Pablito apenas había reparado en Carmela, hasta el día en que su madre le prohibió mirarla, por no sé qué disputa entre los abuelos de ambos con relación a una linde entre parcelas. Pero la fruta prohibida, ya se sabe...
Así que, desde ese día, cada vez que se tropezaban camino de la escuela o en la subida a la iglesia o en la plaza las tardes de domingo, haciendo corrillo con la pandilla, Pablito empezó a mirar a Carmela con otros ojos, ojos curiosos. Y Carmela, al percatarse, empezó a mirar a Pablito con otros ojos, ojos tiernos.
Después, a medida que crecían los años y menguaba el acné, la curiosidad y la ternura fueron dejando paso a sentimientos más profundos y encendidos, y comenzaron a mirarse con ojos apasionados, ojos de deseo. Pero eran miradas furtivas por necesidad, ya que ambas familias seguían sin tratarse: los dos abuelos, cada uno más empecinado que el otro, sostenían su postura sin ceder ni un ápice y la linde en cuestión continuaba en litigio.
Así, los dos hombres ponían gran empeño en esquivarse por las callejas del pueblo, pero de cuando en cuando se tropezaban camino del bar o en la bajada a la huerta o en la plaza las mañanas de domingo, aguardando al panadero, y en tan infaustas ocasiones, Eustaquio miraba a Baldomero con inquina en los ojos y éste le correspondía con ojos cargados de rencor. Pablo, que había abandonado el diminutivo de su infancia en el bolsillo de sus últimos pantalones cortos, suspiraba consternado al escuchar los gruñidos ininteligibles que intercambiaban los dos ancianos de acera a acera de la calle si, por casualidad, acertaban a cruzarse. Y Carmela, que se negaba a convertirse en María del Carmen por motivos que sólo ella conocía, suspiraba exasperada al interceptar las aviesas miradas de reojo que se lanzaban de banco a banco de la iglesia durante el sermón dominical de Don Severiano.
Mientras tanto, los dos jóvenes seguían buscándose con los ojos a la menor ocasión. Ese verano, en la fiesta del Santo Patrón, la mirada de Pablo resbalaba con disimulo por las blancas enaguas de los danzantes hasta besar los cabellos de Carmela, situada al lado opuesto del entarimado, y la mirada de Carmela sorteaba con discreción las piruetas del paloteo para ir a acariciar el rostro de Pablo, seguros ambos de que el bueno de San Acacio les perdonaría la distracción. Por la noche, en el baile, aprovechando los momentos de más alboroto, se mezclaban con el gentío para buscarse con manos ávidas y mirarse con ojos hambrientos, ojos desesperados.
Así, el tiempo seguía corriendo, las estaciones se sucedían, la luna mudaba de fase y, en ese entorno cambiante, el encono de ambos ancianos persistía inmutable, anclado en las profundas arrugas que rodeaban los ojos de aquellos dos venerables aunque hoscos semblantes. Hasta que, un día de primavera, con los árboles cuajados de brotes tiernos, el aire vibrando con los trinos de los pájaros, la hierba estallando por doquier en un festival multicolor, Pablo y Carmela se encontraron en la Fuente Vieja, al abrigo de las largas ramas del sauce, para abrazarse, ansiosos del cuerpo del otro, corazón al galope, sangre en llamas, ojos ebrios de tantas miradas que habían ardido en lo más crudo del último invierno. Ojos tiernos, apasionados, hambrientos, ojos enredados en una mirada infinita abocada al fin. Y algo se rebeló en esas miradas, en esos corazones, algo que surgió de muy adentro para alzarse en un grito de guerra, algo que los hizo cogerse de la mano, salir del amparo del sauce, subir la cuesta, cruzar el pueblo, marchar por las calles a paso firme, a la vista de todos, dejando tras de sí un rosario de rostros sobrecogidos, alarmados, incrédulos.
Y llegar a casa de Pablo, y explicar y razonar y discutir. Y luego ir a casa de Carmela, y volver a explicar y volver a razonar y discutir de nuevo. Y, finalmente, ir a ver al cura y darle un ultimátum: “o una boda o dos entierros, usted verá cómo se las arregla, padre”. Y Don Severiano, espantado, corrió a casa de unos y de otros, consoló a madres llorosas, debatió con padres enfurecidos, y por último citó en la sacristía a los dos abuelos y los amenazó con todos los fuegos del infierno si permitían que aquellos dos jóvenes enamorados hicieran una locura. Eustaquio, sentado tieso como un palo en el borde de su silla, se miraba, terco, las nudosas manos entrelazadas sobre las rodillas. Baldomero, la cabeza muy erguida y los labios apretados, clavaba sus ojos obstinados en algún punto indeterminado del artesonado del techo. Don Severiano rechinó los dientes: si por él fuera, los cogería ahora mismo de las orejas y se los pondría sobre las rodillas para darles unos azotes en el trasero con el hisopo del agua bendita.
De pronto se levantó y asestó un fuerte golpe en el escritorio con los puños, sobresaltando a los dos hombres y obligándolos a mirarle a los ojos. Ojos de furia apocalíptica. Ojos de arcángel vengador. Ojos terribles.
Su tono, sin embargo, era engañosamente calmo cuando se dirigió a ellos:
- Este domingo, las amonestaciones. El mes que viene, la boda. Y como vea un atisbo de ceño os excomulgo a los dos. ¿Estamos?
Ambos ancianos refunfuñaron entre dientes antes de levantarse y, sin mediar palabra, salir de la sacristía para tomar rumbos opuestos bajo las fisgonas miradas que pululaban tras los visillos.
El día señalado, las dos familias se reunieron a la puerta de la iglesia, todos de tiros largos, en un silencio incómodo que los ojos radiantes de los novios se encargaron de hacer añicos y trocar en risas y parabienes. Los dos abuelos fueron conminados a estrecharse la mano aunque, bajo la apariencia cortés del gesto, latía un pulso en los dedos y un reto en las miradas. Después de tantos años, no iban abandonar su rivalidad así como así, con lo divertido que era.
Segundo Premio en el XII Certamen de Relato Corto “En torno a San Isidro”
(Saldaña, Palencia), agosto 2023
No hay comentarios:
Publicar un comentario