Una mañana como otra cualquiera. El hombre se levanta, se avía, toma un rápido desayuno -ya almorzará como es debido más tarde, en el campo, con lo que la mujer le haya puesto en el talego-, y se apresta a comenzar la jornada. Es temprano aún, el sol está rayando el horizonte con un tímido brillo ambarino que baña los campos de color miel. Aún así, su fiel compañero ya le espera en la puerta, golpeteando impacientes sus cascos en los adoquines del patio.
El hombre se acerca con calma, no hace falta correr, las mieses no van a ir a ninguna parte. Le da unas palmaditas en el lomo, le tironea de las crines hirsutas, pega a su morro la mano callosa. El animal saborea el terrón de azúcar que ésta esconde, con fruición y con presteza: sabe que si aparece la mujer les regañará a los dos por ese capricho, inocente pero indebido. Aquí llega, demasiado tarde: la golosina ha desaparecido sin dejar rastro y ambos compinches la miran, todo inocencia los ojos viejos, todo inocencia los redondos ojos.
La mujer, sin sospechar la pequeña triquiñuela, asegura el pesado talego y sacude la cabeza en señal de despedida, antes de volver a sus quehaceres. La jornada es larga y el trabajo arduo.
Por fin están listos. El hombre se encarama al lomo del animal, se acomoda sobre la tosca manta y emite un chasquido con la lengua. El asno agita las orejas e inicia la marcha. Franquea el portalón del patio, desciende la cuesta, sale al camino, llega al campo. No necesita ninguna indicación, se sabe el trayecto de memoria: es el mismo de cada día, desde hace ya tantos años que le parece que no ha hecho otra cosa en su vida. Patio, cuesta, camino, campo. Patio, cuesta, camino, campo. Y al caer la tarde lo contrario: campo, camino, cuesta, patio. Y al llegar a casa, un buen cubo de agua fresca y una bala de sabroso heno. ¿Quién dijo que los burros no tienen paraíso?
Mientras el hombre se afana con la hoz, bajo el sol que ya calienta lo suyo, él puede deleitarse con la hierba tierna cercana al río, a la sombra de los sauces, pero sin quitar ojo al talego que descansa en una grieta rocosa, al fresco; sabe que cuando el hombre lo abra para almorzar, siempre habrá una jugosa zanahoria para él.
Ese día, sin embargo, algo es diferente. Ha pasado mucho rato y el talego sigue en su lugar, intacto. El sol declina ya hacia las montañas pero el hombre no ha venido a por su comida. El animal suspira por su zanahoria y decide ir a investigar. Se aparta de la arboleda y cruza el campo, levantando polvo al triturar los terrones con sus pezuñas. Anda, el hombre está durmiendo la siesta. Pero, ¿por qué a pleno sol? ¿Y por qué en esa postura tan incómoda?
El asno se acerca, olisquea, resopla entre dientes. Nada. Agacha la cabeza, le empuja el hombro con el morro, rebuzna. Nada. Patea el suelo con fuerza, rebuzna de nuevo. Está asustado: algo no va bien. Rebuzna más alto, vuelve a patear. Por fin, el hombre abre los ojos lentamente, hace una mueca de dolor, respira profundo, muy despacio.
- Eh, amigo, échame una mano -murmura.
El burro se apresura a poner la cabeza al alcance del brazo tendido. El hombre se agarra del ronzal y trata de levantarse pero le fallan las fuerzas. El animal espera, paciente. Al segundo intento, afianza bien las patas en la tierra y tira de la cuerda, con suave insistencia, hasta que el hombre consigue ponerse en pie. Jadea con dificultad, como si le costase meter el aire en los pulmones.
Despacito, se dirigen los dos hacia un montón de pedruscos, que el hombre escala para poder alzarse hasta el lomo del asno. Le lleva un rato pero finalmente alcanza su objetivo y, medio sentado medio derrumbado sobre el cuello peludo, le susurra al oído:
- Vamos a casa, compañero.
Obediente, inicia el retorno por el conocido camino, sube la cuesta, entra en el patio. Aún es pronto, no se ha puesto el sol, no los esperan. El animal rebuzna con fuerza, siente que el hombre se desliza hacia el suelo, arrastrando la manta con él, teme que se haga daño. Un grito de alarma, la mujer corre hacia ellos, atrapa a su marido en sus nervudos brazos y lo deposita con cuidado sobre los adoquines. Un chiquillo asoma la cabeza por la puerta de la cocina, curioso, y al ver la escena abre mucho los ojos y sale disparado, sin mediar palabra: sabe dónde vive el médico.
Es muy tarde cuando la mujer sale al patio y conduce al jumento al establo. Le da de comer y de beber, le acaricia la testuz con sus manos ásperas. En su rostro se aprecian surcos de lágrimas. El asno se remueve, inquieto. Para su sorpresa, antes de retirarse la mujer le obsequia con un terrón de azúcar. Goloso, lo mastica y se relame. ¿Será una buena señal o todo lo contrario?
Pasan varias semanas sin que el hombre pise la cuadra. Es el chiquillo quien va a verlo a diario, lo cepilla, le pone agua limpia y paja fresca, le hace dar vueltas por el patio para que no se le agarroten las patas, que ya tienen sus años. Y todos los días, sin faltar uno, le lleva una enorme y suculenta zanahoria, que él engulle con agrado.
Por fin, una soleada mañana, aparece el hombre sonriente, vestido de domingo con la camisa blanca abotonada hasta el cuello y la boina buena. Monta en su lomo, como de costumbre, pero no salen del patio empedrado. El hombre está quieto, muy tieso, y frente a ellos un individuo extraño con un extraño aparato entre las manos que lanza de pronto un fogonazo y una nubecilla de humo. Y ya está, de vuelta al establo, sin cruzar el patio ni bajar la cuesta ni tomar el camino ni llegar al campo, sin hierba tierna ni sombra de sauce. Al día siguiente ya tendrán tiempo de retomar la rutina, con calma, sin correr, los dos juntos, como siempre.
Y sobre la mesilla de noche, la fotografía enmarcada de los dos compañeros. Un recuerdo permanente de ese amigo fiel que un día le salvó la vida.
Primer Premio en el IV Concurso de Relato "Una Imagen y Mil Palabras" (Ayuntamiento San Pedro de Gaíllos, Segovia), mayo 2021
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