Este verano, el Club de Lectura de las Bibliotecas Municipales de Leganés propone un divertido ejercicio para los aficionados a la escritura: la Yincana Literaria de Timothy Blot. Cada día, desde el 11 al 31 de agosto, se proporcionan unas condiciones que debe cumplir un microrrelato de 210 palabras como máximo. Se permite que sean relatos independientes, pero se prefiere que sea una única historia con un hilo común, que es la opción que yo elijo. Y este es el resultado (en mayúsculas figuran las palabras o frases o personajes que deben incluirse cada día en la historia; el último capítulo debía ser un texto monovocálico).
EL HOMBRE QUE VINO DE MONTANA
1:
EL PUEBLO
En
lo más crudo del crudo INVIERNO, el pueblo se queda incomunicado. La
nieve cubre los tejados, las calles, los campos, la ribera del río y
el viejo puente de piedra. Nadie se atreve a salir por miedo a que
uno de los carámbanos que cuelgan de los aleros tintinee en exceso
y, al caer, lo atraviese de arriba a abajo como si fuera un pincho
moruno.
De
cuando en cuando, una panda de chiquillos inquietos y alborotadores
toma al asalto la cuesta que baja de la iglesia: embutidos en gruesos
gorros de lana y provistos de trineos, juegan a deslizarse sobre la
blanca superficie hasta que comienza a oscurecer y, con las últimas
luces, tienen que regresar a casa con los dedos y los cerebros
congelados.
El
resto, no abrimos la puerta más que para sacar un brazo dos veces
por semana y recoger la cesta con el pedido que el tendero deja
rezongando en el umbral. Ni siquiera las RATAS se atreven a asomar
los bigotes hasta que, ya bien entrado el mes de abril, el cielo se
desprende de su manto plomizo para volver a pintarse de un AZUL
brillante y primaveral.
2:
EL EXTRANJERO
En
estas rigurosas condiciones climatológicas, una mañana temprano me
despertaron unos inusuales ruidos en el jardín. Espiando entre las
cortinas del dormitorio logré vislumbrar, tras el ALIBUSTRE cubierto
de nieve, una silueta alta y fornida, tocada con un sombrero como los
de John Wayne en las películas del oeste que tanto me gustaban de
pequeña. El resto de su persona se confundía con el matorral, ya
que la nevada también había cuajado en sus ropas. El sombrero
ostentaba igualmente una gruesa capa de un blanco níveo pero su
forma resultaba inconfundible.
Bajé
a toda prisa y abrí una rendija de la puerta principal, preguntando
a voces al extraño quién era y qué quería. Él me contestó, con
un fuerte acento, que se llamaba John Smith, que procedía de MONTANA
y que era experto en labores de FONTANERÍA.
Debido
a las últimas heladas, mis cañerías no funcionaban todo lo bien
que debieran así que pensé, "qué demonios, a lo mejor el
tipejo este me puede hacer un apaño" y, aunque no me daba muy
buena espina su intempestiva aparición, abrí del todo la puerta
para recibirlo en mi humilde casa con los brazos abiertos.
Metafóricamente, por supuesto.
3. INTERCAMBIO
DE INFORMACIÓN
Al entrar en
la casa, John Smith se despojó del sombrero vaquero y del abrigo
empapado. Como buena anfitriona, improvisé un piscolabis a base de
restos del día anterior y algunas exquisiteces que guardaba en la
despensa para una ocasión especial.
Mientras se
ponía MORADO, el hombre me contó que se dedicaba a domar CABALLOS
allá en Montana y que, harto de los fríos inviernos de su tierra,
había decidido cambiar de aires. Una familia de excursionistas le
había hablado maravillas del clima español, por lo que había liado
el petate y se había lanzado a cruzar el charco. Desembarcado en La
Coruña, iba atravesando la península camino de Levante, donde
esperaba encontrar menos nieve y más sol.
Yo le
recomendé el pueblecito costero donde veraneaba mi hermana todos los
años mientras le ofrecía una generosa ración de tarta de manzana
casera.
Smith me
agradeció la comida y la información y luego me preguntó por las
diversiones del pueblo. Yo me eché a reír: más allá del BINGO de
los viernes en la iglesia y del baile de los domingos en el
ayuntamiento, nuestro mayor entretenimiento consistía en ver pasar a
la gente por la calle. Y ahora con la nevada, ni eso.
4:
LOCALIZANDO EL PROBLEMA
Smith
miró a través del cristal de la ventana. Nevaba otra vez y hacía
un FRÍO del carajo. Entre los BLANCOS copos alcanzó a distinguir a
los CINCO chiquillos del trineo que hacían de nuevo de las suyas en
la cuesta de la iglesia, en medio de un jubiloso griterío. Por un
momento, la mirada del hombre adquirió un tinte LEJANO, como si
añorase su hogar, allá en Montana, pero enseguida se repuso y, con
su peculiar acento y una gran sonrisa, exclamó: "¡vamos a
echarle un vistazo a esas cañerías!".
Smith
revisó una por una todas las tuberías del interior de la casa, sin
encontrar problema alguno. "Lo que me temía", murmuré con
un escalofrío, "hay que salir". Nos abrigamos bien y nos
dirigimos al CUADRANTE superior izquierdo del patio: allí, junto a
una mata de azaleas sepultada bajo la nieve, estaba la entrada
general de agua de la casa. Smith apartó la tapadera metálica que
la cubría y emitió un silbido. "Está totalmente congelada",
sentenció con aire experto.
5: FIASCO
"Y ahora
qué hacemos?", pregunté un poco espantada. Hasta ese momento
las cañerías habían funcionado mal que bien, pero si la tubería
de entrada estaba helada por completo, ya podía despedirme del agua
corriente. Y a esas alturas y con dos palmos de nieve, no me veía yo
con el botijo a cuestas camino de la fuente de la plaza, ni siquiera
aunque pudiera ATROCHAR por los callejones.
Pero mi
CONSPICUO invitado puso cara de entendido y, sacando tres dedos de la
mano derecha, declaró: “necesito GAMBAS, aceitunas y vino blanco”.
Cómo supo lo que había en la nevera sigue siendo un misterio para
mí a día de hoy. En cualquier caso, me apresuré a traérselo todo,
intrigada por averiguar cómo iba a resolver el problema con aquellos
insólitos elementos. La solución me dejó más helada que el suelo
del jardín: el tipo se dedicó a zamparse las aceitunas y a beberse
el vino a gollete mientras aguardaba a que las gambas, que había
colocado junto a la tubería, resucitaran por arte de magia y
ejercieran de expertas fontaneras.
Ante semejante
guasa, le lancé un tremendo directo a la mandíbula y, agarrando el
plato con las gambas, me volví a casa y lo dejé allí despatarrado.
6: ENCERRADO
AFUERA
No habían
transcurrido ni diez minutos cuando unos sonoros golpes estremecieron
la puerta de arriba abajo. ¡Ja! Si Smith se creía que iba a volver
a acogerlo en mi SOFÁ como si tal cosa y a cederle mis gambas, iba
listo. Ya podía seguir su camino hacia el soleado Levante o volverse
por donde había venido, de regreso a sus MONTAÑAS nevadas allá en
Montana, me daba exactamente igual.
Los golpes
duraron un buen rato pero, al fin, cesaron. Esperé más de media
hora a ver si optaba por derribar la puerta o romper algún cristal,
o incluso por gimotear suplicando mi perdón. Nada. Ya estaba
empezando a pensar que se había quedado dormido en el suelo y se
había congelado abrazado a la botella de vino, cuando un susurro
afuera me empujó a cotillear entre las cortinas, como aquel primer
día cuando Smith apareció. Y, para mi sorpresa, le vi despejando el
camino de nieve con una PALA que debía haber sacado del cobertizo
del jardín. Cantaba mientras trabajaba, como los presos de las
películas de su país natal, y sus músculos tensaban la tela de su
camisa a cada paletada. Entonces fue cuando caí en la cuenta del
magnífico cuerpazo que tenía.
7: ENCERRADOS
ADENTRO
Mi enfado se
diluyó como un muñeco de nieve bajo el tórrido sol veraniego. Sólo
podía pensar en aquellos brazos musculosos manejando la pala, en
aquel pelo revuelto, en aquella sonrisa socarrona que me empeñaba en
adivinar en su rostro. Cuando Smith llegó hasta la acera y se
incorporó, triunfante, sentí ganas de aplaudir. Él debió intuir
mi escrutinio porque se giró y, aunque me apresuré a dejar caer las
cortinas, su sonrisa -socarrona, cómo no- me caló hasta el tuétano.
Corrí
escaleras abajo y le abrí la puerta. En agradecimiento por su
espontánea labor de quitanieves, le ofrecí una bebida caliente:
café, té, manzanilla... eligió chocolate. Preparé varios litros y
le serví una taza tras otra hasta que, riendo, agitó las manos:
―NO QUIERO
MÁS CHOCOLATE, CARIÑO.
Aquel “cariño”
dicho con su peculiar acento de Montana me derritió las piernas, que
llevaban ya un buen rato gelatinosas, y me hizo arrojarme a sus
brazos sin dilación. Y sin dilación, John -no más “Smith”-
corrió escaleras arriba conmigo a cuestas hasta el dormitorio,
clausurando con un sonoro portazo el capítulo de nuestras
desavenencias. Esa noche AVANZAMOS POR EL FILO SIN MIRAR ABAJO,
conscientes de que sólo importaba la comunión de nuestros cuerpos
fundidos en uno solo empañando las ventanas.
8: EL
DESPERTAR
A la mañana
siguiente, cuando conseguí resurgir de las dos horas escasas de
sueño que me había agenciado aún no sabía cómo, me encontré a
John sentado en la cama, totalmente desnudo, fumándose un PITILLO
con toda la calma del mundo. “Hola, cariño” me saludó con
sonrisa pícara: me temo que aún recordaba mi reacción del día
anterior al oír de sus labios esa palabreja. Yo fingí una
tranquilidad que no sentía y luché por apartar la mirada de su
cuerpo perfecto, sin demasiado éxito, a decir verdad. En ese momento
me sentía flotando en una nube, suave como una CREMA catalana antes
de tostarle la capa de azúcar y tan dulce como ésta.
La noche había
sido movidita: John había explorado hasta el último CUADRANTE de mi
piel sin dejarse ni un sólo milímetro, y me había colocado en
posturas que jamás se me habrían pasado por la imaginación para
hacerme cosas con las que ni me habría atrevido a soñar en mis
fantasías más descabelladas. Todavía no me explico cómo no me dio
un JAMACUCO.
9:
PECULIARIDADES
Miré el
reloj: las NUEVE en punto. ¡Qué tarde!
Las NUEVE
horas que John me había tenido entretenida (muy, pero que muy
entretenida) hacían que mi cuerpo crujiese y chirriase por todos
lados al levantarme de la cama. Aquella sonrisa socarrona seguía
colgada de sus labios, igual que el pitillo. Miré el cenicero:
¡NUEVE colillas! ¡¿Cómo era posible?!
Abrí la
ventana para dispersar el tufo a tabaco -teníamos que hablar
seriamente: si pensaba quedarse más de NUEVE días conmigo iba a
tener que dejar ese feo vicio- y aspiré con gusto el aire helado.
Enseguida, un escalofrío me devolvió a la realidad: afuera había,
al menos, NUEVE centímetros de nieve y el termómetro marcaba NUEVE
bajo cero, así que cerré de nuevo y bajé a preparar el desayuno.
Yo tomé solo
un café pero John acompañó el suyo con NUEVE tostadas cubiertas de
abundante mantequilla y mermelada: el ejercicio le había abierto el
apetito. Además, comía a toda velocidad: tan sólo eran las NUEVE y
media, y ya había dejado el plato limpio. Debo reconocer que me
gustan los hombres con buen apetito. Y esos músculos... Un arrebato
me llevó a sentarme sobre sus rodillas y a plantarle en plena boca
un beso de tornillo de NUEVE minutos.
10:
CONFIDENCIAS
“CUANDO SALÍ
DE LA CÁRCEL”, comenzó a relatar John en un arranque de
sinceridad, tras conseguir liberar su boca de la mía con no pocas
dificultades, “nadie confiaba en mí. Sólo veían a un ladrón de
caballos, ya ves, yo que los amaba como a nada en el mundo, que les
había dedicado mi vida, que era honrado a carta cabal desde que
nací. Eso me lo inculcó mi padre y no le habría defraudado por
nada del mundo.”
Yo seguía
sentada en sus rodillas, mis brazos enlazando su cuello, y permanecía
muy atenta a cada una de sus palabras, porque me fascinaba no sólo
aquél acento tan suyo sino también su historia: quería saber más
de él, mucho más, todo lo que él quisiera contarme. Y parecía que
este era el momento de las confidencias. John me miró a los ojos,
muy serio.
“Por eso
decidí marcharme de allí, para olvidarme de todo y de todos, para
emprender una nueva vida, para poner fin a esa pesadilla que me robó
nueve años de mi vida. Ahora espero haber encontrado aquí, junto a
ti, mi nuevo PRINCIPIO”.
11: ¡ALEGRÍA!
Esa
declaración me puso los pelos como escarpias, la piel de pollo
remojado y unos ojos que parecían el estanque del Retiro, como
mínimo.
"Qué
romántico, John", acerté a balbucear antes de volver a pegar
mis labios a los suyos con una intensidad que más que un beso
parecía una de esas batallas épicas que cualquier TEBEO de
superhéroes que se precie debe incluir antes del consabido
"continuará", palabreja que a todos nos ha hecho tildar a
los autores, en algún momento, de GUSANOS o incluso de cucarachas,
al vernos abocados a esperar al siguiente número para averiguar cómo
se resolvía el asunto.
Por fin, John
logró apartarse de mí los milímetros suficientes para murmurar
contra mi boca: "tengo sed". Yo di un salto digno del mejor
canguro y corrí a la despensa. Según recordaba, aún quedaba alguna
botella de vino de aquella variedad de GARNACHA que mi abuelo había
logrado cultivar, con grandes esfuerzos, en estas tierras poco dadas
a los viñedos, antes de fugarse con la mujer del panadero y dejar a
mi abuela maldiciendo el pan y el vino, y negándose a ir a comulgar
a perpetuidad.
"¡Brindemos!"
propuse al volver junto a John, con la última botella y dos copas en
la mano.
12:
INTERRUPCIONES
Pero antes de
haber descorchado siquiera la botella, sonó el teléfono. A través
del cable llegó hasta mí la inconfundible voz de la abuela ANTONIA
anunciando su inminente visita mientras su novio viajaba por negocios
al extranjero. “Murcia es taaaaan aburrida estando sola...” me
dijo y, aún a distancia, reconocí su característico tonillo
picarón. La familia le había retirado la palabra desde que vivía
con “ese gigoló”, como lo calificaba mi padre, y yo era la única
con la que mantenía contacto, por algo era su nieta favorita.
Evalué a John
con la mirada y le confirmé a mi abuela que podía venir cuando
quisiera, plenamente convencida de que ambos harían buenas migas.
Apenas había
colgado el teléfono cuando sonó el timbre. “¿Y ahora qué?”,
gruñí. No era “qué” sino “quién”: nuestro amable cartero
RESTITUTO, ya jubilado, aporreando la puerta como si le fuera la vida
en ello. Todo tembloroso, me explicó que le enviaba el médico de
urgencias del hospital: al parecer, tenían allí a una NÓRDICA
histérica con la que no lograban entenderse y, como yo era la única
que había estudiado unos años en Finlandia con una beca, a lo mejor
lograba averiguar quién era el tal ÚRCULO por quien preguntaba y a
quien nadie conocía.
13: UNA
EXCURSIÓN INESPERADA
Resoplé,
maldije, volví a resoplar y maldije de nuevo. Lo que menos me
apetecía en ese preciso instante era despegarme de John, ponerme un
grueso abrigo y unas botas aún más gruesas, y dar traspiés por
todo el pueblo nevado hasta el hospital para tratar de entenderme con
una desconocida en un idioma que no dominaba. ¿Y quién era ese
FANTASMA que no aparecía? ¡Úrculo, nada menos, menudo nombrecito!
¿Por qué no lo buscaba el médico de urgencias en vez de meterme a
mí en el lío? Al fin y al cabo, no había sido yo quien había
perdido un paciente...
Le puse cara
de DRAGÓN a Restituto, que me devolvió una mirada de corderito
totalmente impropia de tal hombretón pero que -él lo sabía- podía
derretir hasta el corazón más pétreo. Miré a John, que me dirigió
una sonrisa valerosa y, con un gesto de la mano izquierda, me animó
a que me fuera con el ex cartero, mientras con la derecha se
apoderaba de su tercera CAJETILLA de la mañana. En serio, teníamos
que hablar de ese tema en cuanto volviese.
Así pues,
seguí al reumático Restituto, decidida a liquidar el asunto cuanto
antes y regresar al nido antes de que irrumpiese en él la abuela
Antonia.
14: LA
NÓRDICA
Al llegar al
hospital entré con cierta RENUENCIA al vestíbulo de urgencias: no
tenía ninguna gana de enfrentarme al médico jefe y mucho menos de
traducir el idioma intraducible de la nórdica. Y allí estaba ella,
inconfundible con su pelo claro y su elevada estatura, acompañada de
un perrazo y un loro. ¡Por Dios! ¿Qué chiflado se lleva semejantes
bichos a un hospital? Bichos que demostraron ser unos MEZQUINOS
cuando yo me acerqué a saludar todo lo amablemente que pude y, de
forma ostensible, me dieron la espalda los dos a la vez. A la porra
con ellos.
Me centré en
la rubia, que a esas alturas estaba más que histérica, y no hacía
más que soltar una retahíla de palabras que sonaban fatal, seguidas
del nombre "Úrculo, Úrculo" entre sollozos e hipidos. Me
puse firme y la mandé callar con un UCASE. Y tuvo suerte de pillarme
en un buen día (en gran parte gracias a John), que si no, no se
libra de un bofetón.
15: EN EL
OJO DEL HURACÁN
El médico
jefe de urgencias, un CÍNICO de mucho cuidado, se pasó por allí
tan solo para decirme que me dejaba al cargo de todo el asunto. Yo
estaba que trinaba: en casa me esperaba John fumando como un
carretero, la abuela Antonia a punto de llegar, y yo allí atrapada
con la rubia aún sollozante, un Restituto cada vez más encorvado
por su reuma, y un Úrculo que seguía sin aparecer. Si hubiera
estado en un barco habría trepado a la BOTAVARA como un mono y me
habría puesto a chillar como un idem.
OBLITERANDO
los lagrimales de la nórdica con un par de contundentes sopapos, que
ya le tenía muchas ganas, y enviando a Restituto a sentarse en la
cafetería para aliviar el sufrimiento de su espalda, sólo me
restaba localizar al tal Úrculo para dar por zanjado el asunto y
marcharme a casa, a adherirme otro rato a John.
No contaba con
aquellos dos malditos bichos (el gran danés y el loro) que, ante la
flagrante agresión a su dueña, me atacaron con saña al mismo
tiempo y me dejaron de recuerdo un mordisco en la pantorrilla derecha
y un picotazo en la oreja izquierda.
16: ÉRAMOS
POCOS...
DIECISÉIS
puntos tuvieron que darme entre pantorrilla y oreja. Cuando el
enfermero me soltó, al fin, me refugié un rato en la cafetería con
Restituto para tranquilizarme y evitar soltarle un capón con
DIÉRESIS al loro y un soplamocos con circunflejo al gran danés. El
cartero jubilado me miraba con el ceño fruncido y meneaba la cabeza
hasta que me decidí a preguntarle qué era lo que le rondaba por la
cabeza.
"Nada,
hija, nada. Es que estoy viendo que el Úrculo este de las narices
nos va a amargar el día. A lo mejor deberíamos llamar a la
DIÓCESIS, a ver si el señor obispo sabe algo de él ". Me
quedé boquiabierta y ojiplática, y ni me atreví a indagar por qué
Restituto suponía que el señor obispo podía saber algo del
desaparecido. En todo caso, ya estaba por sugerir que a quien habría
que llamar era a la policía y dejarnos de tonterías de una vez,
cuando oímos un revuelo en el vestíbulo del hospital y, al
asomarnos para averiguar el motivo, nos encontramos a mi abuela
Antonia organizando a personal, enfermos y visitantes con sus modales
enérgicos que nunca han admitido réplica.
17: MENUDO
GRUPITO
En medio de
todo aquel JOLGORIO, la abuela Antonia movía a la gente de acá para
allá, volviéndolos locos a todos. Tanto era así que descubrí a
uno de los enfermeros parapetado bajo el mostrador de recepción para
escabullirse de sus tejemanejes, a un paciente con suero empeñado en
ocultarse -sin éxito- detrás de la percha que sujetaba el gotero, y
al médico jefe refugiado en una habitación contigua bebiendo a
GOLLETE de una botella de coca-cola para consolarse de la absoluta
pérdida de su autoridad.
Si cuando hizo
su juramento, CADUCEO en mano, le hubieran avisado de que en los
hospitales de los pueblos pasaban estas cosas -mascullaba entre trago
y trago-, se habría planteado ingresar en Médicos Sin Fronteras.
Seguro que los negritos le trataban mejor que la señora nazi esta,
la loca de los bichos agresivos, y el tipo del nombre raro, que
seguía sin asomar la nariz. Aquello parecía un circo.
18: EL QUE
FALTABA
La abuela
Antonia había terminado de mangonear a todo el mundo cuando apareció
una ambulancia. Un par de auxiliares entraron en urgencias llevando
en volandas una camilla con un cuerpo inerte. La nórdica emitió un
agudo chillido y se precipitó sobre ellos, frenándolos de golpe.
"Quite señora", dijo uno, "tenemos que llevar a este
hombre al quirófano o se nos muere". La rubia seguía chillando
y llorando abrazada al cuerpo, aferrando su mano y pronunciando de
nuevo aquel extraño nombre: Úrculo.
Al fin
conseguimos arrancarla de la camilla, que prosiguió su veloz camino,
y la consolamos como pudimos, o sea mal, porque la pobre estaba hecha
polvo, y hasta el gran danés y el loro se habían puesto mustios.
Por lo que
supimos después, el hombre celebraba el CHISTE de un amigo en un bar
cuando una inoportuna CARCAJADA le atascó en el gaznate los
PASTELITOS de crema que se estaba comiendo. Y allí estaba Úrculo,
por fin, intentando sobrevivir a la asfixia, mientras la nórdica le
lloraba como si ya lo diera por perdido.
Me senté con
ella, pero no había forma humana de apaciguarla. La congoja me
devoraba a mí también cuando salió el médico y preguntó por los
familiares del ahogado. Me temí lo peor.
19: BIEN
ESTÁ LO QUE BIEN ACABA
La nórdica se
abalanzó sobre el médico y lo zarandeó por la bata blanca hasta
que al pobre hombre le castañetearon los dientes. Cuando conseguimos
entre Restituto y yo que lo soltara, el galeno pudo explicar que
Úrculo seguía vivo aunque tardaría unos días en recuperarse del
todo: de momento su aspecto era ligeramente ACHAPARRADO, ya que el
intenso dolor de garganta le obligaba a estar encorvado, y todavía
no podía recibir visitas.
Restituto y yo
acompañamos a la rubia hasta la UCI y allí la dejamos, con la nariz
pegada al CRISTAL, a través del cual le gritaba al convaleciente
frases cariñosas (supongo, porque yo seguía sin entender una
palabra de lo que decía). A continuación me despedí de Restituto,
cogí a la abuela Antonia del brazo y me la llevé para casa, que ya
tenía ganas de ver a John para comprobar que no había incendiado la
cocina con uno de sus pitillos (le dije a la anciana) y, por qué no
(pensé para mi coleto), para estamparle en los morros un buen beso
de esos que te dejan más débil que cuando te pica un FLEBOTOMA y te
saca la mitad de la sangre.
20: RETORNO
AL HOGAR
Al salir a la
calle nevada en plena noche (qué barbaridad, nos habíamos pasado
allí dentro todo el día, menudo desperdicio) la abuela Antonia y yo
íbamos dando un traspié tras otro, no sólo por las heladas
condiciones del suelo, sino también por la escasa luz de las
farolas: si yo era NICTÁLOPE ella lo era más aún, así que
avanzábamos muy despacio. A pesar de la prisa que yo tenía por
regresar junto a John, no quería tener que volver al hospital por
una pierna rota.
Al llegar -por
fin- a casa, nos encontramos con todas las luces encendidas: parecía
un MUSEO en noche de apertura extraordinaria y temí que, al abrir la
puerta, saliesen de estampida dinosaurios, faraones y soldados
romanos en miniatura.
Pero no, el
único que salió a recibirnos fue John, con una cerveza en una mano
y un plato de patatas fritas coronadas por una SALCHICHA en la otra.
"He preparado la cena" dijo, todo sonriente. Lo miré con
ojos tiernos -muy, pero que muy tiernos-, derretida por las promesas
que adivinaba en esa sonrisa ladeada y picarona.
Sólo el brazo
de la abuela Antonia, aún agarrado al mío, me contuvo para no
lanzarme sobre él allí mismo, en el porche cubierto de nieve.
21: COLOFÓN
Yo, sordo
sopor, hongo borroso, doloroso otoño no ortodoxo.
John,
horóscopo horroroso, fósforo mohoso, tordo monocromo con poco sol.
Los dos,
hombro con hombro o codo con codo, octópodo oloroso, monólogo
jocoso, todo color.
Publicado por capítulos en el blog "Leer en la nube"
(Club de Lectura de las Bibliotecas Municipales de Leganés), durante agosto de 2023