He puesto en venta la casa del pueblo. Esta tarde va a verla una pareja, así que cojo a los niños y nos vamos de excursión.
Aparco en la plazuela. Ahí sigue el viejo olmo, a pesar de los años y del agujero de aquella bomba, durante la guerra, la que le vació las entrañas y estuvo a punto de derribarlo. Pero ese árbol creció con mis abuelos y algo de la dureza de esa generación se le debió pegar porque se negó a rendirse y caer, echó brotes y ahí se quedó. La hiedra que se ha ido enroscando en su tronco le confiere un verdor ajeno que le sienta bien, como un traje primaveral en pleno otoño.
La puerta de la casa chirría al abrirse. Mis hijos la empujan, impacientes, y corren hacia la alacena. A los dos minutos reaparecen provistos de escobas: ya se conocen el procedimiento y quieren colaborar en la limpieza.
Mientras levantan torbellinos de polvo en la sala, yo paso un trapo por los rincones, alborotando a las arañas que han tejido sus hogares desde nuestra última visita, en primavera. Y son unas cuantas. Al entrar en la cocina, los tarros de especias sobre la repisa de ladrillo rojo de la chimenea me traen el inconfundible olor del pimentón y el orégano. Cierro los ojos, aspiro hondo y una escena de mi niñez me asalta a traición, como un ladrón en medio de la noche.
Mi abuelo en su silla baja, las piernas cubiertas por una tela a cuadros en la que van cayendo las migas que corta, con paciencia infinita y su inseparable navaja, del redondo pan candeal para que mi abuela, encorvada como un añoso olivo, con su moño níveo siempre impecable, las cocine a fuego lento en la inmensa olla arropada por las trébedes, remueve que te remueve con el cucharón de madera, esparciendo su fragante aroma por toda la casa.
Mis hijos me devuelven al presente al irrumpir en la cocina enarbolando las escobas como bucaneros en plena batalla naval, en pos de un ratoncillo de campo que zigzaguea desesperado para esquivar los escobazos. Sonriendo, abro la puerta que comunica con el patio y el animalillo escapa por los pelos, ante las protestas de los intrépidos cazadores. Me maravilla el parecido del incidente con aquel otro, tantos años atrás, cuando era mi madre quien blandía la escoba tras el esquivo ratón y yo quien le iba a la zaga intentando evitar la escabechina.
Ya que estamos en el patio, nos acercamos al jardín de atrás. El laurel sigue trepando hacia el cielo como surgido de una habichuela mágica pero los rosales que cubrían la tapia han sucumbido al voraz acoso de las malas hierbas. En su esquina, impertérrito, monta guardia el cilindro que mi padre construyó un verano para que mi madre plantara perejil. Paso con ternura mi mano sobre sus paredes grises y rugosas, que aún conservan las conchas marinas que mi padre incrustó en el cemento fresco, aunque la tierra del interior está yerma y reseca desde hace años. Mis hijos me miran inquietos, atentos a la indecisa lágrima que reluce en mis pupilas.
Tantos recuerdos...
Las cinco en punto, la hora convenida, nos sorprende en mi dormitorio de la planta alta, junto a la buhardilla, relatando cómo aquel voluminoso colchón aspirante a monstruo, al detectar un cuerpo, lo engullía con avidez inmovilizándolo en sus lanosas profundidades. El rumor de un coche en la plazuela nos advierte de que los compradores han llegado.
Bajo a recibirlos y me encuentro con una pareja encantadora en busca de un refugio tranquilo para su jubilación, que ya asoma las orejas en el horizonte. Enseguida conectamos, como si una corriente invisible hubiera tendido un hilo misterioso entre aquella mujer menuda, toda sonrisas, y yo. Me preguntan por mi vida allí y me lanzo a desgranar historias de vacaciones de verano, carreras en bicicleta, zarzales rebosantes de moras, paseos en la borrica del abuelo...
A medida que recorremos la casa, me siento más a gusto con aquellas personas extrañas y, sin embargo, tan curiosamente familiares. Charlamos de todo y de nada. Ella se fija en pequeños detalles: el costurero de mimbre de mi abuela, los cojines de ganchillo de mi madre, el viejo televisor en blanco y negro. Él admira mi puzzle del Castillo de Hohenzollern, que cuelga en el comedor, y me confiesa que siempre quiso visitarlo. “Debe ser el destino”, dice.
Eso empiezo a pensar yo: que el hado me ha traído a estas dos personas para que cuiden de una casa que yo no puedo conservar pero de la que me resisto a desprenderme. “Se nota que habéis sido felices aquí” dice la mujer, con los ojos fijos en los míos. Un nudo me oprime la garganta y sólo puedo asentir. Son ellos, lo tengo claro.
Me piden tiempo para pensar y se van a ver el pueblo. Yo empiezo a cerrarlo todo: puertas, persianas, grifos, luces. Los niños exploran la jungla imaginaria camuflada en un terreno baldío junto a la casa, aprovechando que las sombras del crepúsculo convierten cada pedrusco en una fortaleza, cada tronco en un gigante, cada matorral en una bruja. No puedo evitar una sonrisa: es el mismo juego, en el mismo lugar, que cuando yo era pequeña.
La pareja regresa encantada: el pueblo, pequeño y apacible, con sus calles torcidas y sus esporádicos muretes de adobe, les ha conquistado. Ellos también lo tienen claro.
En pocas semanas se tramita el papeleo y firmamos las escrituras. Está hecho. Una última visita a la casa para recoger las pocas cosas personales que aún quedan. Y para despedirme: lo más difícil.
Sin embargo, no fue realmente una despedida. Aún seguimos en contacto y vamos por allí de vez en cuando. Nos muestran las novedades: la flamante pintura mostaza de la fachada; los viejos muebles restaurados; el destartalado desván reconvertido en coqueta sala de estar, llena de sillones, cojines y alfombras en azules y blancos. Y también el renacimiento de los rosales del jardín, la replantación de perejil en la cisterna de cemento, y mi puzzle del castillo, resiliente en su privilegiado lugar del comedor.
Han encajado de maravilla en la vida cotidiana del pueblo, han hecho amistad con sus gentes, y han descubierto los bollos de aceite del Marús, con los que nos obsequian en la merienda, para deleite de mis hijos. Y, entre bollo y bollo, mientras hilamos con calma estival conversaciones intrascendentes, anécdotas recientes y remembranzas del pasado lejano, me siento como en familia.
Y ya no se me encoge el corazón al
pensar en la casa del pueblo, la que acogió tantos veranos de mi
niñez, la que fue de mis padres, la que construyeron mis abuelos
pedacito a pedacito, porque sé, sin ninguna duda, que entre sus
paredes sigue discurriendo la felicidad.
Primer Premio en el XI Certamen de Relato Corto “En torno a San Isidro” (Ayuntamiento de Saldaña, Palencia), julio 2022
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