El Rey Blanco andaba inquieto. Llevaba unos días observando un comportamiento un tanto peculiar en su Dama: sigilosas escapadas nocturnas del estuche de madera labrada en el que dormían todos, acoplados en sus moldes de gomaespuma a medida; sospechosas caídas de ojos durante las partidas, cuando se suponía que él estaba distraído en el otro extremo del tablero; acercamientos indebidos a tal o cual ficha enemiga, poniendo en riesgo su integridad innecesariamente, sin un propósito definido.
Esa tarde, en el confrontamiento semanal de doña Emilia con el vicario, había llegado al extremo de rechazar la escolta de peones que el buen hombre había tenido a bien proporcionarle por su propia seguridad, en una situación de peligro inminente. Él, que se había enrocado, como mandan los cánones del decoro y de la prudencia ante una estrategia tan agresiva como la que estaba desplegando doña Emilia en esta ocasión, haciendo al pobre vicario sudar tinta y replegarse en todos los frentes, se quedó anonadado al ver a la Dama Blanca en medio del tablero, completamente sola: había puesto en fuga con muy malos modos a los pobres peones, que no habían tenido otro remedio que precipitarse hacia delante para salvaguardar el honor y la vida de su Reina, sacrificando la suya propia en el intento. El Rey Blanco, más pálido de lo habitual, clavaba las uñas en la Torre que lo resguardaba y que, sufrida como era, aguantaba estoicamente el violento ataque de ansiedad de su señor sin pronunciar una sola palabra.
No había duda de que la Dama Blanca tenía arrestos: la escabechina de peones había dado como resultado un apretado cerco de fichas negras en torno a la orgullosa pieza coronada, que permanecía inmóvil en su casilla, mirando al frente sin inmutarse. El Rey Blanco escrutó los rostros de los enemigos que rodeaban a su esposa, tratando de interceptar una mirada de entendimiento, un gesto cómplice, un guiño fuera de lugar que le diera una pista sobre la identidad de la inmunda rata que trataba de destrozar su matrimonio. Porque había llegado a la conclusión de que ése era el asunto: estaba convencido de que su Dama había caído bajo el hechizo de alguna de las piezas contrarias, que aspiraba a sustituir su regia corona por una infame cornamenta, si es que no lo había logrado ya.
Sus ojos saltaron del orgulloso hocico del Caballo al pétreo semblante del Alfil y de éste a las facciones algo más amables de la Torre Negra, sobrevolando los rasgos de un par de peones sin parar mientes en ellos: seguro que la altivez innata de su Dama no le permitiría en ningún caso tener una aventura con uno de aquellos insignificantes seres. Pero no consiguió detectar nada anormal, más allá de ceños fruncidos en obligada concentración o de intimidantes sonrisas llenas de dientes que acobardarían al más pintado, no así a su Reina, que achicaba los ojos en cuidadosa evaluación de sus posibilidades de supervivencia si embestía a tal o cual ficha.
El vicario, hombre prudente donde los haya, decidió enviar al Alfil Blanco en auxilio de tan valiosa y amenazada pieza, en lugar de dejar que fuera la Reina quien asumiera su propia defensa. El Rey Blanco pudo percibir, incluso desde la distancia, el furor que embargó a su querida esposa, poco dada a dejar que fueran otros los que sacasen sus castañas del fuego. Un rápido cuchicheo entre ella y el recién llegado le puso en alerta: ¿habría estado enfocando su atención en el color equivocado? Había dado por supuesto que, si se daba el caso, la puñalada que atravesaría su corazón provendría de una pieza negra, ya que le constaba la profunda devoción que sus propios súbditos le profesaban, lo cual debería impedirles toda traición hacia su persona. No obstante, esa misma devoción elevada a la enésima potencia empujaba sus corazoncitos de marfil hacia la Reina Blanca, a la que adoraban más allá de los límites de la razón.
Jamás había tenido que plantearse semejante disyuntiva pero, llegado el momento, si alguno de sus fieles vasallos se viera en el apuro de tener que elegir entre uno de los dos, ¿por cuál se inclinarían? ¿Serían capaces de traicionar a su Rey por albergar entre sus brazos las formas suaves y delicadas de su Soberana? ¿Se rendirían a sus encantos olvidando los desvelos de su eterno protector? Aunque, si lo analizaba más en detalle, debía reconocer que en realidad eran las restantes piezas las que le protegían a él, siempre enclaustrado en una diminuta parcela de casillas al fondo del tablero, siempre limitado por su impuesto andar pausado, siempre rodeado de sus más incondicionales evitando todo contacto con el enemigo, siempre aislado en cuerpo y alma.
Una suerte de congoja le fue subiendo por el pecho hasta aflorar a sus ojos en forma de borrasca con elevada probabilidad de precipitación. En otras palabras: el augusto Rey Blanco estaba a punto de echarse a llorar en un lamentable arrebato de autocompasión. La Torre, siempre pendiente de guardar las formas, le asestó un fuerte codazo en las costillas, que le hizo soltar un “ay” muy poco regio acompañado de un improperio que aún lo era menos. La Torre le dedicó una mirada ceñuda, muda advertencia de que se comportase debidamente ante la inminente llegada de una delegación del bando rival.
El Rey Blanco, espantado, cayó en la cuenta de que, mientras él se entregaba a sus divagaciones, el centro del tablero se había despejado y ahora tanto las fichas atacantes como la atacada y su defensora yacían todas inmóviles sobre la mesa, fuera de la superficie cuadriculada. Una punzada de dolor atravesó su costado y quiso achacarla a la aflicción de ver a su Dama derrotada, exánime, los ojos cerrados y un rictus amargo en los labios, más que al severo codazo de la Torre. Echó un vistazo alrededor para constatar que sus huestes se habían visto mermadas hasta casi la extinción, y que más allá de su fiel Torre Blanca y algún peón despistado, el horizonte se teñía por completo de negro.
El Alfil Negro superviviente escoltaba a su propia Dama, que era la encargada de parlamentar. Aunque el Rey Blanco no le daría precisamente ese nombre a la actitud hostil y agresiva de la Reina enemiga, que había iniciado una larga perorata fácilmente resumible en tres sencillas palabras: “ríndete o muere”. El Rey Blanco intercambió una mirada con la Torre y, alzándose tristemente de hombros, no opuso resistencia alguna al sentir cómo los dedos del vicario le asían de la cabeza para rubricar su rendición. Sintió la caída como a cámara lenta, angustiosa pero inevitable, y el sonido del choque final contra el tablero se le antojó fúnebre, un eco fatídico del derrumbe de su vida conyugal. Su único consuelo fue ver a la Torre Blanca aún en pie, orgullosa en su humildad, encarando sin miedo al ejército enemigo, como le habría gustado hacer a él.
El retorno al estuche fue amargo. En otras ocasiones habían resultado vencidos, pero esta vez era diferente: la derrota se extendía más allá de los cuadros blancos y negros, hasta los confines mismos del espíritu del Soberano. Si su Dama ya no le amaba, ¿qué sentido tenía seguir jugando? No podría soportar compartir otra partida con ella y con su amante, quienquiera que fuera, aliado o enemigo, noble o plebeyo, seductor o seducido. Verlos evolucionar por el tablero, fingiendo que el roce de sus manos al pasar ha sido casual, lanzándose miradas cargadas de intenciones secretas, de promesas diferidas, de mudos requiebros. Imposible. Antes prefería verse decapitado y condenado de por vida a competir en insípidos lances de parchís.
Con tan sombríos pensamientos, no es de extrañar que esa noche le costase conciliar el sueño. Y despierto estaba, aunque fingía lo contrario, cuando notó un revuelo a su lado y, al abrir los ojos, vio cómo la Reina Blanca abandonaba el nido. Para reunirse con el traidor, seguramente. En medio de su desolación, un arranque de furia acometió al Rey Blanco, que salió a toda prisa del estuche en persecución de su Dama. La alcanzó llegando ya al tablero, la sujetó de un brazo, la obligó a girarse hacia él, rechinó los dientes al vislumbrar su expresión culpable en la penumbra... y se sobresaltó cuando todas las luces se encendieron, y se quedó pasmado al descubrir a todas las piezas, blancas y negras, allí reunidas, y se sonrojó hasta la corona al escuchar el “cumpleaños feliz”, y se estremeció de sorpresa y placer al recibir en los labios el cálido beso de su esposa, artífice de aquella fiesta sorpresa que no olvidaría en toda su augusta vida.
Finalista en el II Concurso de Relatos "Enroque Corto" del Club de Ajedrez Enroque Corto Sahaldau (Puente Genil, Córdoba), 2024
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