jueves, 18 de mayo de 2023

EN BUSCA DE MASCOTA

Me acerqué despacio al cristal. Al otro lado del escaparate cuajado de marcas de dedos, un par de seres canijos y regordetes estaban enzarzados en una pelea amistosa, seguida con desinterés por su bovino progenitor. El cuarto miembro del grupo, una hembra pizpireta, se aproximó en cuanto reparó en mí y posó su naricilla contra el vidrio. Yo ladeé la cabeza amistosamente.

Ella hizo una serie de muecas y luego llamó la atención de los demás. Tras un breve intercambio de palabras, entraron todos en la tienda, desparramándose como una ruidosa marabunta. Los dos hermanos se apoderaron enseguida de sendos cachorros de mastín, cada uno más fiero y horroroso que el otro. El padre soltó un fajo de billetes y los dos perros salieron de la tienda, babeando y arrastrando por la acera a los niños, que reían divertidos aferrados a sus correas, pensando que eran ellos quienes tenían el control. Qué ilusos.

¿Y tú, hija, has elegido ya?

A la dulce niña se le iluminó la carita con una sonrisa angelical y extendió un dedo para señalarme a mí. ¡A mí! El gozo me inundó y tuve que contenerme para no dar saltos de alegría.

El padre hizo un mohín de disgusto, pero soltó un par de billetes más y se abrió la jaula de cristal que había sido mi hogar y mi prisión durante mi breve existencia.

La pequeña me tomó cuidadosamente entre sus tibias manitas y me acarició con ternura, musitando palabras cariñosas que sólo ella y yo alcanzamos a escuchar. Extendí al máximo mis ojos para verla mejor –¡qué guapa es!– y los agité alegremente, removiéndome ilusionado dentro de mi concha.

¿Quién dijo que un caracol no puede ser feliz?

 

Publicado en la Revista Digital "El Silencio es Miedo" nº15 (junio 2018)

 

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