sábado, 17 de junio de 2023

BUENAS INTENCIONES

Me había pasado la noche estudiando para el examen de lengua. No es que me entusiasmase demasiado la asignatura, se me daban mucho mejor las matemáticas, pero tenía que reconocer que los análisis morfológicos, los sintagmas verbales y las figuras gramaticales sonaban mejor que las razones trigonométricas, las operaciones con quebrados y el producto de matrices.

Y no era una cuestión de pronunciación ni de ritmo ni de cadencia. Puestos a comparar, el vozarrón de Don Carlos explicando los tipos de ángulos de un paralelogramo no tenía nada que hacer frente a la dulce y meliflua vocecilla de Doña Inés desgranando las partes de una oración. De igual manera, la brillante calva y el poblado bigote de Don Carlos, su figura rechoncha y sus andares de orangután palidecían ante la delicada silueta, los grandes ojos y las blancas manos de Doña Inés.

Cuando la tiza volaba sobre el encerado derramando letras de exquisita caligrafía, siempre en perfecta alineación, me resultaba imposible concentrarme en el significado de aquellas frases: yo sólo veía elegantes tes con sombrero de plumas, altas haches de sonoro mutismo, gráciles efes contorsionistas o rotundas oes de retorcido rabito. Así, no es de extrañar que cada vez que Doña Inés me reclamaba a su lado en la tarima pareciese estar en babia y fuese incapaz de analizar en condiciones ninguna de las oraciones que me proponía. Sin embargo, lejos de reprenderme con dureza, aquella bendita mujer se esforzaba en ayudarme a llevar a buen puerto la descarriada nave de mi comprensión lingüística, repitiéndome una y otra vez las lecciones aprendidas, en un denodado y fútil esfuerzo por inculcarme los conocimientos necesarios para superar el curso.

Cualquier otro alumno en mi lugar se habría avergonzado de tener que salir a la pizarra tan a menudo, pero yo entraba en éxtasis cada vez que la profesora me requería, y no palidecía de humillación ni enrojecía de bochorno, sino que me limitaba a disfrutar de su cercanía, del afrutado aroma de su perfume, del leve siseo de su respiración, del vértigo que me producía aquella mirada aguamarina clavada en mi persona.

Para este examen había decidido ponerme a estudiar de firme, sin distracciones, pensando sólo en el contenido de los temas y no en sus palabras, que sembraban ecos en mis recuerdos y anulaban mis buenos propósitos, y hasta el momento lo había conseguido. Estaba convencido de que esta vez lo iba a bordar, de que iba a sacar la máxima nota, y de que ella estaría orgullosa de mí. Puede que me diera unas palmaditas en la espalda o incluso un beso en la mejilla, y me susurraría al oído: “muy bien Pablito, estaba segura de que podías hacerlo”. Y yo le sonreiría, orgulloso, y... y al fin aprobaría la asignatura.

Y pasaría al curso siguiente.

Y la perdería para siempre.

Allí sentado, frente al cuadernillo del examen, tomé consciencia de lo que me jugaba en aquella prueba, de mi inevitable y cruel destino si volcaba en aquella hoja en blanco todo el saber que había logrado almacenar durante aquella noche en vela salpicada de verbos irregulares, adjetivos posesivos y café con leche.

Alcé la mirada y la vi sentada a su mesa, expectante, animándome sin palabras, sonriéndome con los ojos. Y empecé a escribir. Rápidamente, frenéticamente, desesperadamente. Escribí durante cincuenta y tres interminables minutos, hasta que el timbre me hizo dar un respingo en la silla y estampar un borrón de tinta junto a mi firma.

Doña Inés recogió los ejercicios con calma, trazando minuciosamente su recorrido para acabar con mi examen entre sus manos, el último de todos. Lo iba leyendo de camino a su mesa, respondiendo distraídamente a las despedidas de los restantes alumnos, que salían del aula alborotando como de costumbre. Yo permanecía en mi silla, inmóvil, silencioso, viendo cómo sus hombros se iban inclinando hacia delante con el peso de la decepción. Al fin, un suspiro estremeció su menudo cuerpo y se irguió para guardar la pila de folios en su cartera.

Después de todo, tanto estudio había dado sus frutos: había conseguido esquivar hábilmente las respuestas correctas para asegurarme un suspenso categórico, incontestable, sin remisión.

Y mientras salía por la puerta, la oí musitar unas palabras que sonaron en mis oídos a música celestial: “nos vemos en septiembre, Pablito”.

Publicado en la Revista Digital "Letraheridos" nº 22 (abril 2022)

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