Miré por la ventanilla del avión: Madrid se difuminaba en la distancia, entre jirones de nubes. Me acomodé en el asiento y cerré los ojos. Había sido fácil. El guardia del museo no había sospechado nada y la milenaria estatuilla reposaba entre goma espuma en mi maletín, a buen recaudo bajo el asiento delantero. Me bebí el café que me ofreció la azafata, que me pareció vagamente familiar. Cuando desperté estábamos en tierra, todos habían desembarcado, y el sobrecargo me juraba que en ese vuelo no había ninguna azafata pelirroja.
Finalista del Concurso de Microrrelatos "Microhistorias desde el encierro" (Museo de Historia de Madrid), mayo 2020
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