Miró a su alrededor. Desde su olvidado rinconcito tenía una buena panorámica del iluminado escaparate. Podía contemplar a sus compañeros sin que ellos se dieran cuenta: a veces, ser ignorado tiene sus ventajas. Hacía tiempo que había renunciado a participar en las conversaciones generales y se limitaba a quedarse allí, acurrucado en su rincón, observando y escuchando.
Ya no recordaba cuánto tiempo llevaba en aquel escaparate. Al principio, el dueño de la tienda le cambiaba de cuando en cuando de lugar: unas veces más arriba, otras más abajo; unas veces más adelante, otras más atrás. Hasta que, poco a poco, se fue quedando relegado a los sitios menos visibles y más oscuros y, finalmente, ya no se movió más del rincón que ahora ocupaba, medio oculto detrás de una enorme caja de juegos de mesa.
Con el paso de los días, había ido viendo cómo los demás juguetes eran vendidos y reemplazados por otros cada vez más sofisticados, con colores más vivos, con sonidos más reales, con más complementos, más caros. Las modas cambiaban, los niños querían lo que veían en la televisión o en manos de sus amigos, olvidado ya lo que habían deseado tanto hacía tan sólo unos meses. Y él seguía allí, en su rinconcito, mirando con ojos cada vez más tristes a los curiosos que se detenían frente al cristal... y lo ignoraban.
Paseó la vista, una vez más, por sus compañeros. Robots virtuales, cocinas perfectamente equipadas, cochecitos de última generación para muñecos a los que no les faltaba ni respirar, todoterrenos teledirigidos de inmensas ruedas, dinosaurios de goma que rugían, puzzles en tres dimensiones con efecto fosforescente. Se había acostumbrado a ver de todo y ya no le sorprendía nada; en realidad tampoco los consideraba sus rivales: simplemente él era distinto –cada vez más distinto- a todos los demás.
Lo único que realmente le dolía, lo que teñía su corazoncito de trapo con una gota de amargura era el grupo de muñecos que se apelotonaban en una enorme estantería del fondo, a su izquierda, bien iluminados. Era el último grito en peluches: todos blanditos, suaves, antialérgicos, lavables en frío. Bulliciosos, con sus vocecillas alegres y sus risitas contagiosas, bromeaban sobre quién sería el siguiente en ser empaquetado en una de aquellas preciosas cajas de colores con lazo dorado, para ir a adornar la cuna cubierta de volantes de algún afortunado niño que lo contemplaría embelesado.
La colección resultaba tanto más atrayente por lo variopinta: una gatita con un gran lazo rosa al cuello, un mono que colgaba del estante sujeto tan sólo por tres dedos de un pie, un gigantesco oso pardo sentado majestuosamente en la esquina, un hato de ovejas blancas como la nieve entre las que asomaba una negra como un tizón, unos cuantos cerditos rosados, con sus rabitos enrollados coquetamente, desperdigados aquí y allá...
Mirando por enésima vez aquellos encantadores muñecos de peluche, sintió cómo se humedecían sus ojillos de cristal. Sorbió fuertemente por la nariz, fingiendo evitar un estornudo. No quería que lo vieran llorar. Pero una idea le martilleaba el cerebro una y otra vez, y le atenazaba la garganta con dedos de acero: viendo aquellos dulces seres, ¿quién compraría un pequeño e insignificante conejo de trapo?
Algo parecido rondaba por la cabeza del dueño de la tienda. Cada vez que renovaba el escaparate se topaba con aquel dichoso conejo de trapo y le asaltaba la duda: ¿y si lo retiraba? Hacía siglos que estaba allí y no parecía resultar demasiado atractivo para los clientes. Pero, al final, terminaba dejándolo tranquilo en su rincón. “Total, tampoco estorba...”, se decía. En el fondo estaba un poco encariñado con aquel conejillo, que le recordaba sus primeros tiempos en el negocio, años atrás.
Pero esa Navidad se decidió. Había recibido una remesa de nuevos juguetes y eran enormes. También quería colocar algunos adornos navideños, un pequeño abeto, un Papá Noel... Tenía que dejar sitio libre y el conejo de trapo salió de su rincón para no volver. Cuando el hombre dio por finalizada la decoración del escaparate, lo recorrió por última vez con la vista, satisfecho, y al dar media vuelta... se le cayó la sonrisa a los pies. Tumbado sobre uno de los pulidos mostradores, el conejito lo contemplaba con sus ojillos de cristal, botones brillantes bajo las luces halógenas. Y ahora, ¿qué iba a hacer con él? Con un suspiro, sacó un cepillo suave de un cajón y le limpió el polvo con ternura mientras cavilaba. Poco a poco, la sonrisa se fue dibujando de nuevo en sus labios, hasta que terminó su tarea y levantó el muñeco a la altura de su cara.
– Te voy a llevar con tu nueva dueña. Verás qué contenta se va a poner.
El conejo sintió un hormigueo recorriendo su cuerpecillo. ¡Por fin tendría un hogar! Lo que tantas veces había soñado y que con el paso del tiempo había terminado por descartar como imposible, al fin iba a hacerse realidad.
No hubo caja de colores, no hubo papel de regalo, no hubo lazo. Solamente una bolsa de plástico, un breve trayecto en coche después de una espera en la trastienda que se le hizo eterna y, finalmente, vio de nuevo la luz en una habitación cálida y alegre, con un olor muy particular, un agradable aroma a ropa limpia y a colonia infantil.
Y allí estaba aquella encantadora criatura, mirándolo con sus grandes ojos muy abiertos y una boquita de rotundo asombro que pronto se transformó en una inconfundible sonrisa de bienvenida. Los menudos bracitos se alargaron hacia él, ansiosos, y dos manitas de suaves dedos diminutos lo asieron y lo apretaron con nerviosismo. Rápidamente exploraron el cuerpecillo relleno, las regordetas patitas, las largas orejas y el hocico puntiagudo y aterciopelado. Con un gorgorito de pura alegría, la niña lo estrechó blandamente contra su pecho.
Entonces, el pequeño conejo de trapo lo supo: estaba en casa.
Finalista del I Certamen Literario de Poesía y Cuento "Ana Pelegrín" (Editorial ECOS, Arte y Cultura), enero 2024
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