viernes, 21 de junio de 2024

A LA DERIVA

En la cama pensé que era un ingenuo por la manera de tomarme la mano, de hablarme con tanta suavidad, como si tan sólo con sentarse a mi vera y derrochar palabras bonitas fuera a conseguir algo. Pero no era tan fácil rescatarme de aquel océano de sábanas blancas en el que flotaba, inmóvil, a la deriva. Médicos, enfermeros y sanitarios navegaban a mi alrededor sin lograr acceder a ese peñasco que era mi consciencia y que apenas acertaba a asomar un tímido vértice entre las procelosas aguas del coma en el que había naufragado hacía cuatro meses ya.

Por más que lo intentaba, me veía incapaz de producir algo más que un leve parpadeo ocasional que, la mayoría de las veces, pasaba desapercibido por completo a todos cuantos me rodeaban, incluido él mismo, ocupado como estaba en detallarme los viajes que teníamos pendientes, las maravillas que aún nos quedaban por descubrir, la camada de gatitos que aguardaba en algún ignoto lugar a que yo los adoptase, los hijos que aún estaban por llegar.

Hijos. Nada más y nada menos. Después de años de torearme, de darme largas, de enumerar exhaustivamente todos y cada uno de los inconvenientes de tener, según sus propias palabras, “una ristra de mocosos invadiendo nuestra intimidad y lastrando nuestras idas y venidas”, como si alguna vez fuéramos a algún sitio, como si no me pusiera cien excusas cada vez que yo intentaba organizar una escapada más allá de aquella última frontera marcada por el pueblo de sus padres, como si no me hubiera dicho mil veces que para conocer mundo no hace falta salir de casa teniendo Internet, que los partidos de tenis se ven mejor en la televisión que en la pista, que pudiendo colgar en la pared del salón un puzzle de adorables gatitos, a quién se le ocurriría tener en casa uno de verdad, con el trabajo que dan.

Y ahora, su voz hería mis oídos con promesas huecas hechas con esa boca pequeña, muy pequeña, diminuta, que estaba convencida de que se haría enorme para desdecirse sin perder un segundo de todas y cada una de ellas, en el caso de que yo me dignase a despertar de este extraño sueño sin sueños. El médico le había animado a hablarme para mantener tenso ese delgado hilo que aún me unía a la vida. Pero cada palabra que él pronunciaba, cada proyecto que esbozaba, cada castillo que construía en el aire con naipes marcados, llevaba el inequívoco sello del fracaso.

Curiosamente, tendida en aquella cama de hospital, inerte, me sentía más viva que nunca. Empecé a pensar que, más que ingenuo, ese hombre al que había soportado durante doce largos años era un infeliz. Y en lugar de verle como mi tabla de salvación, se me apareció con total claridad como un bloque de cemento que iba a arrastrarme a las profundidades de una rutina tan indeseada como aterradora.

Una marea de rebeldía se alzó, imparable, magnífica, para romper estruendosa contra el escollo de mi consciencia y sepultarlo bajo las olas de mi determinación, alejándolo definitivamente de él, poniéndolo a salvo de sus garras de hielo, de su ingenuidad o de su incompetencia o de su miseria, a esas alturas ya me daba igual. Y con el único filo de mi voluntad, corté aquel maldito hilo que me ataba a él y volé libre, abandonando tras de mí sus lágrimas de cocodrilo.

Ganador de la XI edición del Certamen de Relato Corto "Madrid Sky" organizado por el Grupo de Escritores "Primaduroverales" (Madrid), junio 2024


 

5 comentarios:

  1. Pues... qué decir. Nada, no digo nada. Deja que lo siga saboreando.

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    1. Gracias por comentar, Margarita. Besazo y saborea a gusto.

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  2. Vaya, Ana María, qué estupendo. Me quedo releyéndolo para captar los matices. Enhorabuena😘

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    1. Salgo como “Anónimo”, qué misterio… Soy Aurora Rapún☺️

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    2. Te agradezco mucho la lectura, la relectura y el comentario, Aurora. Un abrazo.

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