domingo, 13 de agosto de 2023

MI DAMA BLANCA

Por fin, mi sueño estaba a un paso de cumplirse.

Tantos años de esfuerzos, de dura disciplina, de preparación, culminaban en este campeonato en el que trataba de alzarme con el trofeo al mejor ajedrecista nacional, que a su vez me abriría las puertas de los torneos internacionales.

Me había retirado temprano pero, como suele ser habitual en los hoteles, la habitación estaba demasiado caldeada y había terminado por arrojar el edredón al suelo y tumbarme sobre las sábanas con tan solo el pijama cubriendo mi cuerpo sudoroso. Después de dos horas de contar ovejas en vano, opté por una ducha fría que únicamente me proporcionó un alivio pasajero y, ya desesperado, hice uso de la cafetera que había sobre el minibar.

Es sabido que el café despeja y aclara las ideas, y por ello no es recomendable tomarlo antes de dormir, y qué decir de ingerirlo en mitad de la noche cuando uno está más que desvelado. Sin embargo, su fragancia suele ejercer en mí un efecto calmante que en ese preciso momento era lo que más necesitaba. Así pues, preparé un café bien cargado y dejé que su potente aroma invadiera por completo el cuarto y mis sentidos, me acomodé de nuevo en la cama y, cerrando los ojos, disfruté del reconfortante olor mientras dejaba enfriarse intacto el brebaje sobre la mesilla de noche.

Y surtió efecto. Acunado por los negros efluvios, me quedé dormido rayando ya el alba. Y soñé. Soñé que yo era una de las piezas del ajedrez, un simple peón negro autorizado a moverse por el tablero sólo de cuadro en cuadro y siempre hacia adelante, ya que no soy de ánimo belicoso y no estaba dispuesto a liquidar a algún pobre peón enemigo con tal de cambiar de fila. Y allá iba, desplazándome pasito a paso rumbo a lo más profundo del tablero, donde se encontraba mi adorado objetivo: la Reina Blanca. Su rostro, frío y austero, con el candoroso color de la crema de la leche y aún así desprovisto de todo candor, permanecía inmóvil mirando al frente, toda ella regia y altiva, ignorando a las piezas que a su alrededor urdían tramas para poner a salvo a su Rey o para destruirlo, según fuera su color.

Pero yo no participaba en ese juego, mi único propósito era llegar hasta Ella y arrojarme a sus pies, declararme rendido de amor y esperar de su benevolencia una señal de aprobación o, al menos, de no rechazo. Servirla de por vida sería para mí un inmenso placer y la cúspide de mis anhelos. Aún así, no era tan ingenuo como para no ver que tenía importantes rivales, los más peligrosos de los cuales eran el Alfil Blanco y el Caballo Negro, ambos poderosos Señores de la Guerra que se movían con ímpetu y seguridad por el tablero, fulminándose el uno al otro con miradas asesinas y aplastando a su paso a cuanto adversario se les ponía por delante. Los dos evolucionaban en las proximidades de mi Reina, avanzando y retrocediendo, amagando ataques, comiendo piezas inocentes o culpables sin distinción, y haciendo la vida imposible al pobre Rey Blanco, que se veía impotente para proteger a su consorte de aquellos feroces asaltos.

Mientras tanto, su Dama -mi Dama- ni siquiera pestañeaba, negándose obstinadamente a moverse de su casilla, dejando que su esposo se las compusiera como pudiese para no quedar confinado en el curso de alguno de aquellos embates, perdiendo así la partida. A ojos extraños podría parecer insensible o incluso perversa, pero a mí se me antojaba maravillosa y espléndida en toda su blanca majestad. Al fin y al cabo, el amor es ciego.

Finalmente, esquivando mil y una amenazas, logré llegar hasta la penúltima fila, me detuve ante Ella y la saludé con la más elegante reverencia que conseguí ejecutar sin brazos ni piernas. Ella bajó apenas los ojos y, con una desdeñosa mirada, tan gélida que habría suscitado la envidia del mismísimo hielo de los Polos, se adelantó ligeramente y ocupó mi casilla. No podía dar crédito a semejante movimiento: ¡muerto por la mano de mi Amada!

Pensé que saldría catapultado -como les había sucedido a otras piezas eliminadas- para aterrizar penosamente en la enorme caja de marfil dispuesta a un costado del tablero, pero no fue así: para mi sorpresa, sentí que mi cuerpo se fundía, se diluía en un líquido negro y espeso que se derramaba por la superficie de madera pulida, impregnando el aire con un inconfundible aroma, fuerte y amargo, que aportaba cierta serenidad al desconsuelo provocado por la traición de mi Dama. Lo último que vi, antes de disolverme por completo en aquel mortal charco de café caliente, fueron los malévolos ojillos de la Reina Blanca fijos en mí, y juraría que una pérfida sonrisa destelló por un instante en su pétreo rostro de crema de leche.

Me desperté empapado en sudor en mi cama del hotel, y tardé un par de minutos en constatar que mi cuerpo seguía entero y sólido bajo la capa de transpiración, y que el acre olor a café no provenía de mi persona sino de la taza que, sobre la mesilla de noche, se había enfriado ya por completo. La oportuna alarma del despertador quebró al mismo tiempo el silencio de la habitación y el estupor que el insólito sueño -o pesadilla- había dejado impreso en mi ánimo.

Una buena ducha y un abundante desayuno obraron milagros en mi maltrecho organismo y, a la hora convenida, cruzaba la puerta del salón de actos del hotel mientras atendía a las últimas recomendaciones de mi preparador, listo para pelear por el título que había ido a conquistar.

La partida se desarrolló sin complicaciones. Mi oponente era hábil pero yo estaba muy concentrado y rebosaba inspiración, incluso a pesar de la falta de sueño: desplegué un juego brillante que lo desconcertó y le llevó a cometer algunos errores fatales, con el resultado de una aplastante victoria por mi parte.

Con un mohín de disgusto, sus dedos se posaron sobre el Rey Blanco y lo inclinaron hasta hacerlo caer sobre el tablero, anunciando así su capitulación. En ese momento, un fugaz aroma a café inundó mis fosas nasales. Instintivamente, mis ojos buscaron los peones negros y vi que uno de ellos se encontraba en la casilla inmediatamente anterior a la de la Reina Blanca. Las dos piezas permanecían allí enfrentadas, inmóviles, y yo era incapaz de apartarme del tablero, como si mis pies se hubieran quedado pegados a la tarima. Me costaba respirar y creo que, en el fondo, esperaba que el peón se derritiese ante mis ojos en un charquito de café.

Ante mi tardanza, el maestro de ceremonias se acercó y me tomó amablemente del brazo para conducirme hacia el estrado donde iban a hacerme entrega del trofeo. Yo le seguí sin oponer resistencia pero con la vista aún clavada en aquellas dos piezas. Y habría jurado que, mientras me alejaba, la Reina Blanca me guiñó un ojo inexistente de su inexistente rostro.

Publicado en el libro recopilatorio del I Concurso de Relatos "Enroque Corto" del Club de Ajedrez Enroque Corto Sahaldau (Puente Genil, Córdoba), junio 2023

 

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