sábado, 5 de agosto de 2023

CORREN MALOS TIEMPOS

Corren malos tiempos.

La gente no sale de casa y, cuando lo hacen, van con la cara tapada y esquivando al prójimo, como si fuera una carrera de obstáculos en carnaval.

Ya no respiran a pleno pulmón. No se agachan a oler el perfume de las flores en los jardines. Encierran las manos bajo llave en los bolsillos para no tocar nada. Los encuentros con amigos son penosos, intentando saludarse con los codos, sonreírse con los ojos, captar las palabras que tropiezan con el bozal y no llegan a buen puerto.

El verano se va acercando, pasito a pasito, y lo que siempre hemos dado por sentado -a saber, las vacaciones estivales-, este año se plantea como una incógnita, oscura y agazapada entre toques de queda, cierres perimetrales y pruebas serológicas. Qué de palabros nuevos hemos tenido que incorporar al vocabulario del día a día, y qué siniestros suenan algunos.

Mi apartamento es muy pequeño pero, hasta ahora, había sido más que suficiente para una mujer sola que pasaba la mayor parte de la jornada en la oficina y que los fines de semana cogía el coche para recorrer los pueblos perdidos de nuestra amplia geografía, cuanto más perdidos mejor. Es curioso cómo cambian las perspectivas: siempre me ha gustado la soledad y he procurado buscarla en esos campos desnudos en invierno, verdes en primavera, dorados en verano, cubiertos de flores silvestres o salpicados de nogales o atravesados por riachuelos cantarines.

Sin embargo, en estas horas aciagas que nos ha tocado vivir, ir a la oficina sin salir de casa se convierte en una reclusión insoportable. Las primeras semanas incluso tenía su gracia: poder trabajar en pijama, ahorrarse el atasco, reunirse con los colegas de otros países sin sufrir la tortura del aeropuerto. Pero el paso de los meses ha ido trocando la novedad en desazón, la tranquilidad en abatimiento, la esperanza en angustia.

El café de media mañana con su pulguita de jamón, los chistes malos de Andrés, las discusiones interminables de Pablo y Ester por cualquier tontería, la tertulia encendida sobre las últimas noticias políticas antes de despedirnos con la menguante luz de la tarde. Las cosas más irrelevantes, en las que apenas se reparaba de tan cotidianas, ahora se echan de menos. El teléfono resuelve los problemas pero no sustituye al calor humano: “ver” a la gente en la pantalla del ordenador no es “estar” con la gente.

Por eso, he retirado de Internet el anuncio de venta de la casa que la abuela tenía en Utande, he contratado una tarifa de datos ilimitada, y me he plantado en el pueblo con un par de maletas, el portátil y un considerable suministro de comida envasada y no perecedera.

¡Es una locura!”, se espantan mis amigos. “¿Qué vas a hacer allí tú sola?”.

¡Pero si ya estaba sola! Y al menos aquí puedo salir a andar por el campo sin asfixiarme con la maldita mascarilla, porque la mayor parte de las veces no me cruzo con nadie y, si se da el caso, hay espacio de sobra para mantener no dos sino cuatro o cinco metros de distancia de seguridad.

Aquí la gente no está tan agobiada, se lo toman de otra manera, como algo que hay que pasar sin darle más vueltas. Son de otra pasta. Afables. Calmados. Pacientes.

Por mi ventana, mientras desde la pantalla del ordenador me asalta una vorágine de cuadros con rostros crispados, veo a cuatro lugareños de avanzada edad sentados en tocones de árbol a modo de bancos rústicos, diseminados por la hierba frente al terraplén que da a la carretera. Charlan sin prisa, de todo y de nada, esperando a que asome por la cuesta la furgoneta del panadero. Esa estampa me relaja. Abro la ventana y dejo que el sonido de sus voces broncas y cascadas por años de tabaco sin filtro invada la habitación, creando ecos en las esquinas, mezclándose con los trinos de los pájaros y con el sordo rumor de alguna cosechadora lejana.

Por la noche, pasear bajo la olvidada luz de las estrellas, que por el camino que baja hasta la Fuente Vieja no se ahoga en la potente luminosidad urbana. Repasar las constelaciones en vivo y en directo, no en un pliego de papel negro lleno de dobleces. Dormir con las ventanas abiertas de par en par, cambiando el fragor del tráfico por el canto de los grillos, el humo de los coches por la humedad perfumada que sube de las huertas, el rugido de las motos por algún que otro ladrido.

Por la mañana, el único estruendo metálico que me despierta es el de los cencerros de las ovejas que bajan a los pastos, mucho más tolerable que el de los camiones de reparto del supermercado de enfrente o el del basurero zarandeando los contenedores, siempre antes de hora. Y ese frescor de amanecer recién lavado y sin planchar que inunda toda la casa al abrir la puerta para dar los buenos días -desde lejos, por supuesto- al vecino madrugador de turno.

La gente de siempre, la que conocía a mis abuelos y a mis padres, no se extraña de verme de nuevo por aquí. Me saludan como si no hubieran pasado tantos años desde aquellos veranos, de niña, en que trepaba a la Piedra Gorda o jugaba al pilla-pilla alrededor de la Picota de la Plaza o merendaba sobre la piedra de molino del Lagar. La tía Pascuala me obsequia un tarro de miel de sus colmenas, el tío Baldomero me deja una bolsa de tomates en la puerta al subir del huerto, la tía Ezequiela me pregunta a voces si he visto a su gato, que hace varios días que no pisa por casa. En el pueblo todos son tíos, incluso en ausencia de parentesco real. Son los tíos de toda la vida.

Aquí la soledad es menos angustiosa, la angustia menos solitaria, el miedo al maldito virus menos consistente y más llevadero. Y yo, que nunca he sido de mascotas, me he acostumbrado a que el gato de la tía Ezequiela, que encontré escondido en mi despensa zampándose los quesitos, se acurruque entre mis pies mientras teletrabajo. Su ronroneo satisfecho me da esperanza.

Publicado como finalista anual en el libro recopilatorio del X Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat (2022)

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