Ernesto entró en el salón justo cuando yo terminaba de colocar en todo lo alto del abeto la estrella navideña. Su gruñido sordo me golpeó la espalda como un martillo en el yunque.
- No sé por qué te empeñas en utilizar todos los años los mismos adornos viejos y cutres. Desde que vivimos juntos no has puesto ninguno nuevo.
“A lo mejor ya va siendo hora”. Ese pensamiento se filtró en mi cerebro con total naturalidad y dejé que me empapase como la lluvia que caía suavemente al otro lado de la ventana.
La caja que había contenido los ornamentos reposaba a un lado, vacía: era el momento de revisar que todo estuviera en su lugar. Rocé con las yemas de los dedos una bola plateada salpicada de puntitos nevados. Siempre fui la favorita de la abuela, todos lo sabían. Di un leve toquecito con la uña a la bola contigua, de color gris oscuro y surcada de finas estrías horizontales. El abuelo también lo sabía y los celos se le escapaban por los ojos, arrugándole el rostro y el carácter. Acaricié apenas la bola verde que ocupaba la posición central. Mamá era mi confidente, mi aliada en aquella casa marcada por el odio. Pasé la mano de largo ante la bola azul marino aunque ardía en ganas de darle un buen empellón y estamparla contra el suelo. Pero me contuve, lo que tantas veces debería haber hecho papá y nunca hizo. Repasé uno a uno los adornos que colgaban de las ramas evocando un rostro, una mirada, una frase. Por último, como cada año, me detuve ante la estrella de la cima, que brillaba con luz propia, igual que la sonrisa de mi dulce hermanita, la que se nos fue con tan sólo seis meses de unas fiebres malignas. Le mandé un beso volador y la estrella se balanceó un instante al recibirlo.
Luego eché una mirada fugaz a Ernesto que, siguiendo su costumbre, se había apoltronado en el sofá y leía el periódico, sin dejar de mascullar sus críticas y quejas contra todos y contra todo. ¿En qué momento se me ocurrió enamorarme de semejante espécimen? ¿Tan ciega estaba yo o es que él había cambiado como de la noche al día? A estas alturas, la respuesta a esa pregunta me resultaba del todo indiferente. Hice una mueca de disgusto ante el color rojo chillón de su jersey -tejido por su madre, cómo no- y me dirigí a la cocina a ultimar los detalles de la cena: nuestros invitados no tardarían en aparecer.
Cuando las dos parejas de amigos llegaron, les extrañó no ver a Ernesto en su lugar habitual del sofá. Su insistente curiosidad sólo obtuvo como resultado la concisa declaración por mi parte de que ya no le verían más. Todos asumieron que habíamos roto y yo no les contradije.
Tras una primera copa y un poco de charla insustancial, me dispuse a servir la cena de seis para los cinco. Al salir de la cocina con la bandeja del pavo asado a las hierbas, el favorito de Ernesto, una invisible ráfaga de aire agitó con violencia la nueva bola que colgaba en la parte más baja del árbol, la de color rojo chillón.
Publicado en la revista electrónica "Papenfuss" (Especial de Navidad, diciembre 2023)
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