraño quién era y qué quería. Él me contestó, con un fuerte acento, que se llamaba John Smith, que procedía de MONTANA y que era experto en labores de FONTANERÍA.

Debido a las últimas heladas, mis cañerías no funcionaban todo lo bien que debieran así que pensé, "qué demonios, a lo mejor el tipejo este me puede hacer un apaño" y, aunque no me daba muy buena espina su intempestiva aparición, abrí del todo la puerta para recibirlo en mi humilde casa con los brazos abiertos. Metafóricamente, por supuesto.

3. INTERCAMBIO DE INFORMACIÓN

Al entrar en la casa, John Smith se despojó del sombrero vaquero y del abrigo empapado. Como buena anfitriona, improvisé un piscolabis a base de restos del día anterior y algunas exquisiteces que guardaba en la despensa para una ocasión especial.

Mientras se ponía MORADO, el hombre me contó que se dedicaba a domar CABALLOS allá en Montana y que, harto de los fríos inviernos de su tierra, había decidido cambiar de aires. Una familia de excursionistas le había hablado maravillas del clima español, por lo que había liado el petate y se había lanzado a cruzar el charco. Desembarcado en La Coruña, iba atravesando la península camino de Levante, donde esperaba encontrar menos nieve y más sol.

Yo le recomendé el pueblecito costero donde veraneaba mi hermana todos los años mientras le ofrecía una generosa ración de tarta de manzana casera.

Smith me agradeció la comida y la información y luego me preguntó por las diversiones del pueblo. Yo me eché a reír: más allá del BINGO de los viernes en la iglesia y del baile de los domingos en el ayuntamiento, nuestro mayor entretenimiento consistía en ver pasar a la gente por la calle. Y ahora con la nevada, ni eso.

4: LOCALIZANDO EL PROBLEMA

Smith miró a través del cristal de la ventana. Nevaba otra vez y hacía un FRÍO del carajo. Entre los BLANCOS copos alcanzó a distinguir a los CINCO chiquillos del trineo que hacían de nuevo de las suyas en la cuesta de la iglesia, en medio de un jubiloso griterío. Por un momento, la mirada del hombre adquirió un tinte LEJANO, como si añorase su hogar, allá en Montana, pero enseguida se repuso y, con su peculiar acento y una gran sonrisa, exclamó: "¡vamos a echarle un vistazo a esas cañerías!".

Smith revisó una por una todas las tuberías del interior de la casa, sin encontrar problema alguno. "Lo que me temía", murmuré con un escalofrío, "hay que salir". Nos abrigamos bien y nos dirigimos al CUADRANTE superior izquierdo del patio: allí, junto a una mata de azaleas sepultada bajo la nieve, estaba la entrada general de agua de la casa. Smith apartó la tapadera metálica que la cubría y emitió un silbido. "Está totalmente congelada", sentenció con aire experto.

5: FIASCO

"Y ahora qué hacemos?", pregunté un poco espantada. Hasta ese momento las cañerías habían funcionado mal que bien, pero si la tubería de entrada estaba helada por completo, ya podía despedirme del agua corriente. Y a esas alturas y con dos palmos de nieve, no me veía yo con el botijo a cuestas camino de la fuente de la plaza, ni siquiera aunque pudiera ATROCHAR por los callejones.

Pero mi CONSPICUO invitado puso cara de entendido y, sacando tres dedos de la mano derecha, declaró: “necesito GAMBAS, aceitunas y vino blanco”. Cómo supo lo que había en la nevera sigue siendo un misterio para mí a día de hoy. En cualquier caso, me apresuré a traérselo todo, intrigada por averiguar cómo iba a resolver el problema con aquellos insólitos elementos. La solución me dejó más helada que el suelo del jardín: el tipo se dedicó a zamparse las aceitunas y a beberse el vino a gollete mientras aguardaba a que las gambas, que había colocado junto a la tubería, resucitaran por arte de magia y ejercieran de expertas fontaneras.

Ante semejante guasa, le lancé un tremendo directo a la mandíbula y, agarrando el plato con las gambas, me volví a casa y lo dejé allí despatarrado.

6: ENCERRADO AFUERA

No habían transcurrido ni diez minutos cuando unos sonoros golpes estremecieron la puerta de arriba abajo. ¡Ja! Si Smith se creía que iba a volver a acogerlo en mi SOFÁ como si tal cosa y a cederle mis gambas, iba listo. Ya podía seguir su camino hacia el soleado Levante o volverse por donde había venido, de regreso a sus MONTAÑAS nevadas allá en Montana, me daba exactamente igual.

Los golpes duraron un buen rato pero, al fin, cesaron. Esperé más de media hora a ver si optaba por derribar la puerta o romper algún cristal, o incluso por gimotear suplicando mi perdón. Nada. Ya estaba empezando a pensar que se había quedado dormido en el suelo y se había congelado abrazado a la botella de vino, cuando un susurro afuera me empujó a cotillear entre las cortinas, como aquel primer día cuando Smith apareció. Y, para mi sorpresa, le vi despejando el camino de nieve con una PALA que debía haber sacado del cobertizo del jardín. Cantaba mientras trabajaba, como los presos de las películas de su país natal, y sus músculos tensaban la tela de su camisa a cada paletada. Entonces fue cuando caí en la cuenta del magnífico cuerpazo que tenía.

7: ENCERRADOS ADENTRO

Mi enfado se diluyó como un muñeco de nieve bajo el tórrido sol veraniego. Sólo podía pensar en aquellos brazos musculosos manejando la pala, en aquel pelo revuelto, en aquella sonrisa socarrona que me empeñaba en adivinar en su rostro. Cuando Smith llegó hasta la acera y se incorporó, triunfante, sentí ganas de aplaudir. Él debió intuir mi escrutinio porque se giró y, aunque me apresuré a dejar caer las cortinas, su sonrisa -socarrona, cómo no- me caló hasta el tuétano.

Corrí escaleras abajo y le abrí la puerta. En agradecimiento por su espontánea labor de quitanieves, le ofrecí una bebida caliente: café, té, manzanilla... eligió chocolate. Preparé varios litros y le serví una taza tras otra hasta que, riendo, agitó las manos:

―NO QUIERO MÁS CHOCOLATE, CARIÑO.

Aquel “cariño” dicho con su peculiar acento de Montana me derritió las piernas, que llevaban ya un buen rato gelatinosas, y me hizo arrojarme a sus brazos sin dilación. Y sin dilación, John -no más “Smith”- corrió escaleras arriba conmigo a cuestas hasta el dormitorio, clausurando con un sonoro portazo el capítulo de nuestras desavenencias. Esa noche AVANZAMOS POR EL FILO SIN MIRAR ABAJO, conscientes de que sólo importaba la comunión de nuestros cuerpos fundidos en uno solo empañando las ventanas.

8: EL DESPERTAR

A la mañana siguiente, cuando conseguí resurgir de las dos horas escasas de sueño que me había agenciado aún no sabía cómo, me encontré a John sentado en la cama, totalmente desnudo, fumándose un PITILLO con toda la calma del mundo. “Hola, cariño” me saludó con sonrisa pícara: me temo que aún recordaba mi reacción del día anterior al oír de sus labios esa palabreja. Yo fingí una tranquilidad que no sentía y luché por apartar la mirada de su cuerpo perfecto, sin demasiado éxito, a decir verdad. En ese momento me sentía flotando en una nube, suave como una CREMA catalana antes de tostarle la capa de azúcar y tan dulce como ésta.

La noche había sido movidita: John había explorado hasta el último CUADRANTE de mi piel sin dejarse ni un sólo milímetro, y me había colocado en posturas que jamás se me habrían pasado por la imaginación para hacerme cosas con las que ni me habría atrevido a soñar en mis fantasías más descabelladas. Todavía no me explico cómo no me dio un JAMACUCO.

9: PECULIARIDADES

Miré el reloj: las NUEVE en punto. ¡Qué tarde!

Las NUEVE horas que John me había tenido entretenida (muy, pero que muy entretenida) hacían que mi cuerpo crujiese y chirriase por todos lados al levantarme de la cama. Aquella sonrisa socarrona seguía colgada de sus labios, igual que el pitillo. Miré el cenicero: ¡NUEVE colillas! ¡¿Cómo era posible?!

Abrí la ventana para dispersar el tufo a tabaco -teníamos que hablar seriamente: si pensaba quedarse más de NUEVE días conmigo iba a tener que dejar ese feo vicio- y aspiré con gusto el aire helado. Enseguida, un escalofrío me devolvió a la realidad: afuera había, al menos, NUEVE centímetros de nieve y el termómetro marcaba NUEVE bajo cero, así que cerré de nuevo y bajé a preparar el desayuno.

Yo tomé solo un café pero John acompañó el suyo con NUEVE tostadas cubiertas de abundante mantequilla y mermelada: el ejercicio le había abierto el apetito. Además, comía a toda velocidad: tan sólo eran las NUEVE y media, y ya había dejado el plato limpio. Debo reconocer que me gustan los hombres con buen apetito. Y esos músculos... Un arrebato me llevó a sentarme sobre sus rodillas y a plantarle en plena boca un beso de tornillo de NUEVE minutos.

10: CONFIDENCIAS

“CUANDO SALÍ DE LA CÁRCEL”, comenzó a relatar John en un arranque de sinceridad, tras conseguir liberar su boca de la mía con no pocas dificultades, “nadie confiaba en mí. Sólo veían a un ladrón de caballos, ya ves, yo que los amaba como a nada en el mundo, que les había dedicado mi vida, que era honrado a carta cabal desde que nací. Eso me lo inculcó mi padre y no le habría defraudado por nada del mundo.”

Yo seguía sentada en sus rodillas, mis brazos enlazando su cuello, y permanecía muy atenta a cada una de sus palabras, porque me fascinaba no sólo aquél acento tan suyo sino también su historia: quería saber más de él, mucho más, todo lo que él quisiera contarme. Y parecía que este era el momento de las confidencias. John me miró a los ojos, muy serio.

“Por eso decidí marcharme de allí, para olvidarme de todo y de todos, para emprender una nueva vida, para poner fin a esa pesadilla que me robó nueve años de mi vida. Ahora espero haber encontrado aquí, junto a ti, mi nuevo PRINCIPIO”.

11: ¡ALEGRÍA!

Esa declaración me puso los pelos como escarpias, la piel de pollo remojado y unos ojos que parecían el estanque del Retiro, como mínimo.

"Qué romántico, John", acerté a balbucear antes de volver a pegar mis labios a los suyos con una intensidad que más que un beso parecía una de esas batallas épicas que cualquier TEBEO de superhéroes que se precie debe incluir antes del consabido "continuará", palabreja que a todos nos ha hecho tildar a los autores, en algún momento, de GUSANOS o incluso de cucarachas, al vernos abocados a esperar al siguiente número para averiguar cómo se resolvía el asunto.

Por fin, John logró apartarse de mí los milímetros suficientes para murmurar contra mi boca: "tengo sed". Yo di un salto digno del mejor canguro y corrí a la despensa. Según recordaba, aún quedaba alguna botella de vino de aquella variedad de GARNACHA que mi abuelo había logrado cultivar, con grandes esfuerzos, en estas tierras poco dadas a los viñedos, antes de fugarse con la mujer del panadero y dejar a mi abuela maldiciendo el pan y el vino, y negándose a ir a comulgar a perpetuidad.

"¡Brindemos!" propuse al volver junto a John, con la última botella y dos copas en la mano.

12: INTERRUPCIONES

Pero antes de haber descorchado siquiera la botella, sonó el teléfono. A través del cable llegó hasta mí la inconfundible voz de la abuela ANTONIA anunciando su inminente visita mientras su novio viajaba por negocios al extranjero. “Murcia es taaaaan aburrida estando sola...” me dijo y, aún a distancia, reconocí su característico tonillo picarón. La familia le había retirado la palabra desde que vivía con “ese gigoló”, como lo calificaba mi padre, y yo era la única con la que mantenía contacto, por algo era su nieta favorita.

Evalué a John con la mirada y le confirmé a mi abuela que podía venir cuando quisiera, plenamente convencida de que ambos harían buenas migas.

Apenas había colgado el teléfono cuando sonó el timbre. “¿Y ahora qué?”, gruñí. No era “qué” sino “quién”: nuestro amable cartero RESTITUTO, ya jubilado, aporreando la puerta como si le fuera la vida en ello. Todo tembloroso, me explicó que le enviaba el médico de urgencias del hospital: al parecer, tenían allí a una NÓRDICA histérica con la que no lograban entenderse y, como yo era la única que había estudiado unos años en Finlandia con una beca, a lo mejor lograba averiguar quién era el tal ÚRCULO por quien preguntaba y a quien nadie conocía.

13: UNA EXCURSIÓN INESPERADA

Resoplé, maldije, volví a resoplar y maldije de nuevo. Lo que menos me apetecía en ese preciso instante era despegarme de John, ponerme un grueso abrigo y unas botas aún más gruesas, y dar traspiés por todo el pueblo nevado hasta el hospital para tratar de entenderme con una desconocida en un idioma que no dominaba. ¿Y quién era ese FANTASMA que no aparecía? ¡Úrculo, nada menos, menudo nombrecito! ¿Por qué no lo buscaba el médico de urgencias en vez de meterme a mí en el lío? Al fin y al cabo, no había sido yo quien había perdido un paciente...

Le puse cara de DRAGÓN a Restituto, que me devolvió una mirada de corderito totalmente impropia de tal hombretón pero que -él lo sabía- podía derretir hasta el corazón más pétreo. Miré a John, que me dirigió una sonrisa valerosa y, con un gesto de la mano izquierda, me animó a que me fuera con el ex cartero, mientras con la derecha se apoderaba de su tercera CAJETILLA de la mañana. En serio, teníamos que hablar de ese tema en cuanto volviese.

Así pues, seguí al reumático Restituto, decidida a liquidar el asunto cuanto antes y regresar al nido antes de que irrumpiese en él la abuela Antonia.

14: LA NÓRDICA

Al llegar al hospital entré con cierta RENUENCIA al vestíbulo de urgencias: no tenía ninguna gana de enfrentarme al médico jefe y mucho menos de traducir el idioma intraducible de la nórdica. Y allí estaba ella, inconfundible con su pelo claro y su elevada estatura, acompañada de un perrazo y un loro. ¡Por Dios! ¿Qué chiflado se lleva semejantes bichos a un hospital? Bichos que demostraron ser unos MEZQUINOS cuando yo me acerqué a saludar todo lo amablemente que pude y, de forma ostensible, me dieron la espalda los dos a la vez. A la porra con ellos.

Me centré en la rubia, que a esas alturas estaba más que histérica, y no hacía más que soltar una retahíla de palabras que sonaban fatal, seguidas del nombre "Úrculo, Úrculo" entre sollozos e hipidos. Me puse firme y la mandé callar con un UCASE. Y tuvo suerte de pillarme en un buen día (en gran parte gracias a John), que si no, no se libra de un bofetón.

15: EN EL OJO DEL HURACÁN

El médico jefe de urgencias, un CÍNICO de mucho cuidado, se pasó por allí tan solo para decirme que me dejaba al cargo de todo el asunto. Yo estaba que trinaba: en casa me esperaba John fumando como un carretero, la abuela Antonia a punto de llegar, y yo allí atrapada con la rubia aún sollozante, un Restituto cada vez más encorvado por su reuma, y un Úrculo que seguía sin aparecer. Si hubiera estado en un barco habría trepado a la BOTAVARA como un mono y me habría puesto a chillar como un idem.

OBLITERANDO los lagrimales de la nórdica con un par de contundentes sopapos, que ya le tenía muchas ganas, y enviando a Restituto a sentarse en la cafetería para aliviar el sufrimiento de su espalda, sólo me restaba localizar al tal Úrculo para dar por zanjado el asunto y marcharme a casa, a adherirme otro rato a John.

No contaba con aquellos dos malditos bichos (el gran danés y el loro) que, ante la flagrante agresión a su dueña, me atacaron con saña al mismo tiempo y me dejaron de recuerdo un mordisco en la pantorrilla derecha y un picotazo en la oreja izquierda.

16: ÉRAMOS POCOS...

DIECISÉIS puntos tuvieron que darme entre pantorrilla y oreja. Cuando el enfermero me soltó, al fin, me refugié un rato en la cafetería con Restituto para tranquilizarme y evitar soltarle un capón con DIÉRESIS al loro y un soplamocos con circunflejo al gran danés. El cartero jubilado me miraba con el ceño fruncido y meneaba la cabeza hasta que me decidí a preguntarle qué era lo que le rondaba por la cabeza.

"Nada, hija, nada. Es que estoy viendo que el Úrculo este de las narices nos va a amargar el día. A lo mejor deberíamos llamar a la DIÓCESIS, a ver si el señor obispo sabe algo de él ". Me quedé boquiabierta y ojiplática, y ni me atreví a indagar por qué Restituto suponía que el señor obispo podía saber algo del desaparecido. En todo caso, ya estaba por sugerir que a quien habría que llamar era a la policía y dejarnos de tonterías de una vez, cuando oímos un revuelo en el vestíbulo del hospital y, al asomarnos para averiguar el motivo, nos encontramos a mi abuela Antonia organizando a personal, enfermos y visitantes con sus modales enérgicos que nunca han admitido réplica.

17: MENUDO GRUPITO

En medio de todo aquel JOLGORIO, la abuela Antonia movía a la gente de acá para allá, volviéndolos locos a todos. Tanto era así que descubrí a uno de los enfermeros parapetado bajo el mostrador de recepción para escabullirse de sus tejemanejes, a un paciente con suero empeñado en ocultarse -sin éxito- detrás de la percha que sujetaba el gotero, y al médico jefe refugiado en una habitación contigua bebiendo a GOLLETE de una botella de coca-cola para consolarse de la absoluta pérdida de su autoridad.

Si cuando hizo su juramento, CADUCEO en mano, le hubieran avisado de que en los hospitales de los pueblos pasaban estas cosas -mascullaba entre trago y trago-, se habría planteado ingresar en Médicos Sin Fronteras. Seguro que los negritos le trataban mejor que la señora nazi esta, la loca de los bichos agresivos, y el tipo del nombre raro, que seguía sin asomar la nariz. Aquello parecía un circo.

18: EL QUE FALTABA

La abuela Antonia había terminado de mangonear a todo el mundo cuando apareció una ambulancia. Un par de auxiliares entraron en urgencias llevando en volandas una camilla con un cuerpo inerte. La nórdica emitió un agudo chillido y se precipitó sobre ellos, frenándolos de golpe. "Quite señora", dijo uno, "tenemos que llevar a este hombre al quirófano o se nos muere". La rubia seguía chillando y llorando abrazada al cuerpo, aferrando su mano y pronunciando de nuevo aquel extraño nombre: Úrculo.

Al fin conseguimos arrancarla de la camilla, que prosiguió su veloz camino, y la consolamos como pudimos, o sea mal, porque la pobre estaba hecha polvo, y hasta el gran danés y el loro se habían puesto mustios.

Por lo que supimos después, el hombre celebraba el CHISTE de un amigo en un bar cuando una inoportuna CARCAJADA le atascó en el gaznate los PASTELITOS de crema que se estaba comiendo. Y allí estaba Úrculo, por fin, intentando sobrevivir a la asfixia, mientras la nórdica le lloraba como si ya lo diera por perdido.

Me senté con ella, pero no había forma humana de apaciguarla. La congoja me devoraba a mí también cuando salió el médico y preguntó por los familiares del ahogado. Me temí lo peor.

19: BIEN ESTÁ LO QUE BIEN ACABA

La nórdica se abalanzó sobre el médico y lo zarandeó por la bata blanca hasta que al pobre hombre le castañetearon los dientes. Cuando conseguimos entre Restituto y yo que lo soltara, el galeno pudo explicar que Úrculo seguía vivo aunque tardaría unos días en recuperarse del todo: de momento su aspecto era ligeramente ACHAPARRADO, ya que el intenso dolor de garganta le obligaba a estar encorvado, y todavía no podía recibir visitas.

Restituto y yo acompañamos a la rubia hasta la UCI y allí la dejamos, con la nariz pegada al CRISTAL, a través del cual le gritaba al convaleciente frases cariñosas (supongo, porque yo seguía sin entender una palabra de lo que decía). A continuación me despedí de Restituto, cogí a la abuela Antonia del brazo y me la llevé para casa, que ya tenía ganas de ver a John para comprobar que no había incendiado la cocina con uno de sus pitillos (le dije a la anciana) y, por qué no (pensé para mi coleto), para estamparle en los morros un buen beso de esos que te dejan más débil que cuando te pica un FLEBOTOMA y te saca la mitad de la sangre.

20: RETORNO AL HOGAR

Al salir a la calle nevada en plena noche (qué barbaridad, nos habíamos pasado allí dentro todo el día, menudo desperdicio) la abuela Antonia y yo íbamos dando un traspié tras otro, no sólo por las heladas condiciones del suelo, sino también por la escasa luz de las farolas: si yo era NICTÁLOPE ella lo era más aún, así que avanzábamos muy despacio. A pesar de la prisa que yo tenía por regresar junto a John, no quería tener que volver al hospital por una pierna rota.

Al llegar -por fin- a casa, nos encontramos con todas las luces encendidas: parecía un MUSEO en noche de apertura extraordinaria y temí que, al abrir la puerta, saliesen de estampida dinosaurios, faraones y soldados romanos en miniatura.

Pero no, el único que salió a recibirnos fue John, con una cerveza en una mano y un plato de patatas fritas coronadas por una SALCHICHA en la otra. "He preparado la cena" dijo, todo sonriente. Lo miré con ojos tiernos -muy, pero que muy tiernos-, derretida por las promesas que adivinaba en esa sonrisa ladeada y picarona.

Sólo el brazo de la abuela Antonia, aún agarrado al mío, me contuvo para no lanzarme sobre él allí mismo, en el porche cubierto de nieve.

21: COLOFÓN

Yo, sordo sopor, hongo borroso, doloroso otoño no ortodoxo.

John, horóscopo horroroso, fósforo mohoso, tordo monocromo con poco sol.

Los dos, hombro con hombro o codo con codo, octópodo oloroso, monólogo jocoso, todo color.

Publicado por capítulos en el blog "Leer en la nube" (Club de Lectura de las Bibliotecas Municipales de Leganés),  durante agosto de 2023

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