jueves, 20 de junio de 2024

COLOREANDO

Yo siempre había sido muy urbanita. Desde pequeña, me gustaba el tumulto de las gentes apiñadas por las calles, sentirme parte de una multitud abigarrada que va y que viene como un gigantesco océano humano, dejarme llevar por esas aguas turbulentas con abrigos de lana y bufandas en invierno, con camisetas de tirantes y sandalias en verano.

Desde mi cuarto se podían oír toda clase de ruidos: el chirrido del autobús al frenar en la parada y sus resoplidos al volver a arrancar cuesta arriba; el claxon impaciente de un conductor bloqueado por otro aparcado en doble fila; el estruendo metálico de los cierres de los comercios al abrir por la mañana o al cerrar por la noche; los gritos alborozados de los niños jugando a la pelota en la acera y los gritos indignados de sus madres desde la ventana cuando irrumpían en la calzada sin mirar, en pos del balón fugitivo. Pero eran sonidos cotidianos, formaban parte de mi vida diaria y no me molestaban, más bien tenía que hacer un esfuerzo consciente para fijarme en ellos: el silencio me era ajeno.

Hasta que un glorioso día, un grupo de amigos me invitó a ir con ellos de excursión. No estaba yo muy convencida: nunca había sido lo que se dice una entusiasta del campo, era más bien patosa caminando por terrenos cuajados de piedras y matorrales, mi resistencia a las largas marchas era muy limitada, y las picaduras de los bichos -consustanciales al entorno silvestre- me producían engorrosas reacciones alérgicas. Pero insistieron y, ante las reiteradas promesas de paisajes idílicos, saludables vitaminas solares, y aire puro para abrir el apetito, me dejé persuadir y me dispuse a pasar una jornada en la sierra.

La salida tuvo lugar recién estrenada la primavera, cuando las mañanas aún son frías pero el sol ha ganado ya en fuerza y en altura, y el centro del día provee un ambiente sumamente propicio para extender una manta en medio de un prado y echarse un bocadillo entre pecho y espalda. La senda que habían elegido mis compañeros serpenteaba entre frondosos pinares, con la música de fondo de los arroyos acompañando, solícitos, nuestro caminar con su rumorcillo cantarín. La caminata no fue tan penosa como yo había conjeturado, quizá por la camaradería que imperaba en el grupo, quizá por la serena belleza del paisaje, seguramente por la combinación de ambas cosas. Desde luego, el bocadillo de jamón con tomate a media mañana se me antojó el más delicioso que había comido jamás y animó mi espíritu hasta cotas insospechadas.

Lo que más me asombró fue el silencio que todo lo impregnaba. En un momento en que me quedé algo rezagada reajustando los cordones de mis zapatillas, y las conversaciones de mis amigos no eran más que un eco distante, me intimidó el absoluto vacío que llenaba mis oídos. Era una sensación pesada, contundente, que me obligó a chasquear los dedos para comprobar si no me había atacado una repentina e insólita sordera.

Una ardilla cruzó el sendero a la carrera, se detuvo por un instante a observarme, torció la cabeza, inquisitiva, y meneando los bigotes pareció decidir finalmente que yo no era peligrosa; reanudó su camino hacia un grueso árbol por el que trepó con asombrosa agilidad y desapareció en las alturas, entre el follaje. Me quedé mirando la bóveda de un verde intenso que se cernía sobre mi cabeza, un techo de hojas que susurraban con la leve brisa, cantando arcanas melodías hace tiempo olvidadas por el ser humano, tamizando con su danza los rayos solares para crear una cortina siempre cambiante de chispas luminosas.

En ese instante decidí que el verde, la enseña del bosque, iba a ser mi color.

Alcancé a mis camaradas, que me requerían a voces, y me uní a su conversación desenfadada, pero me guardé para mí la sutil transformación que había causado en mi ánimo aquella expedición.

Al regresar a casa, noté que el cambio era mayor de lo que había supuesto: echaba de menos el silencio rotundo de la floresta, y los ruidos urbanos que antes asumía como naturales ahora me irritaban. Tardé varios días en readaptarme a mi rutina habitual y a menudo me sorprendía evocando los colores y el sosiego de aquella arboleda.

De manera que, en cuanto mis amigos anunciaron una nueva excursión, no perdí un segundo en apuntarme. En esta ocasión fue imposible cuadrar fechas hasta bien entrado el verano, por lo que la ruta elegida varió sensiblemente: sus inicios también transcurrían entre centenarios árboles pero finalizaba en un espectacular mirador, desde donde podíamos contemplar a placer el cordón de la serranía, tintada de una amplia variedad de matices de verde, y salpicada por ocasionales bandas ocres y alguna que otra pincelada gris.

A nuestros pies un embalse sesteaba, indolente, al despiadado sol del mediodía, que arrancaba de su quieta superficie destellos diamantinos, prometiendo frescura y alivio en el más que caluroso día. Aquel espejo de resplandeciente lapislázuli pulverizó mi anterior determinación y mi color favorito mudó prontamente del verde al azul.

El problema con los sonidos de mi entorno cotidiano, a nuestro regreso a la agreste civilización, se agudizó visiblemente: sustituir el trino de los pájaros por los bocinazos de los coches, el canto de las cigarras por los gruñidos de los autobuses, y el suave crujir de las ramas secas bajo mis deportivas por la brutal cacofonía del camión de la basura estuvo a punto de provocarme una apoplejía mientras intentaba, en vano, conciliar el sueño en mi sofocante habitación sin vistas a la bóveda estrellada.

Sobreviví a duras penas hasta el otoño. Cuando eché un vistazo al calendario y conté, desalentada, todos los cuadritos que quedaban por tachar para llegar de nuevo a la primavera, me apresuré a proponer una escapada en el puente de los Santos. Debo reconocer que no encontré apenas oposición entre mis entusiastas amigos y poco después ya transitábamos de nuevo por veredas serranas.

¡Ah, los colores otoñales! Una sinfonía de rojos, castaños, amarillos, anaranjados, bermellones, pardos y dorados, todos juntos en caótica armonía. Los bosques de noviembre podrían hacer palidecer, sin esforzarse siquiera, la paleta mejor surtida de un pintor cualquiera. Mirase donde mirase, mis ojos tropezaban con un tono o un matiz que no había visto antes.

Y aquel bendito silencio... aunque, curiosamente, el silencio del otoño se oía distinto del primaveral o del estival, al igual que el aire tenía un olor diferente, propio de cada estación. Esta vez volví a casa decidida a no dejarme intimidar por los ruidos de la ciudad ni del barrio ni de mi calle, ni siquiera de los vecinos de abajo, cuyo hijo adolescente acababa de inaugurar la costumbre de aporrear una guitarra eléctrica a todas horas para “deleite” de la comunidad. Pero me mantuve firme, recalculando cada mañana el tiempo que faltaba para las vacaciones navideñas, fechas entrañables en las que teníamos prevista otra excursión.

Lo de los colores lo tuve más difícil: estaba claro que la era del azul había caducado, igual que en su momento prescribió la del verde, pero ¿cuál sería el nuevo favorito? ¿el rojo? ¿el naranja? ¿el amarillo? ¿quizás una combinación de todos ellos? Indecisa por naturaleza, tomé el camino más fácil y dejé la sentencia en suspenso hasta la salida invernal: algo me decía que, si teníamos la fortuna de que nevase, el elegido sería el blanco.

Y así fue. Los hados estuvieron de nuestra parte y unos días antes de la anhelada expedición cayó una fuerte nevada sobre la sierra y sus aledaños, circunstancia que nos obligó a modificar nuestro medio de transporte. Si el trayecto en coche, serpenteando curvas, subiendo y bajando puertos, cruzando puentes y atravesando arboledas, me había parecido maravilloso, el recorrido en tren por las níveas laderas boscosas me conquistó definitivamente.

La blancura de las cumbres y los valles resultaba cegadora. Las siluetas de los pinos con su trémulo manto invernal, que se desprendía aquí y allá formando esponjosos montones a sus pies, se diluían en la nevisca que empezaba a revolotear de nuevo en el aire, como si quisieran esconderse de ojos indiscretos.

Di unos pasos y el crujido de mis pies sobre el blanco elemento me llegó amortiguado, como en sordina. El silencio era tan profundo que los oídos me dolían. ¿Cómo iba a poder soportar en adelante la rutina diaria? Fue en ese preciso instante cuando tomé la decisión que cambiaría el rumbo de mi vida: no iba a volver. Me buscaría una casa por los alrededores y llegaría a un acuerdo con mi jefe para teletrabajar desde allí, en lugar de tener que soportar dos veces al día los atascos de la M-30 o las aglomeraciones del metro en hora punta. Y ya no tendría que dar vueltas y más vueltas por un ridículo parquecillo para hacer un poco de ejercicio, sino que contaría con kilómetros de caminos y vericuetos por explorar. La imagen de un asno atado a una rueda de molino transmutado de pronto en un felino corriendo en libertad por la sabana me plantó una sonrisa en la cara congestionada por el frío.

Y aquí estoy, en una adorable casita de campo, con un modesto jardín al otro lado de la puerta y una vasta sierra al alcance de la mano. Casi todos los fines de semana me visita algún familiar o algún amigo y los llevo a pasear por estos parajes que ya conozco como si fuera de la tierra. Y es que me siento de la tierra, de esta tierra escarpada y generosa, salvaje y reposada, de esta tierra magnífica.

Y en cuanto a los colores... he renunciado a tener un solo favorito. Si la naturaleza los tiene todos, ¿por qué yo voy a ser menos?

Segundo Premio en el IV Certamen Literario "Álvaro de Bolaños", organizado por las Juventudes Socialistas de Bolaños (Bolaños de Calatrava, Ciudad Real), junio 2024

4 comentarios:

  1. Yo soy una enamorada de los ocres castellanos, aunque estoy dispuesta a ampliar mis horizontes; solo tienes que darme tu nueva dirección y allá que me voy a dejarme convencer.

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    1. No te preocupes, algún ocre podemos meter en la paleta. Tú vente para acá y seguro que llegamos a un acuerdo ;)

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