Yo siempre había sido muy urbanita.
Desde pequeña, me gustaba el tumulto de las gentes apiñadas por las
calles, sentirme parte de una multitud abigarrada que va y que viene
como un gigantesco océano humano, dejarme llevar por esas aguas
turbulentas con abrigos de lana y bufandas en invierno, con camisetas
de tirantes y sandalias en verano.
Desde mi cuarto se podían oír toda
clase de ruidos: el chirrido del autobús al frenar en la parada y
sus resoplidos al volver a arrancar cuesta arriba; el claxon
impaciente de un conductor bloqueado por otro aparcado en doble fila;
el estruendo metálico de los cierres de los comercios al abrir por
la mañana o al cerrar por la noche; los gritos alborozados de los
niños jugando a la pelota en la acera y los gritos indignados de sus
madres desde la ventana cuando irrumpían en la calzada sin mirar, en
pos del balón fugitivo. Pero eran sonidos cotidianos, formaban parte
de mi vida diaria y no me molestaban, más bien tenía que hacer un
esfuerzo consciente para fijarme en ellos: el silencio me era ajeno.
Hasta que un glorioso día, un grupo
de amigos me invitó a ir con ellos de excursión. No estaba yo muy
convencida: nunca había sido lo que se dice una entusiasta del
campo, era más bien patosa caminando por terrenos cuajados de
piedras y matorrales, mi resistencia a las largas marchas era muy
limitada, y las picaduras de los bichos -consustanciales al entorno
silvestre- me producían engorrosas reacciones alérgicas. Pero
insistieron y, ante las reiteradas promesas de paisajes idílicos,
saludables vitaminas solares, y aire puro para abrir el apetito, me
dejé persuadir y me dispuse a pasar una jornada en la sierra.
La salida tuvo lugar recién
estrenada la primavera, cuando las mañanas aún son frías pero el
sol ha ganado ya en fuerza y en altura, y el centro del día provee
un ambiente sumamente propicio para extender una manta en medio de un
prado y echarse un bocadillo entre pecho y espalda. La senda que
habían elegido mis compañeros serpenteaba entre frondosos pinares,
con la música de fondo de los arroyos acompañando, solícitos,
nuestro caminar con su rumorcillo cantarín. La caminata no fue tan
penosa como yo había conjeturado, quizá por la camaradería que
imperaba en el grupo, quizá por la serena belleza del paisaje,
seguramente por la combinación de ambas cosas. Desde luego, el
bocadillo de jamón con tomate a media mañana se me antojó el más
delicioso que había comido jamás y animó mi espíritu hasta cotas
insospechadas.
Lo que más me asombró fue el
silencio que todo lo impregnaba. En un momento en que me quedé algo
rezagada reajustando los cordones de mis zapatillas, y las
conversaciones de mis amigos no eran más que un eco distante, me
intimidó el absoluto vacío que llenaba mis oídos. Era una
sensación pesada, contundente, que me obligó a chasquear los dedos
para comprobar si no me había atacado una repentina e insólita
sordera.
Una ardilla cruzó el sendero a la
carrera, se detuvo por un instante a observarme, torció la cabeza,
inquisitiva, y meneando los bigotes pareció decidir finalmente que
yo no era peligrosa; reanudó su camino hacia un grueso árbol por el
que trepó con asombrosa agilidad y desapareció en las alturas,
entre el follaje. Me quedé mirando la bóveda de un verde intenso
que se cernía sobre mi cabeza, un techo de hojas que susurraban con
la leve brisa, cantando arcanas melodías hace tiempo olvidadas por
el ser humano, tamizando con su danza los rayos solares para crear
una cortina siempre cambiante de chispas luminosas.
En ese instante decidí que el
verde, la enseña del bosque, iba a ser mi color.
Alcancé a mis camaradas, que me
requerían a voces, y me uní a su conversación desenfadada, pero me
guardé para mí la sutil transformación que había causado en mi
ánimo aquella expedición.
Al regresar a casa, noté que el
cambio era mayor de lo que había supuesto: echaba de menos el
silencio rotundo de la floresta, y los ruidos urbanos que antes
asumía como naturales ahora me irritaban. Tardé varios días en
readaptarme a mi rutina habitual y a menudo me sorprendía evocando
los colores y el sosiego de aquella arboleda.
De manera que, en cuanto mis amigos
anunciaron una nueva excursión, no perdí un segundo en apuntarme.
En esta ocasión fue imposible cuadrar fechas hasta bien entrado el
verano, por lo que la ruta elegida varió sensiblemente: sus inicios
también transcurrían entre centenarios árboles pero finalizaba en
un espectacular mirador, desde donde podíamos contemplar a placer el
cordón de la serranía, tintada de una amplia variedad de matices de
verde, y salpicada por ocasionales bandas ocres y alguna que otra
pincelada gris.
A nuestros pies un embalse sesteaba,
indolente, al despiadado sol del mediodía, que arrancaba de su
quieta superficie destellos diamantinos, prometiendo frescura y
alivio en el más que caluroso día. Aquel espejo de resplandeciente
lapislázuli pulverizó mi anterior determinación y mi color
favorito mudó prontamente del verde al azul.
El problema con los sonidos de mi
entorno cotidiano, a nuestro regreso a la agreste civilización, se
agudizó visiblemente: sustituir el trino de los pájaros por los
bocinazos de los coches, el canto de las cigarras por los gruñidos
de los autobuses, y el suave crujir de las ramas secas bajo mis
deportivas por la brutal cacofonía del camión de la basura estuvo a
punto de provocarme una apoplejía mientras intentaba, en vano,
conciliar el sueño en mi sofocante habitación sin vistas a la
bóveda estrellada.
Sobreviví a duras penas hasta el
otoño. Cuando eché un vistazo al calendario y conté, desalentada,
todos los cuadritos que quedaban por tachar para llegar de nuevo a la
primavera, me apresuré a proponer una escapada en el puente de los
Santos. Debo reconocer que no encontré apenas oposición entre mis
entusiastas amigos y poco después ya transitábamos de nuevo por
veredas serranas.
¡Ah, los colores otoñales! Una
sinfonía de rojos, castaños, amarillos, anaranjados, bermellones,
pardos y dorados, todos juntos en caótica armonía. Los bosques de
noviembre podrían hacer palidecer, sin esforzarse siquiera, la
paleta mejor surtida de un pintor cualquiera. Mirase donde mirase,
mis ojos tropezaban con un tono o un matiz que no había visto antes.
Y aquel bendito silencio... aunque,
curiosamente, el silencio del otoño se oía distinto del primaveral
o del estival, al igual que el aire tenía un olor diferente, propio
de cada estación. Esta vez volví a casa decidida a no dejarme
intimidar por los ruidos de la ciudad ni del barrio ni de mi calle,
ni siquiera de los vecinos de abajo, cuyo hijo adolescente acababa de
inaugurar la costumbre de aporrear una guitarra eléctrica a todas
horas para “deleite” de la comunidad. Pero me mantuve firme,
recalculando cada mañana el tiempo que faltaba para las vacaciones
navideñas, fechas entrañables en las que teníamos prevista otra
excursión.
Lo de los colores lo tuve más
difícil: estaba claro que la era del azul había caducado, igual que
en su momento prescribió la del verde, pero ¿cuál sería el nuevo
favorito? ¿el rojo? ¿el naranja? ¿el amarillo? ¿quizás una
combinación de todos ellos? Indecisa por naturaleza, tomé el camino
más fácil y dejé la sentencia en suspenso hasta la salida
invernal: algo me decía que, si teníamos la fortuna de que nevase,
el elegido sería el blanco.
Y así fue. Los hados estuvieron de
nuestra parte y unos días antes de la anhelada expedición cayó una
fuerte nevada sobre la sierra y sus aledaños, circunstancia que nos
obligó a modificar nuestro medio de transporte. Si el trayecto en
coche, serpenteando curvas, subiendo y bajando puertos, cruzando
puentes y atravesando arboledas, me había parecido maravilloso, el
recorrido en tren por las níveas laderas boscosas me conquistó
definitivamente.
La blancura de las cumbres y los
valles resultaba cegadora. Las siluetas de los pinos con su trémulo
manto invernal, que se desprendía aquí y allá formando esponjosos
montones a sus pies, se diluían en la nevisca que empezaba a
revolotear de nuevo en el aire, como si quisieran esconderse de ojos
indiscretos.
Di unos pasos y el crujido de mis
pies sobre el blanco elemento me llegó amortiguado, como en sordina.
El silencio era tan profundo que los oídos me dolían. ¿Cómo iba a
poder soportar en adelante la rutina diaria? Fue en ese preciso
instante cuando tomé la decisión que cambiaría el rumbo de mi
vida: no iba a volver. Me buscaría una casa por los alrededores y
llegaría a un acuerdo con mi jefe para teletrabajar desde allí, en
lugar de tener que soportar dos veces al día los atascos de la M-30
o las aglomeraciones del metro en hora punta. Y ya no tendría que
dar vueltas y más vueltas por un ridículo parquecillo para hacer un
poco de ejercicio, sino que contaría con kilómetros de caminos y
vericuetos por explorar. La imagen de un asno atado a una rueda de
molino transmutado de pronto en un felino corriendo en libertad por
la sabana me plantó una sonrisa en la cara congestionada por el
frío.
Y aquí estoy, en una adorable
casita de campo, con un modesto jardín al otro lado de la puerta y
una vasta sierra al alcance de la mano. Casi todos los fines de
semana me visita algún familiar o algún amigo y los llevo a pasear
por estos parajes que ya conozco como si fuera de la tierra. Y es que
me siento de la tierra, de esta tierra escarpada y generosa, salvaje
y reposada, de esta tierra magnífica.
Y en cuanto a los colores... he
renunciado a tener un solo favorito. Si la naturaleza los tiene
todos, ¿por qué yo voy a ser menos?
Segundo Premio
en el IV Certamen Literario "Álvaro de Bolaños", organizado
por las Juventudes Socialistas de Bolaños (Bolaños de Calatrava, Ciudad Real), junio 2024