viernes, 22 de agosto de 2025

PURA ENVIDIA

Siempre quise aprender a cultivar hortalizas y frutas por lo que, en cuanto tuve mi propia casa, despejé de matojos y malas hierbas el jardín trasero para instalar un huerto. Planté judías y tomates, berenjenas y lechugas, un limonero, dos ciruelos y tres perales, y pronto tenía una rica cosecha que llevar a la mesa. Sin embargo, algunas vecinas envidiosas iban diciendo por ahí que lo regaba con sangre, aunque acabaron por retractarse, mientras su roja esencia empapaba el terreno.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, agosto 2025)




lunes, 18 de agosto de 2025

EL MEJOR CÓMPLICE

Salimos a navegar una preciosa tarde de junio. El aire olía a sal y a las flores que llevabas prendidas en tus cabellos. Mi mente no atinaba a generar la manera de decirte lo que tanto había ensayado frente al espejo, temiendo enfrentar tu rechazo, cuando yo solo quería hacer prosperar nuestra relación. Finalmente, el velero me obligó a actuar: el foque recogió las palabras atascadas entre mis labios y se las entregó al viento para que las soplase en tu oído. Y, al darme el “sí”, el timón dio un brusco giro para arrojarte, riendo, en mis brazos.

Publicado en la web de la ONG Cinco Palabras (agosto 2025)



domingo, 10 de agosto de 2025

EL AGUACERO

Era tarde cuando salió de la consulta: las farolas derramaban ya su mortecino resplandor por las calles que relucían bajo el persistente aguacero. Hizo una mueca: el coche no estaba lejos pero había tantos charcos que se iba a empapar los zapatos. Mientras estudiaba el recorrido de mínimo riesgo al amparo de la marquesina del portal, pasó un autobús pegado a la acera y una enorme cortina de agua se desplegó frente a él y lo cubrió desde los pies hasta la cintura. Desolado, contempló el desastre en que se habían convertido no sólo sus zapatos sino también sus pantalones. Sería mejor que regresara a la consulta a cambiarse.

Refunfuñando, dio media vuelta y volvió a entrar en el edificio. Silenció las preguntas del portero con una contundente mirada asesina, pulsó el botón del ascensor con insistencia, y contempló irritado el charquito que se iba formando a sus pies mientras la cabina ascendía desde el vestíbulo hasta el décimo piso, donde tenía la consulta.

Por suerte, el día anterior había recogido un traje del tinte y aún no se lo había llevado a casa, así que disponía de ropa seca. Los zapatos eran otra cuestión.

Arrojó los pantalones empapados al suelo y se dirigió hacia el armario donde había guardado el traje. Estaba sacándolo de su funda de plástico cuando le sobresaltó un ruido a sus espaldas. La puerta al cerrarse. Con las prisas, debió dejarla abierta. Y, tras el portazo, una voz femenina de timbre aterciopelado y tono inconfundiblemente guasón:

- Siempre pensé en la consulta del dentista como un lugar de tortura. Nunca imaginé que fuese tan divertido.

El hombre, en precario equilibrio con una sola pierna metida en el pantalón, se giró con los ojos muy abiertos para encararse con la intrusa, a la que reconoció como la abogada del despacho del otro lado del pasillo.

- Letrada... -saludó, incómodo.

- Sacamuelas... -le correspondió ella, con una reverencia burlona.

- No estoy para bromitas. ¿No tendrá unos zapatos de sobra? Número 42.

La mujer negó con la cabeza y alzó un pie para que él viera su escaso número 37.

- Pues nada, me voy en calcetines -rezongó, pasando junto a ella.

Pero la mujer lo atrapó al vuelo por la corbata y lo empujó contra el sillón reclinable. El dentista, pillado por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó cuan largo era en la silla. Su sorpresa fue en aumento cuando la abogada trepó por sus piernas y se le sentó encima.

- No tengas prisa, cariño -ronroneó-: no tengo paraguas y creo que va a tardar en escampar.


La bocina del autobús sacó de sus ensoñaciones al dentista, resguardado de la lluvia bajo la marquesina del portal y, antes de que pudiera reaccionar, una enorme cortina de agua lo empapó desde los pies hasta la cintura. Se miró los zapatos chorreantes y, con una sonrisa de oreja a oreja, regresó corriendo hacia la consulta para cambiarse de ropa.

 

Publicado en la revista digital Trazos nº 13, de A2VuelaPluma (julio 2025)

viernes, 4 de julio de 2025

AMOR FILIAL

El día que le aceptamos como nuestro paladín, el héroe que debía cuidar de nosotros, se lo tomó muy en serio: se apuntó a un gimnasio para alcanzar la superfuerza; se compró unas gafas de visión nocturna para suplir los rayos láser; y siempre andaba a la caza de arañas por el jardín, tratando de que le picasen para poder trepar por las paredes. Cuando le dijimos que el enemigo era el cáncer, colgó las mallas y la capa en el perchero y corrió a inscribirse en la facultad de medicina.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, julio 2025)


jueves, 3 de julio de 2025

TODO POR AMOR

Jugador empedernido, nunca usa dos veces el mismo número de la lotería, alegando que tiene un sistema infalible. Hoy, una chica nueva le sonríe desde el otro lado de la ventanilla, y los billetes bailan ante sus ojos. “Elija usted por mí”, le dice, sin pensarlo. La muchacha le entrega un boleto; él lo paga religiosamente y lo guarda sin mirarlo, sin sospechar que es el último.

Años después, todavía lo lleva en la cartera, aún sin saber qué número es, ni si llegó o no a ganar aquel sorteo. El auténtico premio ha sido compartir su vida con ella.

Publicado en la web de la ONG Cinco Palabras (julio 2025)


martes, 1 de julio de 2025

EXCESO DE EQUIPAJE

Tengo la boca seca y no consigo dominar el temblor de mis manos. Hace apenas unas horas, su lengua recorría mi piel, nuestros pies se enredaban bajo las sábanas, los gemidos de mi boca morían en la suya. Y ahora, sus ojos vidriosos atraen a los míos como un imán. El color morado de su rostro, las marcas rojizas en el cuello, esa postura quebrada que le hace parecer un juguete roto.

El reloj me recuerda con malos modos que mi avión me espera. Los nervios me cierran el estómago y el cerebro. Si llamo a la policía no me dejarán marchar y, si me voy sin más, creerán que lo hice yo.

Finalmente, aunque con cierta premura, consigo llegar a tiempo al autobús que me conducirá hasta el aeropuerto. Como esperaba, reina el caos en el grupo: alguien ha olvidado el sombrero, otro alguien no encuentra el pasaporte, y un alguien más desastroso que los demás está convencido de haber perdido al niño hasta que lo ve al otro lado de una de las ventanillas.

Al bajar, ya en la terminal, el caos se reproduce, se amplía incluso. Yo me apresuro hacia la puerta de embarque sin mirar atrás. La maleta que quedará huérfana en el vientre del autobús no lleva ninguna etiqueta, lo más probable es que el conductor la deposite en objetos perdidos, y espero estar ya sobrevolando el océano para cuando el hedor comience a filtrarse por sus costuras.

Publicado en la Revista Digital de Valencia Escribe nº 14 (junio 2025)



lunes, 30 de junio de 2025

CAMBIO DE RUMBO

El día que decidió cogerse unas vacaciones, tomó a uno de sus acólitos, lo instruyó en sus deberes, y le traspasó manto y capucha negros, mientras ella se embutía en pantalón corto y camisa hawaiana para no desentonar en la playa de moda. A su regreso, halló sus dominios transformados: su sustituta vestía de corto y de blanco, lo había redecorado todo en tonos pastel, y los difuntos jugaban al mus y a la petanca, bebían mojitos, y por las noches bailaban los últimos éxitos de la radio bajo una bola de luces multicolores.

Sabía que su deber era enfurecerse, poner el grito en el cielo, hacer rodar cabezas con aquella guadaña que ahora colgaba de la pared como un vetusto trofeo. Pero, en vez de abrirles a todos un expediente, se limitó a firmar su jubilación anticipada con un mohín que a nada la comprometía, y regresó a la playa.

Ahora es instructora de pádel-surf, se ha llenado la melena de rastas y lleva en el hombro un tatuaje que reza: “Estoy de Muerte”.

Publicado en la web "EstaNocheTeCuento.com" (Tema: "Lo incorrrecto"), junio 2025

jueves, 26 de junio de 2025

UNA NUEVA RAZA

Ser una princesa sin castillo no es agradable. Vivir enclaustrada en Londres, en una casa victoriana pegada a otra casa victoriana idéntica a la casa victoriana que está pegada al otro lado, tampoco. Y si, además, el padre de esa princesa le ha puesto una guardia -únicamente con la sana intención de protegerla, por supuesto- que no la deja ni a sol ni a sombra, con el resultado de no poder dar un solo paso en libertad fuera de la dichosa casa victoriana, peor que peor.

Así pues, la princesa se aburre soberanamente. Pasa la mayor parte del día acodada en el balcón de su dormitorio, mirando a la gente que circula por la calle. Gente muy elegante, eso es cierto, su padre no iba a escoger una casa victoriana cualquiera para encerrar a su hija -siempre por su bien, por supuesto-, sino que ha elegido un barrio distinguido donde la crema y nata de la alta sociedad pasea montada a caballo o en carruaje por las lindes de un bonito parque cercano, dando toda la envidia del mundo y un poco más a la princesa, que lo tiene absolutamente vedado -solo por su seguridad, por supuesto-.

La princesa está harta de tanto “por supuesto”, está harta de la refinada decoración de su refinado dormitorio, y aún más de la refinada doncella que, cada mañana, le cepilla el cabello alzando hacia el techo su respingona nariz, como si esa tarea le repugnase profundamente. El rictus desagradable que jamás abandona su boca provoca en la princesa una absoluta aversión hacia ella, hasta tal punto que esta mañana echa la llave de su cuarto y le prohibe la entrada a la mujer que, tras aporrear la puerta un buen rato, se aleja por el corredor voceando que se va a quejar a su señor padre porque no es posible que una princesa vaya a vestirse sola.

La princesa suspira y coge de su guardarropa un vestido liviano y cómodo, nada de los complicados faldones y corsés que a la doncella le gusta endosarle -total, ¿para qué?, si no la ve nadie- y sujeta su hermosa cabellera con un simple lazo. Por primera vez en días, una sonrisa francamente divertida ilumina sus ojos: ¿qué diría su padre si la viera así ataviada? Él siempre tan regio, tan digno, tan preocupado por protegerla que la está matando de tedio. ¡Cómo añora su castillo en el campo, las correrías con su hermano pequeño, los dragones!

Ah, los dragones... Es perfectamente consciente de que ese es el verdadero motivo por el cual su padre la ha desterrado a Londres, para alejarla de aquellos “peligrosos monstruos” como él los califica, y que en realidad no son más que pobres criaturas condenadas a achicharrar, uno tras otro, a todos los caballeros que se presentan a las puertas de su cueva con el loable propósito de acabar con la bestia. O, al menos, eso es lo que creen ellos, lo que todo el mundo cree, en realidad: lo que unas cuantas mentiras basadas en el miedo han propagado a lo largo de los siglos.

Pero la princesa conoce lo que esconde el corazón de esos pobres seres: leyó el pavor y la impotencia en los ojos de una cría de dragón con la que tropezó en el bosque durante una de sus excursiones, y que cada vez que estornudaba se abrasaba una pata o la barriga o la cola. Y ahí fue donde tuvo la inspiración de preparar una pócima a base de extractos de plantas, leche y miel que solucionara el problema de la criatura por el sencillo procedimiento de apagar su fuego. La cría de dragón se tomó el brebaje sin rechistar y, por primera vez, pudo abrir la boca sin provocar un incendio a su alrededor. La princesa era consciente de que acababa de privarle de su mejor defensa ante los caballeros que, sin ninguna duda, irían a darle caza, pero se la veía tan feliz...

Pronto se corrió la voz y los dragones hacían cola en el bosque que rodeaba el castillo de la princesa para que les liberase de su maldición, hasta que llegó a oídos de su padre, que -por supuesto- consideró muy poco digna semejante ocupación, y la empaquetó en un carruaje con destino a la casa de la ciudad en la que se encuentra ahora, enclaustrada y aburrida a más no poder.

En ese momento, una figura femenina parada en la acera llama su atención: unos ojos cautivadores de mirada intensa se clavan en los suyos y la princesa se queda sin aliento ante la delicadeza de los rasgos de la mujer. No debe rebasar por mucho los treinta años y sostiene contra su pecho un montón de libros. La ha visto pasar más de una vez calle arriba por la mañana temprano, y calle abajo a última hora de la tarde, y mientras le arden las mejillas bajo su escrutinio, se pregunta a dónde irá. La mujer sonríe de pronto, una sonrisa de una timidez que resulta arrebatadora, y con un pequeño gesto de la mano que hace tambalearse por un breve instante la pila de libros, se despide y desaparece tras la siguiente esquina.

La princesa no sabe quién es esa mujer, pero está decidida a averiguarlo. Motivada por primera vez en mucho tiempo -en realidad, desde que pisó esta maldita casa-, corre a vestirse adecuadamente para salir a la calle, requiere con urgencia los servicios de la doncella -que acude con cara agria y sin ninguna prisa- para arreglarse el cabello, y tolera la compañía de la pareja de fornidos vigilantes sin los que sabe que será imposible su aventura. Aguarda toda la tarde sentada en las escaleras de la entrada, ardiendo de impaciencia, consciente de que su padre no aprobaría que toda una princesa espere, tirada por los suelos, a una desconocida cualquiera. Pero le da igual. Por suerte, él no está aquí para hacerle reproche alguno y, cuando el informe llegue a sus manos -está convencida de que así será-, espera haber resuelto aquel enigma.

Por fin, las largas horas de espera dan su fruto y la mujer reaparece en la calle, desandando el camino recorrido por la mañana. Su rostro refleja evidente sorpresa al encontrar a la joven fuera de su prisión, y duda si acercarse o no. La princesa, al ver que la otra ralentiza el paso, se apresura a acudir a su encuentro, se presenta, le toma las manos, parlotea excitada, la ayuda entre risas a recoger los libros que, sin querer, ha esparcido por los suelos con su amistoso gesto. La mujer la deja hablar, responde a sus preguntas brevemente -el entusiasmo de la muchacha no le deja mucho espacio-, consiente en que la acompañe de vuelta a su hogar para seguir charlando por el camino.

Así, la princesa se entera de que procede de un diminuto pueblecito perdido en el campo en el que ejercía de maestra, y que su pasión por la palabra escrita la llevó a mudarse a la capital, donde a la sazón se gana la vida como bibliotecaria. ¡Ah, la biblioteca! ¡Cómo le gustaría conocer una! La mujer se espanta: ¿es que nunca ha estado en una biblioteca? Eso tiene fácil remedio: emplaza a la princesa a acompañarla al día siguiente y se la enseñará con mucho gusto. La muchacha, entusiasmada, renuncia a la cena de esa noche -sería incapaz de tragar un solo bocado- y la pasa en blanco, tan nerviosa y emocionada se encuentra ante la aventura que la aguarda.

Por la mañana temprano, cuando la bibliotecaria pasa por su puerta camino del trabajo, la princesa ya está en la calle, esperándola con impaciencia mal contenida. La mujer sonríe y caminan juntas, con los imponentes guardias tras ellas, hasta llegar al venerable edificio que alberga la extensa colección de libros de la ciudad. La joven admira las regias columnas de mármol, las enormes puertas labradas, los suelos brillantes, las mesas pulidas. Desliza los dedos por el lomo de los volúmenes dispuestos en decenas de estantes que trepan hasta los altos techos, escala peldaños aquí y allá para alcanzar uno u otro ejemplar que llama su atención, los abre, los hojea, lee alguno que otro párrafo, alaba las ilustraciones.

La bibliotecaria sonríe como quien lleva a un niño al circo para que se deleite con sus maravillas. Parpadea, sorprendida, cuando la princesa le pide, le ruega, que la deje trabajar allí con ella, codo con codo, para disfrutar del tesoro recién descubierto. Indulgente, le explica que eso no está en su mano, pero que puede visitar la biblioteca las veces que quiera y pasar allí el tiempo que desee. Todos aquellos libros están a su disposición.

Ni corta ni perezosa, la princesa -antes abatida reclusa, ahora lectora contumaz y sin medida- devora páginas y páginas, lo mismo de sesuda ciencia que de amena novela, hasta que decide emprender ella misma el arduo camino de la literatura. La bibliotecaria habilita para ella una de las mesas de lectura, le proporciona papel, pluma y tinta, y ve con satisfacción cómo las historias van brotando de aquella cabecita joven y fértil, igual que las flores en un jardín recién abonado, bien regado y con abundante sol.

En sus ratos de descanso, le cuenta a la mujer sus teorías sobre los dragones, le arranca la promesa de que la ayudará a convencer a su padre para dejarla regresar al castillo a proseguir con la tarea de extinguir su fuego. Quizá de esa manera logren, por fin, detener los incendios de aldeas y las matanzas de dragones, y puedan convivir todos en paz, sin incómodos guardias ni latosas doncellas.

Esta noche, la princesa se duerme feliz, apretando contra su pecho una carta recién llegada de su padre en la que anuncia su inminente visita -la ocasión ideal para presentarle a su nueva amiga y poner en marcha su plan-, y sueña con viajar por todo el país a lomos de un dragón, reuniendo miles de libros que acomodará en el castillo y pondrá a disposición de caballeros y aldeanos por igual.

Y así nacerá una nueva raza: la princesa bibliotecaria.

Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025


lunes, 23 de junio de 2025

CLAVE INCORRECTA

Es la tercera vez que llamo al timbre. Ya estoy por dar media vuelta cuando, al fin, la puerta se abre y aparece ante mí el que supongo es el dueño de la casa. Viste vaqueros y camiseta ajustada y, de no ser por ese aire despistado tras las gafitas redondas sin montura, como de científico de comedia de serie B, habría jurado que estoy ante un modelo publicitario: solo le falta sonreír y agitar ante mis narices un frasco de loción para después del afeitado. Aunque quizá sería más apropiado un champú, con esa melena revuelta que gasta, incluido el flequillo con mechón blanco. Tendrá unos cuarenta años, y un rápido y disimulado escrutinio de arriba a abajo y de abajo a arriba me revela que está en buena forma física. Muy buena forma física.

Abro la boca para recitar esa estúpida frase que mi jefe me obliga a soltar -un día de estos voy a tener con él unas palabritas sobre su talento poético- pero, antes de poder emitir sonido alguno, una infernal algarabía resuena desde el interior de la casa, sobresaltándome hasta tal punto que estoy en un tris de soltar la caja de pizza que llevo en las manos.

El tipo sonríe. Seguro que se ha demorado a propósito en acudir para disfrutar con el susto que me ha pegado. Abre la puerta del todo, con un gesto de la mano me invita a entrar y me señala una mesita para que deposite en ella la pizza. Mientras él rebusca el importe en sus bolsillos, me libro de mi carga y me pongo a curiosear la ingente cantidad de relojes que cubren todo el espacio disponible. Hay enormes carrillones en cada rincón, relojes de péndulo y de cuco colgando de las paredes, y sobre los muebles se apilan todo tipo de relojes de sobremesa, grandes y pequeños, antiguos y modernos, con figuritas que bailan o con esferas giratorias, de sencillo acero o con intrincados adornos de metal dorado, incluso hay uno con un pajarillo de cristal que se inclina a beber de una fuente de agua corriente al compás de las campanadas. Montones de campanadas. Campanadas por todas partes. Vibrando en el aire y resonando en mi cabeza, atronando mis oídos y haciendo eco en mi pecho, obligándome a chillar hasta quedarme afónica para hacerme entender por el devorador de pizzas.

Y, de pronto, silencio total. Tan solo mi grito en curso queda suspendido un instante en el ambiente saturado de tic-tacs antes de cerrar bruscamente la boca y ruborizarme hasta la raíz del cabello. El tipo suelta una risita y me da el dinero. Lo meto en mi propio bolsillo, pero me quedo allí plantada, aguardando una explicación. Es lo menos que me debe a cambio del sobresalto que me he llevado.

Entusiasmado al percibir mi interés, procede a explicarme con pelos y señales el origen de cada uno de los mecanismos, que siguen marcando el tiempo a su ritmo, ajenos a la curiosidad de que son objeto. Pero, en realidad, no quiero saber que aquel ha pertenecido a una princesa de Baviera, o que este otro ha sido rescatado de los nazis tras la guerra, o la frecuencia con la que hay que darle cuerda al carrillón más viejo de todos, que por lo visto está hecho a mano con las maderas más nobles. Lo que le pregunto, interrumpiendo con cierta brusquedad su vehemente perorata, es por qué: por qué tiene todos esos relojes. El tipo parpadea, cogido por sorpresa, antes de responder:

- El tiempo es la clave.

Ahora es mi turno de parpadear, perpleja.

- ¿La clave de qué?

- Del pasado, del futuro... ¡de todo!

Definitivamente”, pienso, “está majara”. Comienzo a retroceder murmurando que aún tengo que repartir un montón de pizzas que se están enfriando en la moto, cuando él me agarra por el brazo y se acerca mucho a mi rostro para susurrarme al oído:

- Hoy es el día.

Ay madre. Como una chota, total.”

- Estupendo. Esto... yo me tengo que marchar, de verdad.

- Y te lo puedo demostrar. ¿Me acompañas?

A pesar de la inquietud que sus divagaciones me producen, no puedo evitar sentir cierta atracción por este hombre. Modelo publicitario o científico despistado, emana de él un aura de candor y confianza difícil de ignorar. Mientras mi cerebro da forma a las excusas pertinentes para salir pitando de aquí, mi lengua -loca irresponsable- suelta un “sí, claro” que me hace arrepentirme apenas lo he pronunciado.

Pero ya es tarde: el tipo tiene esa expresión que se les pone a los niños en la cara cuando se les promete un helado de chocolate gigante o un viaje extra en el tiovivo, y ahora a ver quién es el guapo que se contradice. Además, tampoco me da ocasión para ello: cogiendo al vuelo unas llaves de un clavo que cuelga de la pared -en un diminuto, muy, muy diminuto espacio que ha resistido a la invasión relojera-, sale disparado por la puerta, aún abierta, arrastrándome con él. Trastabillo escaleras abajo, protestando que a él se va a enfriar la pizza y que a mí me van a despedir si no vuelvo de inmediato.

Todo inútil. En cuestión de minutos, rodamos en un utilitario de color verde esmeralda -nunca había visto un verde tan verde- por la carretera de la costa, rumbo a no sé qué playa que asegura que es el lugar ideal para el experimento. “¿Experimento? ¿Qué experimento?”. Empiezo a asustarme, temiendo que el tipo haya enloquecido y tenga un arma nuclear escondida en uno de los relojes, o algo así, cuando toma derrapando un camino de tierra parcialmente oculto por árboles y matojos y, traqueteando, llegamos a destino. O eso me figuro, porque él detiene el motor y corre a buscar algo del maletero.

La bomba”, pienso, con la boca repentinamente seca. Pero no: solo es un reloj. Otro reloj. El tipo me toma de la mano y me conduce hasta la orilla. Me hace sentarme en la arena caldeada por el sol, junto a él, y coloca el reloj entre ambos. Es bonito, hay que reconocerlo: una esfera ovalada en el centro, rodeada de delfines y tortugas marinas labrados en plata, que emite unos suaves chasquidos en lugar del consabido tic-tac.

- Pronto será la hora -sentencia, mirando al frente.

Sigo la dirección de sus ojos y paseo los míos por la playa marcada por la presencia humana: una tumbona rota, cigarrillos esparcidos por doquier, trozos informes de comida llenos de moscas, una rueda de bicicleta pinchada, una botella de agua medio llena, pedazos de vidrio que aún apestan a cerveza. Las olas que se acercan, cansinas, hasta la orilla, tienen una pátina de algo aceitoso mezclado con su espuma, que no es blanca sino de un tono ocre sucio y repulsivo. Algo más allá, restos de plástico -bolsas o bidones o vaya usted a saber- flotan mecidos por el vaivén que en tiempos fue brioso y que ahora se ha vuelto apático, como si se hubiera dado por vencido.

El tipo acaricia el reloj cuando éste da las ocho. El sol inicia su lento descenso hacia la línea del horizonte: nos queda apenas una hora de luz.

- ¿Y ahora, qué? -pregunto con timidez.

Aún no estoy del todo convencida de que el artilugio no lleve camuflado un dispositivo que haga surgir, desde un silo submarino oculto, un misil destinado a aniquilar a la raza destructora del planeta. El tipo se encoge de hombros.

- No lo sé. Sólo sé que la clave es el tiempo, pero no tengo muy claro cómo utilizarlo para arreglarlo todo.

Respiro, aliviada: no vamos a volar por los aires, después de todo. No de inmediato, al menos, y no por su culpa. Le miro de reojo. Su perfil es bonito. Y ese aire de determinación, de caballero andante con un reloj por armadura, me resulta muy atractivo. Por un momento, fantaseo con la idea de pegarme a él, acariciar su espalda, quizá mordisquearle el lóbulo de la oreja... y dejar que la situación se resuelva por sí sola. Estoy en esa etapa de mi vida en la que necesito con urgencia un cambio, a ser posible a mejor: seguir viviendo en casa de mi madre con veinticinco años y trabajar como repartidora en una pizzería no es para lanzar cohetes, precisamente, aunque hace tan solo unos minutos pensara que eso es justo lo que estábamos a punto de hacer.

Decidida a intentarlo, inicio la aproximación pero, apenas mi mano se ha posado en su espalda, él se pone tenso y presiento un rechazo fulminante en el minuto uno de mi avance. Ya estoy buscando una justificación cuando el tipo grita y se levanta de un salto. “Pues tampoco es para tanto”, pienso, consternada. Pero él sigue gritando y señalando un punto a su derecha. Le sigo cuando sale a la carrera levantando olas de arena a su alrededor.

- ¿Qué pasa? -pregunto, sin aliento, al darle por fin alcance.

- ¡Mira! -señala, exultante.

Ha rescatado un objeto semienterrado y le está quitando la arena con un extremo de su camiseta. Procuro ignorar la parcela de piel desnuda que queda a la vista y que me tienta poderosamente. Carraspeando, pregunto:

- ¿Y para qué queremos una vieja máquina de escribir? Seguro que ni siquiera funciona.

Pero él sigue limpiándola hasta dejarla razonablemente presentable y, con reverencia, la coloca en el suelo, ante él. Me parece escuchar el sonido de unos tambores lejanos y un escalofrío me recorre el cuerpo.

- A este paso vamos a terminar en Jumanji, ya verás, luchando por nuestra vida en una selva tenebrosa llena de criaturas letales -murmuro, dejando volar la imaginación, que de eso, precisamente, no me falta.

Pero el tecleo de la máquina apaga los tambores de mi cabeza: el tipo escribe a toda velocidad -¿de dónde demonios ha sacado este hombre un papel en blanco?- y habría jurado que la tierra tiembla bajo mis pies. Cuando por fin se detiene, aguardo conteniendo el aliento a que vuelvan los tambores o a que una estampida de rinocerontes nos pase por encima o a que lluevan arañas de este precioso cielo crepuscular.

Un momento... ¿precioso cielo crepuscular? ¿Precioso, en serio? ¿Qué ha sido de los densos nubarrones y las estelas blancas que contaminaban la atmósfera hace unos minutos? Echo un vistazo alrededor: ni rastro de plásticos en el agua ni de desechos en la arena, que luce sin una sola huella, ni siquiera las nuestras. Pequeñas olas lamen la orilla, juguetonas, con un alegre susurro de lo más encantador. Incluso una pareja de delfines -¡delfines, por Dios!- salta a lo lejos en el agua clara y limpia como nunca la he visto. No consigo cerrar la boca.

El tipo se levanta del suelo, con un suspiro satisfecho, y me toma de la mano.

- Bueno, pues ya está resuelto: al parecer, no había elegido el artefacto adecuado. Ahora ya podemos volver a lo que estábamos.

Y me toma de la cintura para estamparme un ardiente beso en la boca que me sabe a gloria y me nubla los sentidos. Tanto que, mientras le echo los brazos al cuello y me abandono a sus labios, me parece atisbar por el rabillo del ojo, justo antes de cerrarlos, a un gigantesco y pacífico dinosaurio dándose un baño.

Finalista en el I Certamen Literario de Relato Corto de Russafa Radio (Valencia), mayo 2025


viernes, 20 de junio de 2025

LA MÁS POPULAR

Susana tararea mientras limpia con esmero los marcos de los cuadros. En el Museo todos la adoran. El Caballero de la Mano en el Pecho juega a esconder cada día un dedo diferente bajo la palma para hacerla reír. El Emperador Carlos V hace caracolear a su caballo cuando ella pasa por delante. La Maja Desnuda le guiña un ojo con picardía y la Vestida le regala una dulce sonrisa. Y de vez en cuando, las Tres Gracias salen del lienzo para intercambiar impresiones con ella tomando el té.

Publicado en la web de Adella Brac (Reto 5 líneas, junio 2025)