Cuando yo era pequeño, las canicas eran un lujo que pocos se podían permitir en el pueblo: el hijo del alcalde, el del teniente de la guardia civil y, si acaso, el del médico. Así que el común de los mortales, a falta de aquellas brillantes bolitas de vidrio rellenas de sueños de colores, hacíamos las carreras con botones. La rivalidad entre ambas facciones era legendaria, hasta el día en que descubrimos que las canicas llegaban más lejos si se impulsaban con botones. La única que se queja ahora es la boticaria: sin ojos morados, ya no vende árnica.
Finalista en el XII Certamen de Microrrelatos "En torno a San Isidro" (Saldaña, Palencia), agosto 2023
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