Mis colegas me llaman rarito porque no me gusta tumbarme inmóvil al sol durante horas, como hacen ellos. No, a mí me va más el fresquito de los recodos umbrosos del río y la agradable sensación del agua helada sobre el cuerpo en los agobiantes días de verano.
Por eso, en cuanto han abierto la piscina de la urbanización más cercana, he sido el primero en saltar al centro de la olímpica y dejarme mecer, flotando boca arriba, por las ondulaciones de los nadadores que van y vienen a mi alrededor, con sus ridículos gorritos y sus gafas de topo submarinista.
Hasta que se ha presentado el socorrista con su estridente silbato y se ha empeñado en que estorbaba, confundiéndome con la colchoneta a la deriva olvidada por algún crío despistado. En cuanto me he movido, se ha destapado el pastel y ha estallado la debacle: todos huyendo en masa entre chillidos y aspavientos, y el socorrista dale que te pego al maldito silbato.
Total, que no me ha quedado otra que escabullirme por el mismo agujero del seto por el que me colé. Tendré que volver al río, a esperar con paciencia que llegue la fiesta de disfraces con la que clausuran la temporada de piscina cada año: seguro que, entonces, un cocodrilo en bañador no llama tanto la atención.
Publicado en la Revista Digital "Valencia Escribe" nº 15 (septiembre 2025)
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