- No me fastidies, ¿es que no la podéis hacer un poco más grande?
El director suspiró. A esas alturas de la película, el presupuesto iba ya muy ajustado y no estaban para malgastar tiempo y dinero en rehacer el atrezo.
- Venga hombre, no exageres, que no es para tanto.
César, protagonista absoluto y héroe indiscutible de la película, se giró hacia él. Sus ojos, muy abiertos bajo las cejas arqueadas, echaban chispas.
- ¿Que no es para tanto? Tú sabes que tengo claustrofobia. No pienso meterme ahí.
El director se mordió la lengua y adoptó un tono paciente y calmado, aunque bien sabía Dios lo que le estaba costando contenerse.
- Van a ser apenas unos segundos, en serio. Llegas a la carrera, las balas silban a tu alrededor, no estás para perder el tiempo. Te zambulles en la esfera, la puerta se cierra, cortamos la toma y te sacamos.
- Lo de “la puerta se cierra” no me convence nada -masculló César, entre dientes. Sus ojos seguían relampagueando peligrosamente-. ¿No se puede quedar abierta?
El director se pellizcó el puente de la nariz con dos dedos, tratando de reunir los últimos jirones de su concentración, que había mermado considerablemente desde el inicio de aquella discusión con su estrella.
- A ver César, cómo te lo explico. ¿Funciona tu lavadora si dejas la puerta abierta? No, ¿verdad? Pues una máquina del tiempo tampoco.
- Pero esta es de mentira, caramba, podría funcionar con la puerta abierta, como la nevera.
El director chirrió los dientes y, con un gesto de la mano, dio por zanjado el debate.
- No se hable más. Vas a entrar ahí, se va a cerrar la puerta y no va a pasar nada. ¿Estamos?
César dio media vuelta y se alejó rezongando. El director suspiró una vez más antes de enfocar su atención en otra cosa.
Al fin, todo estuvo dispuesto y el consabido “¡Acción!” resonó en el plató, seguido de inmediato por la llegada de César, que huía veloz de sus perseguidores. Sólo el director advirtió la mínima fracción de segundo que el intrépido aventurero dudó antes de arrojarse de cabeza al interior de aquella reluciente esfera, cuya puerta se cerró con un ominoso “clac”.
Un “clac” que resonó como un disparo de obús del quince en el cerebro de César, que sintió cómo la súbita oscuridad le aferraba y le engullía. Manoteó desesperado, asfixiándose, hasta que sus dedos localizaron por fin una manilla, que cedió y le permitió abrir la puerta. Boqueando, se lanzó al exterior y se revolvió para patear la maldita esfera. Pero lo que chocó contra su pie no fue una bola de metal pulido sino un recio armario de madera oscura.
César parpadeó, confundido. “¿Qué demonios....?” Miró a su alrededor, buscando al director para reiterar sus protestas, pero todo el equipo técnico había desaparecido. No quedaba nadie: estaba solo en una estancia sombría, de la cual hasta los colores parecían haber huido, dejando atrás únicamente el blanco y el negro. Caminó hasta la puerta y, al otro lado, halló una sala lujosamente decorada en la que un hombre de pelo engominado le calzaba un soberbio bofetón a una rubia en traje de noche. “Perdón”, murmuró, casi para sí mismo, mientras cerraba de nuevo la puerta y se dirigía al único ventanuco de la pared opuesta. Limpió con la mano el polvo del cristal y pudo vislumbrar entre la niebla a un tipo con gabardina y sombrero caminando junto a un gendarme bajito mientras una avioneta se elevaba en el cielo nocturno.
A toda prisa, César regresó a la puerta, rezando para que el hombre y la rubia hubieran terminado su tête-à-tête, y se encontró con que el salón de fiestas había mutado en una regia escalinata curva por la que descendía una mujer envuelta en una túnica y rodeada de policías. Desconcertado, se las compuso para escabullirse entre aquella pequeña multitud y salir al exterior, donde estuvo a punto de ser atropellado por una pareja que hacía eses montada en una vespa. Al saltar a un lado para esquivarles, se golpeó con algo rígido. Unos gritos le hicieron volverse para contemplar, atónito, cómo una mujer con un ridículo sombrerito se balanceaba en el extremo superior de una escalera de mano mientras un hombre con bata blanca trataba de ayudarla desde lo alto del esqueleto de un enorme dinosaurio. Y, detrás de tan singular escena, en la lejanía, pudo distinguir un imponente edificio en cuya cúspide se agitaba un gigantesco simio, lanzando manotazos a diestro y siniestro para espantar los avioncitos que lo acosaban.
César sintió un nudo en el estómago. “Me estoy volviendo loco”, pensó, aterrado, y echó a correr sin rumbo, hasta que unas lianas que colgaban de ninguna parte le cerraron el paso. Un peculiar alarido resonó muy cerca, justo antes de que un salvaje en taparrabos cruzase ante él trotando a lomos de un elefante. Aquello fue demasiado: César soltó un chillido y se giró tan bruscamente que perdió el equilibrio y cayó dentro de una bañera. A través de la cortina de agua que salía de la ducha vio un cuchillo descendiendo veloz hacia él y, con un último aullido desgarrador, se desmayó.
Unas voces repitiendo su nombre con insistencia fueron abriéndose paso, poco a poco, en su consciencia. Parpadeó, aún aturdido, y cuando consiguió enfocar la vista comprobó que allí estaba de nuevo el plató, con toda su parafernalia de cámaras, focos, operarios... y el armario volvía a ser una esfera metálica. Apartó de un manotazo al director, que le palmeaba el rostro con ahínco, se incorporó y suspiró, aliviado, al mirarse la ropa: los colores también habían regresado, gracias a Dios. Miró alrededor con una gran sonrisa, le alegraba tanto estar de vuelta que todo le parecía maravilloso.
Todo, menos aquella máquina infernal. Extendió hacia ella un dedo acusador y sentenció:
- La pago yo, pero ya me estáis
haciendo otra maquinita más grande, a ser posible con ventana. Y que
no tenga forma de armario, por favor.
Finalista del VIII Premio de Relato Breve "La Gran Ilusión" de los Cines Renoir (noviembre 2023)
No hay comentarios:
Publicar un comentario