Siempre me ha cautivado el olor del café. Café recién molido... café recién hecho... con un toque de vainilla, con una pizca de canela, con naranja y chocolate... Adoro abrir el armario de la cocina donde guardo mis reservas de tan preciado producto y que su perfume inunde todos los rincones de la casa. Lo prefiero incluso al aroma de un pan recién hecho o de unas galletas de mantequilla.
Por eso, cuando se me presentó la ocasión de trabajar en un café, no me paré a pensarlo dos veces. Acababa de despedirme de un bien remunerado empleo en una empresa informática que, amén de sanear mi cuenta corriente, me había reportado descomunales y frecuentes jaquecas, llegando al punto de padecer insomnio (¡yo, que era capaz de dormirme de pie!) e incluso pequeñas crisis de ansiedad que cada vez iban siendo menos pequeñas. Hasta que un día me harté y me fui dando un sonoro portazo, que me habría producido aún mayor satisfacción si me hubiera atrevido a darlo en las narices del déspota de mi jefe.
Después de un par de semanas dedicadas a relajarme entre sesiones de spa y de tai-chi, me encontraba disfrutando de un fragante expreso y una deliciosa tarta de almendra en el Café Central, mientras revisaba sin prisa y con desgana las ofertas de empleo en el sector informático, cuando oí al encargado discutir airadamente con una camarera. La trifulca duró varios minutos y se saldó con dos platos rotos, una red velvet voladora y un despido fulminante. Al ver al encargado dirigirse hacia la puerta, con el consabido cartel de “Se necesita personal” en la mano para cubrir el puesto que acababa de quedar vacante, tomé la súbita decisión de dar un drástico giro a mi vida y sustituir mi especialidad por mi pasión.
Así que allí estaba yo, detrás del mostrador de madera pulida, poniendo café tras café a parroquianos habituales y a clientes de paso, aprovechando para impregnar fosas nasales y espíritu con el delicioso aroma del sublime elixir, mientras golpeteaba con los pies en el suelo al ritmo del jazz que animaba el local.
La tarde en cuestión, me estaba tomando un breve descanso tras servirle a un desastrado adolescente con aire despistado una Coca-Cola light (¡Sacrilegio! ¿Quién pide semejante cosa en un sagrado templo del café?), cuando apareciste. Al principio no me fijé en ti, un rostro más entre tantos que desfilaban cada día ante mí. Recuerdo perfectamente que me pediste un capuchino pero, con el barullo que había esa tarde, me confundí y te puse el café solo que siempre se toma Don Andrés a las cinco y cuarto.
No dijiste ni media palabra. Te quedaste allí mirando la tacita blanca, diminuta. El vapor que exhalaba el oscuro brebaje enturbiaba tus rasgos y ascendía hasta ese rizo que cae sobre tu frente, ése que tanto me gusta descolocarte mientras bromeo: “te pareces a Superman”, y tú te ríes y lo vuelves a acomodar en su sitio.
Se había pasado el día lloviendo. Diluvio universal toda la mañana, diluvio local a mediodía, diluvios intermitentes a primera hora de la tarde. Y a las cinco y cuarto, la hora mágica, con Don Andrés al final del mostrador parpadeando desconcertado ante su insólito capuchino, de repente salió el sol. Un sol brillante y cegador que rasgó la cortina de nubes como si fuera papel de seda para abrirse paso hasta la tacita de café que tenías delante.
Y entonces ocurrió el milagro. El rayo dorado incidió sobre la negra superficie del líquido hirviente y reverberó como en un espejo. Por un instante pareció que el café tenía luz propia, una aromática estrella en aquella galaxia de idas y venidas, de sobrecitos de azúcar, de nubes de crema de leche, de acordes de jazz.
Y fue ese destello el que me hizo caer en la cuenta de mi error. Deshaciéndome en disculpas te retiré la taza, recuperé la que tenía aturdido a Don Andrés, y preparé otro café solo para él y un nuevo capuchino para ti. Como compensación, decidí esmerarme con la espuma y dibujé una flor en la superficie del café, formando un pequeño corazón con uno de los pétalos.
No sé por qué lo hice, y me arrepentí en cuanto te puse la taza delante y tú alzaste las cejas y me miraste, sorprendido. Me sentí fuera de lugar, como el café equivocado de Don Andrés. Empecé a balbucear una excusa pero, en vista de que no conseguía articular nada coherente, lo dejé por imposible y huí del lugar del delito para seguir poniendo café tras café a parroquianos habituales y a clientes de paso.
Un rato después vi tu taburete desierto, tu taza vacía, y unas monedas junto al platillo. Te habías ido sin despedirte y te habías llevado contigo aquel extravagante sol de las cinco y cuarto: volvía a llover, un semi-diluvio de media tarde. Le siguió un diluvio en toda regla al anochecer y, a la hora de cerrar, un formidable diluvio tormentoso barría las calles, azotaba árboles y farolas, y sembraba el cielo de resplandecientes estrías quebradas.
El encargado saludó con la mano y desapareció en el interior de un taxi. Yo me estremecí bajo la marquesina, subiéndome el cuello del abrigo y peleándome con las faldas empapadas de mi vestido, que se me enroscaban en las piernas. Mi paraguas plegable había muerto por la mañana, una manzana antes de llegar al Café, víctima de una fatídica racha de viento huracanado. Y conseguir un taxi se me antojaba tarea engorrosa y poco menos que imposible; no sé cómo mi jefe siempre parecía encontrar uno libre en cualquier circunstancia, pero yo no tenía su buena estrella o su buena mano, y me temía que podía pasarme allí toda la noche sin que ninguno se dignase aparecer. Así que, con un suspiro de resignación, me dispuse a abandonar mi precario refugio y calarme hasta el tuétano para llegar a mi casa.
Y en ese momento, un enorme paraguas negro, de esos tamaño familiar y un poco más, dobló la esquina y navegó hacia mí. Estaba considerando seriamente la idea de rogarle a su propietario un misericordioso cobijo, durante un par de calles al menos, ya que enfilaba la misma dirección que yo debía tomar, cuando el artilugio se alzó ligeramente y la luz que parpadeaba en la farola más próxima dio de lleno en unos ojos color café. Café sin crema de leche, sin flor y sin corazón, sin vainilla ni canela, dos granos de café tostado que me sonreían bajo ese rizo que cae sobre tu frente, ése que tanto me gusta.
Extendiste la mano. Yo la tomé, di un saltito y aterricé bajo el paraguas, que se tambaleó por el impulso y derramó una súbita cortina de agua a nuestro alrededor, aislándonos por un efímero instante de la noche, de la tormenta, de los vehículos que salpicaban al pasar. Solos, tú y yo. Echamos a andar cogidos del brazo, muy pegados, muy despacio, aunque la lluvia nos encharcaba los zapatos y el viento no dejaba de jugar, travieso, con el vuelo de mi vestido y los faldones de tu gabardina.
Al llegar a mi casa te despediste, esta vez sí, con un beso. Un beso suave, cremoso, como un café con leche corto de café. Fue una despedida muy larga: tu beso cada vez tenía menos leche y más café, menos azúcar y más pasión, y al final decidimos tácitamente que en vez de una despedida podía ser un comienzo y, sin mediar palabra, subimos los escalones del portal y, por fin, dejamos atrás el aguacero.
En el ascensor volviste a asaltar mi boca, tus manos repasaron mis ropas mojadas, mis dedos hallaron cobijo entre tus cabellos, y el calor de nuestros cuerpos fundidos cubrió de vaho el espejo de la pared. Las puertas se abrieron y me soltaste para que pudiese volver a respirar.
“Sabes a café”, te dije, sin aliento y con una enorme sonrisa. La misma sonrisa que ardió en tus ojos, esos ojos color café.
Publicado en el libro recopilatorio "Jazz en el Café Central. Relatos. Segundo volumen" (octubre 2024)
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