Sebastián no era sociable. Ya de niño, sus padres se habían resignado a que pasara todas las tardes solo, encerrado en su cuarto. No le gustaba salir con amigos, de hecho nunca había llevado a casa a ningún chico de su edad al que se pudiera aplicar ese calificativo. En el instituto, ninguna de las conversaciones de sus compañeros conseguía captar su interés: ni los últimos videojuegos del mercado, ni el estreno de una nueva película de acción, ni los encantos de tal o cual muchacha.
Con motivo de las comidas familiares en las que se reunían primos y abuelos, tíos y hermanos, él siempre hacía el obligado acto de presencia; su figura desgarbada deambulaba brevemente entre los invitados y, al menor despiste, ya había desaparecido y no se le volvía a ver el pelo. Su madre le disculpaba con estoica sonrisa: “tiene que estudiar” o “le duele la cabeza”, pero todo el mundo pensaba que era rarito.
Incluso él se sentía rarito. Encerrado en los limitados confines de su cuarto, no tenía más que mirar por la ventana para soñar mundos insólitos; podía imaginar criaturas a cuál más fantástica tan sólo contemplando las siluetas que el atardecer sombreaba en las paredes; si cogía un lápiz y un papel, era capaz de esbozar complejas máquinas tan inútiles como fascinantes o de diseñar edificios imposibles. Sebastián era consciente de su terrible soledad pero no conseguía reunir el valor necesario para salir de su caparazón en busca de un alma gemela que, en el fondo, sabía inexistente.
Pasaron los años y Sebastián, que se negaba a ser una carga para sus padres, se planteó buscar un empleo que le proporcionase independencia, tema bastante complicado dadas sus nulas habilidades sociales. Así, empezó a acudir a entrevistas de trabajo en las que, invariablemente, la etiqueta de “rarito” que le acompañaba desde la infancia resurgía una y otra vez, no plasmada en palabras pero sí planeando sobre su cabeza como un pájaro de mal agüero. A veces, a Sebastián le entraban ganas de lanzarle al imaginario pajarraco un zapato o un pisapapeles, pero era muy consciente de que eso empeoraría aún más la situación y no quería que la etiqueta mudase de “rarito” a “chiflado”, así que soportaba estóicamente los graznidos burlones que sólo él escuchaba y se conformaba con la callada satisfacción de pisar la sombra de las alas del fastidioso ave al caminar.
Después de cada reunión fallida, Sebastián deambulaba por las calles hasta el anochecer y, cuando el sol se zambullía tras los edificios, enfilaba hacia un club de jazz: siempre le tranquilizaba sentarse frente a un capuccino y un pedazo de tarta mientras escuchaba la actuación de turno. Había descubierto el local por casualidad y, tras sucesivas visitas, había llegado a aficionarse hasta el punto de que muchas noches pedía una segunda ración de tarta y se quedaba también al pase siguiente. Los camareros tenían mucho trabajo y no se detenían a conversar con él más que lo justo para ser amables, lo cual Sebastián agradecía infinito: allí su timidez pasaba desapercibida, incluso le parecía que se difuminaba un tanto con cada nota de aquella música profunda y aterciopelada. Y, de vez en cuando, algún toque de trompeta especialmente sonoro o un redoble de platillos más vibrante de lo habitual hacían estremecerse al pajarraco que, incapaz de superarlos con sus graznidos, echaba a volar y lo abandonaba. En esos fugaces momentos, Sebastián era como el resto de la gente, no se sentía distinto, y podía atisbar esa normalidad que le había sido negada desde la cuna.
Y fue durante una de esas noches de concierto, con el contrabajo punteando los delicados matices de una tarta de queso y el saxo resbalando suavemente sobre su eterno capuccino, cuando hizo el descubrimiento. Jugueteando con una inocente servilleta de papel, la mente puesta en la música, los pies llevando el ritmo contra el suelo, sus dedos desplegaron una sorprendente e insospechada habilidad: la de transformar un simple pedazo de papel en un sencillo barquito. Intrigado, tomó una servilleta nueva y la llenó de dobleces al azar, sin ninguna intención concreta, dejándose llevar por la melodía que flotaba en sus oídos. Al terminar, uniendo los laterales, tirando de las esquinas y aplicando presión en el centro, surgió de aquel confuso maremágnum la silueta algo tosca pero perfectamente identificable de un cisne.
Asombrado y emocionado a partes iguales, aplicó todas sus energías desde ese instante a su nuevo talento. Compró montones de papel de distintos tamaños, texturas y colores, y se sumergía a diario en una febril actividad, recortando, doblando, dando forma. Sin embargo, en su casa no conseguía que ninguna de aquellas cuartillas tuviese una apariencia reconocible, tan sólo las figuritas que confeccionaba en el club, a golpe de tarta y de jazz, llegaban a buen puerto. Poco a poco, los camareros y algunos clientes habituales comenzaron a interesarse por su afición, preguntándole quién le había enseñado o cuánto tiempo dedicaba a practicar. Sebastián no respondía pero a cada uno le regalaba una de sus creaciones: a éste un elefante, a aquél un dinosaurio, el aparcacoches le pidió una mariposa para su novia y la jefa de repostería, un pajarito para su hijo pequeño. Un camarero le mostró al encargado el caballito de mar que Sebastián le había hecho una noche de red velvet y clarinete, y el encargado se sentó a charlar con el muchacho, aunque apenas logró arrancarle algunos monosílabos. El resultado de aquella conversación -soliloquio, más bien- fue que Sebastián obtuvo una mesa permanente para disfrutar de cuantos capuccinos, tartas y conciertos gustase, a cambio de decorar el local con sus figuritas de papel.
Pronto, cada centímetro del recinto estuvo cubierto de una frondosa selva de plantas exóticas habitada por todo tipo de animales, reales y fabulosos, grandes y pequeños, a rayas y de lunares, rosas, verdes y azules. Aquello ya no era un club de jazz, era todo un cosmos pletórico de vida. Vida de papel.
Los camareros servían las copas esquivando a la manada de ciervos que correteaban entre las mesas, todas ellas engalanadas con flores diferentes. Sobre la barra, una jirafa masticaba con parsimonia las hojas que colgaban en racimos del mostrador de las botellas, ignorando impávida a un par de ranas que chapoteaban bajo el grifo de la cerveza. Varias ardillas de enorme cola se perseguían sin tregua, subiendo y bajando por todas las sillas del local, vacías o no, con el consiguiente regocijo de sus ocupantes. Tampoco el escenario se libraba de esta invasión: una familia de conejos de largas orejas dormitaba a la sombra del baobab que ahora ocupaba toda la parte trasera, y una pandilla de monos, encaramados sobre el piano, saltaban entre chillidos hasta que el tigre que tomaba el sol arrellanado junto a las cristaleras los dispersaba con un potente rugido cuando aparecían los músicos.
Sebastián abrió las manos y dejó que un dragón recién terminado desplegara sus alas, se elevase directo hacia el techo y ejecutase un par de impecables piruetas antes de descender en picado hasta posarse en el hombro del pianista, justo cuando éste pulsaba la última nota de una animada melodía. El hombre le guiñó un ojo a Sebastián mientras el dragón saludaba con una reverencia al público, que aplaudía a rabiar la actuación y las acrobacias.
Sebastián sonrió, feliz. Estaba exactamente donde quería estar, rodeado de sus criaturas, en su propio mundo. Su mundo de jazz y de papel.
Finalista del IV Certamen de Relato y Poesía de Encinas Reales (noviembre 2023)
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