Mientras bajaba la cuesta, intuía ya a lo lejos, entre los olivos, el pueblo en el que se hundían mis raíces. Tantos veranos pasados en casa de los abuelos, las siestas leyendo tebeos, las escapadas a coger moras, las meriendas de jamón recién cortado o de pan caliente con miel, una miel dorada y dulce, como la nana que solía tararear mamá cuando removía las migas. Aquel olor a madera recién cortada, a pimentón y a tomillo, al hinojo de aliñar las aceitunas, a sábanas puestas a solear. Tanta felicidad entre aquellas paredes de piedra y adobe, tantos buenos recuerdos...
Al bajar del coche en la plazuela, vi que la retama había cubierto de flores amarillas el alcorque del viejo olmo, aunque a éste no parecía importarle, más bien daba la impresión de esponjarse entre ellas, y hasta habría jurado que un leve arrebol cubría su añosa corteza. En la distancia apareció el vehículo de los compradores: era la hora de la despedida. Pero no tuve valor para decir adiós a la casa de mi niñez, y tuve que informar a la joven pareja de que había cambiado de opinión. Ya podían ir buscando otra propiedad para llenarla de muebles de Ikea.
Y, mientras los veía alejarse refunfuñando, la alegría del viejo olmo inundó el aire.
Escrito a partir de una serie de palabras elegidas por el público asistente a la presentación de mi libro "Setas en el desván", en la Biblioteca Padre Isla de León (16 octubre 2025)
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