Cuando era pequeña, me escapaba de la masía mientras la abuela dormía la siesta, me tumbaba en el prado, entre amapolas y margaritas, y esperaba. Esperaba hasta sentir la leve vibración del suelo y entonces me asomaba por encima de las hierbas altas para ver cómo la cabeza del monstruo emergía de su cueva rugiendo y resoplando, con los ojos chispeantes y su largo cuerpo serpenteando entre los campos. Y soñaba con domarlo algún día y cabalgar sobre él rumbo a tierras desconocidas, tierras de tesoros, tierras de magia, tierras de libertad.
La cruda realidad es que tengo que lidiar todas las mañanas con ese dragón para llegar hasta la oficina, y de nuevo al caer la tarde para regresar a casa, donde mi hijita espera ansiosa escuchar mis peripecias a lo largo del trayecto. Cada noche una aventura distinta: salvar a un príncipe en apuros en Hospitalet, derrotar a un malvado brujo en Molins de Rei, localizar una joya perdida en Martorell.
Y al llegar las vacaciones estivales, el dragón se torna benévolo y nos devuelve a las tierras de mi niñez, donde soñamos juntas con monstruos y caballeros, tumbadas en el prado, entre amapolas y margaritas.
Finalista en el Certamen "Mujeres y Viajeras" (Renfe Rodalíes Catalunya), abril 2021
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