La sala estaba a rebosar de empleados que se afanaban, sin prisa aunque sin pausa, en los teclados de sus ordenadores, escribiendo línea tras línea de código. Esas líneas se iban trasladando a la gigantesca pantalla que dominaba toda la pared frontal: primero aparecían en una esquina, encuadradas en color rojo brillante; luego se deslizaban por la pantalla hasta encajar en un bloque de código más amplio, desapareciendo entonces el cuadro rojo para quedar integradas en el programa principal. A veces, tras esa operación se producía un ligero parpadeo en la pantalla y una parte del código destellaba en un vivo tono azul durante unos instantes antes de reubicarse para erigirse como un bucle autónomo. En esas ocasiones, un murmullo estremecía las filas de operarios, deseosos de felicitar al ingenioso responsable de la idea.
Mientras tanto, tras la cristalera de la cabina de control, situada a cierta altura sobre la sala, una hilera de supervisores no quitaba ojo al programa, leyendo y revisando sin pausa y a toda prisa las líneas que iban apareciendo y cambiando de lugar antes de esfumarse por la parte inferior de la enorme pantalla. Con la destreza que da la práctica, sus lápices ópticos se movían por la consola de plasma que tenían delante para corregir sobre la marcha los errores más evidentes antes de que el código pasara al siguiente nivel de verificación.
Era un proceso rutinario, que se llevaba a cabo día tras día sin mayores problemas... hasta esa mañana.
A las 11:07 exactamente, uno de los supervisores se agitó en su silla, visiblemente inquieto. Su lápiz trazó un grueso círculo anaranjado alrededor de una pequeña sección de código y el fluido devenir de las líneas por la pantalla cesó de golpe. Una ruidosa alarma se disparó en alguna parte, aturdiendo a los operarios, que dejaron de teclear para taparse los oídos mientras cuchicheaban, nerviosos y alterados, tratando de hacerse entender sin demasiado éxito por encima del desagradable estrépito.
No habían pasado ni cinco minutos cuando el Inspector Jefe se presentó en la sala y, plantado entre las mesas, con las piernas separadas y los brazos en jarras, alzó la vista hacia la pantalla inmóvil y clavó los ojos en el círculo anaranjado, que refulgía cada vez con mayor intensidad. Sus labios se movieron silenciosamente mientras daban cuerpo al código remarcado; al terminar, frunció el ceño, parpadeó incrédulo y volvió a leerlo una segunda vez, y luego una tercera. Por último, emitió un rugido áspero y ensordecedor, infinitamente más perturbador que la alarma sonora, que enmudeció ante la feroz competencia.
- ¿Quién demonios ha escrito esto? -tronó, recorriendo con la vista el mar de rostros consternados que lo rodeaba.
Los empleados negaron con la cabeza, uno tras otro, a medida que su mirada furibunda los taladraba.
- ¡Pues alguien tiene que haber sido!
Uno de los supervisores, que trajinaba con un teclado auxiliar en la cabina, lanzó un grito de triunfo, sofocado en su mayor parte por el grueso cristal, pero aún así audible desde la sala. El Inspector Jefe alzó las cejas y contempló el número delator que le transmitía por señas su ayudante: cuatro dedos alzados en una mano y tres en la otra, bien separadas. Cuarenta y tres.
De inmediato, se giró hacia el puesto correspondiente. Vacío. En dos zancadas se plantó en la mesa cuarenta y tres, y pulsó una tecla cualquiera del ordenador. La pantalla se iluminó y, ¡bingo!, ahí estaba ese maldito código, titilando tranquilamente sobre el fondo oscuro.
- ¿Dónde está? -rugió, con el rostro congestionado por la ira-. ¿Quién opera aquí?
Los empleados de las mesas adyacentes se miraron entre sí, parpadeando confundidos.
- Hace días que no viene -se atrevió, por fin, a balbucear uno de ellos-. Al parecer, está enfermo.
- Entonces, alguien lo ha escrito en este puesto para no ser descubierto -concluyó el Inspector Jefe, con voz engañosamente suave-. Alguien que tiene acceso a su contraseña. Alguien cercano.
Los operarios más próximos comenzaron a sudar y a farfullar excusas incoherentes, alguno incluso retrocedió con el terror pintado en el rostro, pero antes de que el Inspector Jefe pudiera emprender ninguna acción, uno de los supervisores golpeó frenético el cristal de la cabina de control, gesticulando violentamente para llamar su atención hacia la pantalla, donde el programa se había puesto de nuevo en marcha por sí solo y se estaba ejecutando en un bucle infinito que reproducía una y otra vez aquellas líneas de código encerradas en el brillante círculo anaranjado.
- ¡Que alguien pare eso! -aulló el jefe.
Un segundo supervisor se abalanzó sobre un panel empotrado en la pared y pulsó la combinación de teclas que debería darle acceso al control del sistema principal. Atónito, comprobó que el programa continuaba impasible la ejecución del código ilícito. Volvió a pulsar las teclas. Nada. Se encogió de hombros y negó con la cabeza, derrotado.
El Inspector Jefe emitió un atronador bramido y corrió hacia los ventanales. Los operarios le imitaron, aunque dejando una prudente distancia de seguridad alrededor de su enojado superior, que tenía el rostro congestionado, una vena del cuello tremendamente abultada, y los puños apretados en un visible esfuerzo por contenerse y no estrangular a alguien.
A sus espaldas, aquellas malditas líneas de código seguían ejecutándose una vez y otra y otra más, y allá abajo, en el flamante planeta azul, aquellos ceros y unos iban generando continentes, océanos, islas y montañas, poblándolas de toda suerte de plantas y animales, e incluso se alcanzaba a distinguir una extraña criatura sin pelo que caminaba erguida sobre dos patas.
En otro tiempo, en otro lugar, en la penumbra de una enorme sala aún vacía, el operador cuarenta y tres se frota las manos y hace crujir los nudillos, poniendo en orden sus ideas antes de escribir en su ordenador unas elegantes líneas de código, pocas y simples pero potentes, sin perder de vista el polvoriento planeta rojo que orbita frente a los cristales de la ventana.
Publicado en la Revista Digital "Letraheridos" nº 30 (agosto 2023)
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