Nieva. Los copos blancos que planean en el viento helado me traen recuerdos de ti, de la última vez que comimos helado y manché la punta de tu nariz de leche merengada.
Era verano, época de cielos brillantes, de tardes que se alargan en la pereza de los últimos rayos de sol. Sé que a ti te gusta el verano, sé que prefieres el calor, tumbarte en la playa como una adorable lagartija, con tu bikini verde y tu larga, larguísima cabellera esparcida por la arena.
Me disculparás si yo me decanto por el frío invernal, una buena tormenta golpeando los cristales, cubriendo con sus pinceladas verticales el gris de una tarde de domingo. Arrebujarse bajo una manta con un chocolate caliente y verte dormitar en el sofá, con el libro deslizándose entre tus manos, esas manos que todavía me ponen la piel de gallina cuando me acaricias.
El invierno es época de prisas, de agitación, de actividad febril. De comidas familiares, de churros en el desayuno, de películas nocturnas con palomitas. Es época de fiestas, de regalos, de largas llamadas telefónicas a amigos lejanos. Es época de Navidad.
Navidad. Mi época.
Me gusta verte junto al árbol esparciendo guirnaldas, colgando bolas, encendiendo luces, enderezando esa estrella que siempre se tuerce pero que nunca se cae. “De este año no pasa”, dices sonriendo mientras la sujetas con fuerza a la endeble ramita de la punta. Y, como un sortilegio, el año siguiente te escucho repetir la misma frase con la misma estrella y la misma sonrisa pícara y dulce.
Tu sonrisa es mi estrella. Tus dedos son mis guirnaldas. Tus ojos son los únicos adornos que necesito para ser feliz. Navidad. Y tú.
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