domingo, 26 de mayo de 2024

OJOS COLOR CAFÉ

Siempre me ha cautivado el olor del café. Café recién molido... café recién hecho... con un toque de vainilla, con una pizca de canela, con naranja y chocolate... Adoro abrir el armario de la cocina donde guardo mis reservas de tan preciado producto y que su perfume inunde todos los rincones de la casa. Lo prefiero incluso al aroma de un pan recién hecho o de unas galletas de mantequilla.

Por eso, cuando se me presentó la ocasión de trabajar en un café, no me paré a pensarlo dos veces. Acababa de despedirme de un bien remunerado empleo en una empresa informática que, amén de sanear mi cuenta corriente, me había reportado descomunales y frecuentes jaquecas, llegando al punto de padecer insomnio (¡yo, que era capaz de dormirme de pie!) e incluso pequeñas crisis de ansiedad que cada vez iban siendo menos pequeñas. Hasta que un día me harté y me fui dando un sonoro portazo, que me habría producido aún mayor satisfacción si me hubiera atrevido a darlo en las narices del déspota de mi jefe.

Después de un par de semanas dedicadas a relajarme entre sesiones de spa y de tai-chi, me encontraba disfrutando de un fragante expreso y una deliciosa tarta de almendra en el Café Central, mientras revisaba sin prisa y con desgana las ofertas de empleo en el sector informático, cuando oí al encargado discutir airadamente con una camarera. La trifulca duró varios minutos y se saldó con dos platos rotos, una red velvet voladora y un despido fulminante. Al ver al encargado dirigirse hacia la puerta, con el consabido cartel de “Se necesita personal” en la mano para cubrir el puesto que acababa de quedar vacante, tomé la súbita decisión de dar un drástico giro a mi vida y sustituir mi especialidad por mi pasión.

Así que allí estaba yo, detrás del mostrador de madera pulida, poniendo café tras café a parroquianos habituales y a clientes de paso, aprovechando para impregnar fosas nasales y espíritu con el delicioso aroma del sublime elixir, mientras golpeteaba con los pies en el suelo al ritmo del jazz que animaba el local.

La tarde en cuestión, me estaba tomando un breve descanso tras servirle a un desastrado adolescente con aire despistado una Coca-Cola light (¡Sacrilegio! ¿Quién pide semejante cosa en un sagrado templo del café?), cuando apareciste. Al principio no me fijé en ti, un rostro más entre tantos que desfilaban cada día ante mí. Recuerdo perfectamente que me pediste un capuchino pero, con el barullo que había esa tarde, me confundí y te puse el café solo que siempre se toma Don Andrés a las cinco y cuarto.

No dijiste ni media palabra. Te quedaste allí mirando la tacita blanca, diminuta. El vapor que exhalaba el oscuro brebaje enturbiaba tus rasgos y ascendía hasta ese rizo que cae sobre tu frente, ése que tanto me gusta descolocarte mientras bromeo: “te pareces a Superman”, y tú te ríes y lo vuelves a acomodar en su sitio.

Se había pasado el día lloviendo. Diluvio universal toda la mañana, diluvio local a mediodía, diluvios intermitentes a primera hora de la tarde. Y a las cinco y cuarto, la hora mágica, con Don Andrés al final del mostrador parpadeando desconcertado ante su insólito capuchino, de repente salió el sol. Un sol brillante y cegador que rasgó la cortina de nubes como si fuera papel de seda para abrirse paso hasta la tacita de café que tenías delante.

Y entonces ocurrió el milagro. El rayo dorado incidió sobre la negra superficie del líquido hirviente y reverberó como en un espejo. Por un instante pareció que el café tenía luz propia, una aromática estrella en aquella galaxia de idas y venidas, de sobrecitos de azúcar, de nubes de crema de leche, de acordes de jazz.

Y fue ese destello el que me hizo caer en la cuenta de mi error. Deshaciéndome en disculpas te retiré la taza, recuperé la que tenía aturdido a Don Andrés, y preparé otro café solo para él y un nuevo capuchino para ti. Como compensación, decidí esmerarme con la espuma y dibujé una flor en la superficie del café, formando un pequeño corazón con uno de los pétalos.

No sé por qué lo hice, y me arrepentí en cuanto te puse la taza delante y tú alzaste las cejas y me miraste, sorprendido. Me sentí fuera de lugar, como el café equivocado de Don Andrés. Empecé a balbucear una excusa pero, en vista de que no conseguía articular nada coherente, lo dejé por imposible y huí del lugar del delito para seguir poniendo café tras café a parroquianos habituales y a clientes de paso.

Un rato después vi tu taburete desierto, tu taza vacía, y unas monedas junto al platillo. Te habías ido sin despedirte y te habías llevado contigo aquel extravagante sol de las cinco y cuarto: volvía a llover, un semi-diluvio de media tarde. Le siguió un diluvio en toda regla al anochecer y, a la hora de cerrar, un formidable diluvio tormentoso barría las calles, azotaba árboles y farolas, y sembraba el cielo de resplandecientes estrías quebradas.

El encargado saludó con la mano y desapareció en el interior de un taxi. Yo me estremecí bajo la marquesina, subiéndome el cuello del abrigo y peleándome con las faldas empapadas de mi vestido, que se me enroscaban en las piernas. Mi paraguas plegable había muerto por la mañana, una manzana antes de llegar al Café, víctima de una fatídica racha de viento huracanado. Y conseguir un taxi se me antojaba tarea engorrosa y poco menos que imposible; no sé cómo mi jefe siempre parecía encontrar uno libre en cualquier circunstancia, pero yo no tenía su buena estrella o su buena mano, y me temía que podía pasarme allí toda la noche sin que ninguno se dignase aparecer. Así que, con un suspiro de resignación, me dispuse a abandonar mi precario refugio y calarme hasta el tuétano para llegar a mi casa.

Y en ese momento, un enorme paraguas negro, de esos tamaño familiar y un poco más, dobló la esquina y navegó hacia mí. Estaba considerando seriamente la idea de rogarle a su propietario un misericordioso cobijo, durante un par de calles al menos, ya que enfilaba la misma dirección que yo debía tomar, cuando el artilugio se alzó ligeramente y la luz que parpadeaba en la farola más próxima dio de lleno en unos ojos color café. Café sin crema de leche, sin flor y sin corazón, sin vainilla ni canela, dos granos de café tostado que me sonreían bajo ese rizo que cae sobre tu frente, ése que tanto me gusta.

Extendiste la mano. Yo la tomé, di un saltito y aterricé bajo el paraguas, que se tambaleó por el impulso y derramó una súbita cortina de agua a nuestro alrededor, aislándonos por un efímero instante de la noche, de la tormenta, de los vehículos que salpicaban al pasar. Solos, tú y yo. Echamos a andar cogidos del brazo, muy pegados, muy despacio, aunque la lluvia nos encharcaba los zapatos y el viento no dejaba de jugar, travieso, con el vuelo de mi vestido y los faldones de tu gabardina.

Al llegar a mi casa te despediste, esta vez sí, con un beso. Un beso suave, cremoso, como un café con leche corto de café. Fue una despedida muy larga: tu beso cada vez tenía menos leche y más café, menos azúcar y más pasión, y al final decidimos tácitamente que en vez de una despedida podía ser un comienzo y, sin mediar palabra, subimos los escalones del portal y, por fin, dejamos atrás el aguacero.

En el ascensor volviste a asaltar mi boca, tus manos repasaron mis ropas mojadas, mis dedos hallaron cobijo entre tus cabellos, y el calor de nuestros cuerpos fundidos cubrió de vaho el espejo de la pared. Las puertas se abrieron y me soltaste para que pudiese volver a respirar.

Sabes a café”, te dije, sin aliento y con una enorme sonrisa. La misma sonrisa que ardió en tus ojos, esos ojos color café.

Publicado en el libro recopilatorio "Jazz en el Café Central. Relatos. Segundo volumen" (octubre 2024)

viernes, 24 de mayo de 2024

MANIOBRA DE DISTRACCIÓN

Mientras subimos en el ascensor, hablamos de las lluvias de los últimos días, del pozo que está construyendo el abuelo en el patio trasero de la casa del pueblo, de a quién de los dos le toca acudir a la próxima junta de vecinos, de las metas que se ha propuesto alcanzar nuestro hijo al unirse a Médicos Sin Fronteras. De cualquier cosa, con tal de no cruzar las miradas para hallar, una vez más, esa indiferencia letal en los ojos del otro.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, mayo 2024)

viernes, 17 de mayo de 2024

BAUTISMO

La mujer siempre había estado sola, sin conocer la amistad ni el amor ni la sororidad, ni tan siquiera el calor de otro ser humano que le tendiera la mano. Para ella, el mundo era frío e inerte, y era incapaz de disfrutar de los colores de la naturaleza: le resultaba indiferente si el trigal era verde o dorado, si el atardecer era morado o rojizo, si el cielo era azul o negro. Hasta que el gran pájaro blanco le trajo aquel paquetito diminuto y llorón, y conoció el cariño que sólo una madre puede sentir. Y lo llamó felicidad.

Publicado en la web de la Fundación Cinco Palabras (mayo 2024)

 

jueves, 16 de mayo de 2024

ESTE ES EL CAMINO

Este árbol siempre ha sido especial para mí.

A la sombra de sus frondosas hojas di mis primeros pasos. Sus firmes ramas fueron testigos, mudos aunque benevolentes, de mis torpes intentos iniciales de escalada, que fueron mejorando día a día hasta alcanzar la pericia que hoy poseo. Cuando necesité evadirme de las presiones familiares, su tronco rugoso me ofreció siempre cobijo en ese enorme agujero que le dejó como recuerdo una bomba de la guerra civil, ahora cubierto por la hiedra sanadora que le resta gravedad y le suma encanto.

No es de extrañar, pues, que el pie de este árbol fuese el lugar elegido para reunirme con mi amado cuando sentí su irresistible llamada. Jugamos a perseguirnos entre risas en torno a su tronco; trepamos a sus ramas, evocando nuestra infancia; yacimos enredados bajo sus verdes hojas, acunados por el susurro de la brisa que gusta de danzar entre ellas al ritmo de la primavera. Y, ya con el germen de una nueva generación a buen recaudo en mis entrañas, voy a enterrarme entre sus raíces más profundas, que velarán mi sueño hasta que llegue mi momento, el momento de construir un nuevo hormiguero.

Ganador del I Concurso de Microrrelatos organizado por la Fundación Carreras (Zaragoza), mayo 2024

martes, 14 de mayo de 2024

AL OTRO LADO

De allí nadie volvía. Los transeúntes que se apresuraban por la calle bajo sus paraguas procuraban esquivarlo, aunque no siempre lo conseguían. A veces, un niño se soltaba de la mano de sus padres y se acercaba, curioso y osado, desapareciendo en el acto. Algún perro juguetón se vio atraído también por su halo de misterio e incluso moscas, mariquitas y hormigas traspusieron sus profundidades para no regresar. Y allí siguen todos, al otro lado, aguardando impacientes a que cesen las lluvias para que se seque el charco, sin sospechar que se evaporarán con él, dejando tan solo su recuerdo difuso en los adoquines.

Finalista Relatos En Cadena de la SER (mayo 2024, semana 27)

jueves, 2 de mayo de 2024

MÁS QUE UN AMIGO

Desde que Vicente se fue, a Margarita le tocan todas las faenas, no sólo las de la casa sino ahora, también, las del campo. Los hijos ya son mayores: estudian en la capital y no pisan demasiado por aquí, así que la pobre Margarita no tiene ayuda ninguna. Sin embargo, nunca se queja y aborda las tareas una tras otra sin que jamás se le caiga la sonrisa de la cara, esa ligerísima sonrisa apenas esbozada pero que otorga a su rostro una cualidad casi beatífica.

Y es que ya no tiene que disimular los morados ocasionales -cada vez más morados y menos ocasionales-, ni andar escondiendo las escasas monedas para que no vayan a perderse en la taberna. La marcha de Vicente ha supuesto, en cierta medida, un alivio. También para mí: Margarita me trata con cariño y no a patadas como él. Por eso, procuro portarme bien y desde aquella noche sin luna no he vuelto a escarbar en la tierra removida del huerto trasero.

Finalista del IV Concurso de Microrrelatos "De la imagen al texto" del I.E.S. López Arenas (Marchena, Sevilla), abril 2024

miércoles, 1 de mayo de 2024

EL ÚLTIMO TRAYECTO

En los últimos meses, Ricardo había viajado por todo el país, cambiando de un tren a otro en las estaciones más modernas y en las más vetustas, en las más concurridas y en las más solitarias, en las más céntricas y en las más aisladas: no le quedaba ya ninguna por visitar. Era hora de regresar, decidió. Y, con un profundo suspiro, se embarcó en el último trayecto, el que discurría entre los trigales del pueblo donde nació para desembocar en aquella fatídica curva donde, meses atrás, descarriló el tren separándolo para siempre de Adela. Y allí estaba ella, de pie entre las doradas espigas, haciendo volar su pañuelo en muda despedida. Ricardo sonrió y agitó la mano mientras sentía cómo, poco a poco, se iba diluyendo en el aire su invisible cuerpo de fantasma.

Publicado en la revista digital Trazos nº 12, de A2VuelaPluma (abril 2024)